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Literatura de élite versus literatura popular
(El caso de García Márquez y Cien años de Soledad)
Adriano Corrales Arias
[1]
hachaencendida@gmail.com

 
 

Portada de la primera edición publicada en 1967 por la Editorial Sudamericana de Buenos Aires 

Muchos años después, frente al pelotón de investigadores y periodistas, el escritor Gabriel García Márquez había de recordar aquella noche remota en que Franz Kafka lo llevó a conocer el hielo. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, por eso Alvaro Mutis, a sabiendas de ello, le presentó de golpe al otro personaje que habría de ayudarle a reescribir la historia: Juan Rulfo. Y así, con Pedro Páramo desplegado y a cuestas, despejó el panorama hasta lograr referirnos la increíble y triste historia de Macondo, produciendo ese fenómeno conocido como Cien años de Soledad.  

Sin embargo, y según ciertas leyendas urbanas, pareciera que  algunos escritores, como Jorge Luis Borges y sus adláteres, consideran la novela de Gabo como una simple recopilación del folclore colombiano, específicamente caribeño, por extensión latinoamericano. Dicho de otra manera, para algunos estudiosos, escritores e intelectuales, la novela no alcanza la calidad ni el rigor de una verdadera obra literaria, incluso muchos pronostican que dentro de 50 años nadie recordará al autor y sí al mismo Borges y a Rulfo, para colocar dos ejemplos de una larga lista.

La polémica abarca más y se extiende desde los años cincuenta del siglo pasado. Ciertamente el Realismo mágico, o lo Real maravilloso, está agotado. Su ciclo, que produjo obras rotundas como Hombres de maíz o El señor presidente de Miguel Ángel Asturias; Ecue-Yambe-O, Los pasos

perdidos, El reino de este mundoEl siglo de las luces de Alejo Carpentier; Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri; o casi toda la obra garcíamarquiana, se ha cerrado dando paso a un abanico de posibilidades narrativas que se abre hasta lo que algunos denominan luxaciones posmodernistas, muy cercanas al collage, el happening, el vídeo, el zapping, el pastiche y el panfleto. 

La polémica abarca más y se extiende desde los años cincuenta del siglo pasado. Ciertamente el Realismo mágico, o lo Real maravilloso, está agotado. Su ciclo, que produjo obras rotundas como Hombres de maíz o El señor presidente de Miguel Ángel Asturias; Ecue-Yambe-O, Los pasos perdidos, El reino de este mundoEl siglo de las luces de Alejo Carpentier; Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri; o casi toda la obra garcíamarquiana, se ha cerrado dando paso a un abanico de posibilidades narrativas que se abre hasta lo que algunos denominan  luxaciones posmodernistas, muy cercanas al collage, el happening, el vídeo, el zapping, el pastiche y el panfleto. 

Pero ¿qué es el Realismo Mágico, o lo Real Maravilloso? Alejo Carpentier, desde el Surrealismo, y en contraposición con el mismo, definió al segundo como la creación de un mito americanista y barroco; García Márquez, desde su colombolatinoamericanidad, delimitó al primero como un “realismo desmesurado” donde el mito es destruido por la historia. Más allá, o más acá, de ambas definiciones, la academia hispanoamericana, especialmente la española, intentó definirlos desde ambas perspectivas, pero siempre con la incómoda postura de quien sabe que llegó tarde al convite. 

La confusión teórica-metodológica, o propiamente estética, procede de la asimilación del Realismo Mágico, o lo Real Maravilloso, con la Nueva Novela Latinoamericana (el boom de los sesenta/setenta), y del sospechoso concepto sobre lo desmesurado y fantástico de la realidad (identidad) americana frente a lo europeo. Así, se quiso embutir en un solo saco a novelistas que comparten franjas temáticas y hasta de estilo en algunos momentos, pero que son diametralmente opuestos en el abordaje estético, caso de Juan Rulfo, Augusto Roa Bastos, Juan Carlos Onetti, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, José Donoso, Jorge Amado, Ernesto Sábato y Julio Cortázar, para mencionar a los relevantes del boom. Como se sabe, la “nueva novela” latinoamericana transitó, y transita, por diversas autopistas ideo estéticas y no solamente por el Realismo Mágico o lo Real Maravilloso, como aún suponen algunos lectores y críticos europeos. Piénsese en precursores como Rafael Arévalo Martínez en Guatemala, Roberto Arlt, Filisberto Hernández o el mismo Borges en el Río de la Plata, para no mencionar a Cabrera Infante, Lezama Lima y  Severo Sarduy en Cuba, entre muchos otros. 

 

Esa confusión es lo que, probablemente, gestó la flema borgiana, aunada a la vieja pugna entre cultura de élite (lo conocido recurrentemente como “culto”) y las culturas populares. La opción borgiana por la metafísica, la circularidad del tiempo y el mito del eterno retorno, así como la célebre polémica de su grupo de Florida contra el de Boedo, lo previnieron ante una literatura que se enriquecía de las culturas populares y de sus mitos, aunque en algunos de sus cuentos y poemas las aprovechara. Agreguémosle a ello la no disimulada percepción, en algunos círculos, de que Gabo no es un “intelectual”, sino un escritor-reportero, por tanto un personaje de “medio pelo”, a pesar de su apabullante éxito editorial y de su Premio Nóbel. O, a lo mejor, el mismo éxito le granjeó esa predisposición de intelