El estallido del débil, en “La experiencia” de Jorge Edwards
por Carlos Cortínez (Chile)

A los veinte años Jorge Edwards publica su primera colección de cuentos, El Patio (1952). Aunque en Chile, su país natal, es más frecuente que el autor precoz inaugure con versos su carrera de escritor y no con relatos, no es ello lo sorprendente en la iniciación literaria de Edwards. Lo extraño, a esa edad, es que los cuentos de El Patio, aunque protagonizados por personajes adolescentes, reflejan una actitud muy madura en su autor. Quizá, demasiado madura. A diferencia de la escritura juvenil, normalmente descuidada, estos cuentos denuncian un estricto control. No son nada líricos, exagerados o patéticos; al contrario, están fuertemente censurados por una sensibilidad literaria sobria y ya desarrollada. No pecan por demasía; acaso sí, por defecto[1]. A pesar de ello, y de la indiferencia que por el libro siente hoy su autor, podríamos parafrasear lo que Cortázar dijo de la obra de ]osé Bianco: que no es casualidad que los cuentos de El Patio sean tan breves: sus cualidades más admirables son la modestia y la discreción. Y el placer perverso que el autor se toma en insinuar una historia antes que en contarla[2].

Como lo han visto bien otros críticos, va en aquellos cuentos iniciales de Edwards surgen ciertos temas que luego continuarán reapareciendo en toda su obra narrativa. Su orbe literario es, pues, uno de variaciones en torno a pocos temas. Temas que, no podemos menos que deducir, obsesionan a su autor[3].

La segunda colección, Gente de la ciudad (1961) tiene, al igual que la primera, una deliberada unidad temática. Si en El Palio dominaba el mundo adolescente, predomina aquí el mundo de la burocracia. Los niños escolares han crecido y se han visto obligados al trabajo. Están inmersos en la ciudad, apresados por ella. Pero no se les advierte como triunfadores en ciernes, ni siquiera armados con la alegría que se suele atribuir a esa etapa despreocupada de la existencia[4]. Algo de la inocencia y relativa espontaneidad juvenil se han marchitado en estos seres cansados. La red de trámites oficinescos, lenguaje legalista, relaciones humanas jerarquizadas en jefes y subordinados, afectos desprovistos de idealismo, mezquindad del sexo intercambiado sin amor, el alcohol rutinario que desgasta, la conversación banal, esto es, ese gris de la existencia que Neruda dejó genialmente plasmado en algunos poemas de Residencia en la tierra, le quitan lustre a estos héroes a quienes ya vemos prematuramente derrotados y abúlicos: verdaderos antihéroes de la selva administrativa y la sordidez burocrática.

El autor de esta colección, diez años mayor que el del El Patio, demuestra claramente mayor soltura narrativa. No le satisface delinear sólo, con rápidos trazos, el boceto de sus personajes ni mostrarlos en una sola acción aislada, que sintetiza sus dramas. La percepción del autor es más aguda, inquieta e insistente: ya asoma en el narrador el ojo y la avidez del futuro novelista. Las psicologías parecen más complejas y la acumulación de observaciones, aunque sean hechas desde la superficie de sus actos y palabras —sin penetrar en la conciencia de los personajes— comienzan a predominar por sobre la acción misma.

Cuando aparece la tercera colección de cuentos, Las máscaras (1967), ya Edwards ha publicado su primera novela, El peso de la noche (1965). El narrador de tales cuentos es, indudablemente, un escritor que habiendo incursionado exitosamente en la novela, se demuestra más interesado en los personajes que en las historias. A diferencia de los cuentos demasiado esquemáticos de El Patio, los de Las máscaras no han sido descarnados hasta el hueso: conservan suficiente tejido de relleno que sirve para redondear las anécdotas que todavía viven, centralmente, en la mayoría de ellos.

Veamos, por ejemplo, “La experiencia”, sin duda uno de los más notables cuentos de Edwards, que permitirá, a la vez, observar algunas características generales del autor así como apreciar las líneas principales de su desarrollo como escritor.

La historia es relativamente sencilla: un hombre mesurado, sin grandes ambiciones, trata de aceptar como favorable una vida mediana en una casa de pensión. Allí vive solo, luego de separarse de su esposa y de rechazar los intentos de su madre por atraerlo a su propio hogar. Esta situación, de amable pasividad, no está exenta de pequeñas molestias, una de ellas el canto de un gallo matutino, cuya incomodidad comienza a acrecentarse a medida que otras circunstancias ingratas aparecen en el horizonte del narrador. Una madrugada, estimulado por el alcohol nocturno, el protagonista se asoma en el corral y estrangula al gallo pecador. Acto seguido, ofrece reparar los daños a la dueña de la pensión, a la vez que le comunica su decisión de irse, lo cual cumplirá aceptando la siempre abierta invitación de su madre a compartir una vida que —lo podemos predecir con cierta certeza— no será mejor que la anterior.

Es cierto que el protagonista no es un adolescente —hace ya veinte años que dejó atrás esa etapa— pero su personalidad conserva, sin embargo* rasgos infantiles y el tipo de vida al cual regresará—-junto a su madre viuda—no es el de un adulto cabal. Lo advierte un crítico: que el protagonista de los cuentos de Edwards es, en general, el que podría llamarse “hijo pródigo”, esto es, el que intentó, sin éxito, una rebelión[5].

La relación familiar no es tampoco armónica. Típicamente, hay algo que la hace opresiva. A veces es un padre despótico o manipulador, aunque casi siempre es la madre la que impone su ley, y así ocurre en “La experiencia”. Ella está sola y exige atención, y naturalmente, obediencia a ciertas normas.

Este es, acaso, el tema que más recurre en Edwards: el de un orden familiar visible o indirectamente dominante, que sofoca los intentos individuales por escapar de él y conduce a sus víctimas al fracaso. Por cierto que cada cuento contiene variantes a este esquema básico. El rompimiento con la tribu se explora desde uno y otro ángulo, ad nanseam, y nunca logra el autor, para bien de sus ficciones, hallarle adecuada solución. Es fácil imaginar que allí está siendo utilizada alguna circunstancia autobiográfica, acaso, la que ha confesado el propio autor: “yo estaba destinado, por razones de familia, a cualquier cosa menos a la literatura”[6]. Aunque los Edwards ya habían producido en Chile a otro escritor de nota, Joaquín Edwards Bello, en su familia de aristócratas o exitosos empresarios no dejó de ser tenido, a pesar de su fama, por una especie de oveja descarriada[7].

Aunque “La experiencia” depende fuertemente de una escena básica, hacia la cual se orienta toda la narración y que seguramente será la que queda en la memoria del lector asociada a este cuento —el estrangulamiento del gallo— hay una fauna abundante de personajes secundarios. Ya advertimos en ello una primera diferencia con los cuentos de El patio, centrado cada uno casi exclusivamente en un par de protagonistas, y mostrando acaso, como parte del decorado, algunas figuras menores, sin mayor importancia.

Consideremos, primeramente, los personajes masculinos: el grafólogo argentino, Peralta y su amigo turnio, Escipión, el Tigre Mundano, Wilcox (un amigo de la época estudiantil), el marido de la dueña de la pensión (viejo, enfermo, recluso en su pieza). Por cierto que unos aparecen como más negativos que otros, sin que ninguno resalte favorablemente o que asuma, por el contrario, relieve de antagonista. El amigo de la Universidad parece complacido en informarle de 1a infidelidad de Judith. Tras su ingenuidad de gringo se adivina en el “amigo” una maldad refinada. Peralta y los otros sirven apenas para combatir la soledad, como confidentes en los bares, cuando se trata sólo de matar el tiempo bebiendo vino y conversando sueltamente sobre esto y aquello. En rigor, no hay en la vida de este hombre marginado verdadera amistad. En cuanto al grafólogo argentino, está visto bajo un cariz algo ridículo y es recordado sólo por haber profetizado una constante en la vida del narrrador: el cíclico cambio de vida, el derrumbe constante de sus proyectos vitales.

Más interesantes son los personajes femeninos en torno al protagonista: madre, la dueña de la pensión, la esposa, la joven pedagoga provinciana (futura amante eventual), la señora alta, canosa (presencia onírica). Las tres primeras tiene existencia real, y están presentadas bajo signo negativo. La madre es autoritaria, quejosa, violenta. La esposa, Judith, desinteresada en el amor físico de su marido, pero rápidamente infiel a él después de separarse. La dueña de la pensión es una gorda con bigotes, malhumorada. Las dos mujeres imaginadas, en cambio, no cargan con estigmas. Al contrario, ei narrador se muestra abierto a acogerlas con alegría. Las malas experiencias no parecen haberle contaminado de escepticismo. La “joven pedagoga provinciana” lo visitará en su pensión y se supone que le ayudará a endulzar su vida. Así hemos de entender los tres puntos suspensivos cuando la historia se detiene en las ilusiones del narrador mientras reflexiona a solas, tratando de hallarle el lado favorable a su existencia. Respecto a la mujer del sueño, hay comentarios más explícitos en el texto. Dice el narrador: “Caminaba en compañía de una señora alta, canosa, por un jardín donde había mucha gente [„.] Sabíamos que había un leopardo en el fondo del jardín, pero esto nadie lo mencionaba, como si darse por aludido fuese de mal gusto. La conversación de la señora me hacía el efecto de un bálsamo; suscitaba en mí una sensación inefable, profunda”.

No parece difícil de interpretar el sueño. La mujer es una construcción del inconsciente donde encarnan los ideales que el protagonista busca realizar. Ella es, acaso, la madre refinada que él no tiene, la esposa comprensiva que tampoco ha encontrado. Y su relación con ella, en la breve escena onírica, refleja una forma de vida deseada y que aún no ha logrado obtener, de cierta elevada espiritualidad, de intercambio inteligente. Por lo demás, estas construcciones imaginarias revelan la moderada entidad de sus ambiciones. Las mujeres de sus sueños no son beldades espectaculares o diosas eróticas: le bastaría, al parecer, una mujer madura de conversación grata, una ingenua muchacha provinciana. Moderación que coincide con su aprecio por la pensión donde vive. A pesar de sus deficiencias (dormitorio destartalado, humedad en las paredes, mobiliario deplorable, dueña inamistosa, gallo estridente) bastan dos detalles para redimirla: la pieza es amplia y las ventanas dan a una placita de barrio que le gusta.

¿Y ese leopardo que aguarda en el sueño al fondo del jardín, y del cual la pareja no quiere darse por aludida? Me parece que el cuento permite interpretarlo como un símbolo, si bien sorprendente, de la costumbre, “que todo lo deteriora”. Esa gran culpable de que en la vida del narrador se hayan malogrado tantas veces sus expectativas.

Este sueño, tan revelador, es interrumpido por el canto del gallo y esto contribuye a enardecer al protagonista que quería haber prolongado la grata sensación que lo ha eludido en su vida. Por primera vez, surge la idea de matarlo: “hubiera bajado a estrangularlo”. De allí en adelante el gallo adquiere en el cuento presencia obsesiva. Dos semanas y media después de vivir en la pensión, el escalafón de las molestias es claro: lo peor, el gallo; luego, la dueña y el olor a comida. Cuando el narrador recibe la noticia de que su mujer, Judith, “anda con otro”, el tema del gallo es mencionado con redoblada ira, para cambiar de tema. Está claro que se van depositando en contra del plumífero las frustraciones del personaje y el inocente animal —a estas alturas el calor antagonista— se perfila como el lógico chivo expiatorio. Luego, en un bar, bebiendo con Peralta, el narrador le confiesa al amigo lo que ha oído decir acerca de su propia esposa. La implacable respuesta de Peralta: "‘las mujeres tienen las mismas necesidades que uno”, ofende a su naturaleza idealista y exacerbado, tanto por “esta versión tan directa de las cosas” como por el alcohol consumido, regresa de madrugada a la pensión y se va directamente al patio a enfrentar al enemigo. En la magistral descripción del estrangulamiento el personaje aparece con toda su ambivalencia. Las dudas y reticencias, afines a su personalidad, retroceden ante la súbita determinación precipitada por los hechos ingratos que él es incapaz de controlar. El gallo, en el momento previo al crimen, se alza como una imagen magnificada, triunfadora, de lo que el narrador no es. Con su orgullosa altanería el animal vive en la plenitud de su inconsciencia y puede darse el lujo de dormir—¡rodeado de sus “concubinas”!— hasta que le plazca, sin ser interrumpido por nadie. Pues no. Ahora pagará el maldito engreído, y no sólo por su canto matutino[8]. Pagará por las frustraciones del pensionista, por las inadaptaciones de este “asesino” a su sociedad. El narrador, hombre básicamente sensible y razonable, víctima tanto del matriarcado como de sus propias delicadezas, ha de explotar, de vez en cuando en gestos violentos, que tienen, según afirman los psicólogos, efecto catártico[9].

Es de advertir —y celebrar— la absoluta falta de lógica en el desenlace. Si el protagonista estaba dispuesto a abandonar la pensión no era necesario matar el gallo. Y si lo ha matado, sin reproches de su dueña, no hay razón para irse, y volver a caer en brazos de la madre. La acción del relato parece con esto marchar por su cuenta, impulsada por su propia dinámica y el crimen del gallo, al no tener una justificación pragmática, parece consecuencia directa del inconsciente. Esta gratui-dad del acto nos permite verlo en su transparente pureza, —si se me permite la paradoja. Y nos lleva a darle al animal el valor de cifra clave para completar el análisis del personaje central. El cuento nos lo ha mostrado como un ser que, con admirable —acaso excesiva— flexibilidad, acepta acomodarse a las circunstancias ingratas de su vida. Ama la música, la belleza, la paz, pero ha sido arrojado en un mundo en que predominan otros valores, más bien opuestos y brutales, y por tanto debe sufrir la postergación, el abuso constante. El gallo representa una forma de existencia afirmativa, irracional, que no contempla derechos ajenos, que no tiene que esforzarse por limitar sus acciones y ambiciones a las posibles o permisibles. Y está claro que esa afirmación egoísta no sólo es castigada: le ha ganado una vida fácil, que disfruta rodeado de sus amantes. El acierto del cuento es haberle dado suficiente desarrollo a la psicología del narrador mediante acumulación de datos y escenas mínimas, mientras paralelamente se iba desarrollando una anécdota clara en la cual culminará la acción narrativa. Aunque no haya verdadero vínculo de causa a efecto en estas dos líneas temáticas contiguas, la resolución de una —la muerte del gallo— sirve para iluminar frontalmente a la otra. No son sólo la educación rígida de colegios religiosos (como en El patio), ni las normas opresivas de la burocracia (como en Gente de la ciudad) o de una clase autoritaria (como en Las máscaras), ni las imposiciones del matriarcado, los culpables de la inferioridad y frustraciones dei personaje central de “La experiencia”. La denuncia, en este texto, va aún más allá: va contra esta vida nuestra, en que el ser sensible que no lucha resueltamente por su territorio cae avasallado por la marea de los otros. Abundan fórmulas en la tradición aforística y poética que reconocen tal fenómeno como inherente a la existencia humana: “homo homini lupus” (Plauto), “le pegaban todos sin que él les haga nada” (Vallejo), “por delicadeza he perdido mi vida” (Rimbaud), etcétera.

La muerte del gallo, con la instantánea recompensa de haber dulcificado a la dueña de la pensión, nos indica que acaso este personaje de Edwards comienza ahora a asomarse, malgré lui, a una praxis que acaso le repugna, pero que tal vez presiente como necesaria y salvadora, ¡Que le sirva de advertencia a su señora madre![10].

Notas:

[1] “Edwards parece poco aficionado a sus primeros escritos. Los estima literariamente deficientes o, lo que es igual, excesivamente literarios”.

Enrique Lihn, “jorge Edwards. La aventura v el orden en la nueva narrativa chilena”. Prólogo a Temas y variaciones. Santiago: Universitaria, 1969, pp. 9-21.

[2] “It is not by mere chance that José Bianco’s wbrk is so short: his hiost admirable qualities are modestv, discretion, his refusal to make a visit —a book— too long, and the pon erse pleasurre he takes in insinuating a story ratherr than telling it”.

Julio Cortázar, in a Publisher’s announcementor the publication of José Bianco’s novellas, Simdoxv Pfay and The rats.

[3] “Edwards, escritor obsesivo que se siente indefectiblemente atraído por una serie limitada <lc tenias, sobre los cuales ejerce un reiterado tratamiento en busca de los orígenes adolescentes de la frustración y desgracia de sus protagonistas”.

 

Federico Schopf, “La narrativa de Jorge Edwards”, Studi di lettvratura Ispanoamericnná, Milán, N" 9, 1979, p. 43.

 

[4] Así por ejemplo, es notable la diferencia entre los personajes juveniles de Skármeta y los de Edwards. Los de Skármeta: vitales, despreocupados, activos. Los de Edwards: inseguros, contemplativos, prematuramente frustrados.

Véase el estudio comparativo de ambos narradores en Ariel Dorf'man, "¿Volar? Un estudio en la narrativa de Skármeta y Edwards”, Revista Chilena de Literatura, Santiago, N° 1, 1970, pp. 59-78.

[5] Enrique Lihn, op. cit., p. 17.

 

[6] Jorge Edwards, “Treinta años después”, Prólogo a El patio, (2a edición) Santiago: Ganymedes, 1980, p. 11.

 

[7] '“La verdad es que yo fui al principio un escritor clandestino, secreto, porque sentía que en mi familia a nadie le interesaba que alguien se dedicara a algo tan inútil como la escritura. Un primo hermano de mi padre, Joaquín Edwards Bello, había sido un escritor bastante importante en el Chile de este siglo; pues bien, en la familia de mi abuelo al hablar de él jamás se le llamaba Joaquín, sino ‘el inútil de Joaquín’

Jorge Edwards, Entrevista con Miguel Riera* Quimera, pp. 20-27.

[8] Adviértase además que el narrador es profesor de música, pero el gallo, sin necesidad de lecciones, canta. Este hecho nos recuerda la frase de Oscar Wilde: “el que sabe hace; el no que sabe, enseña”.

 

[9] Y así ocurre en varios cuentos de Edwards. Un puñetazo en la mesa, una destrucción de libros ("Fatiga”), en fin, un acto abrupto, un inesperado estallido de violencia, que le sirve a un personaje reprimido para obtener un cierto equilibrio personal.

 

[10] El autor me ha confesado que el origen de este cuento está en una anécdota que le contara el poeta Enrique Lihn sobre un gallo que no le dejaba dormir en una pensión. Luego de oírla, Edwards le dijo que él haría un cuento utilizándola. Lihn, por su parte, prometió escribir un poema sobre le mismo tema. Y es el origen de su poema “Gallo” de La pieza oscura, (Santiago: Universitaria, 1963, p. 35.

JORGE EDWARDS - El sueño de la historia, la realidad de la ficción (seminario)

Publicado el 9 oct. 2013
Seminario impartido por Jorge Edwards en el que habla sobre sus influencias literarias, la génesis de sus novelas y la relación entre historia y ficción.
 

Los libros - Jorge Edwards
07 abr 2000


El programa incluye una entrevista en profundidad con Jorge Edwards, con el pretexto de la concesión del Premio Cervantes al escritor chileno.

 

por Carlos Cortínez
Publicado, originalmente, en Revista Chilena de Literatura Núm. 35 (1990): Abril
Link del texto: https://revistaliteratura.uchile.cl/index.php/RCL/article/view/40171

 

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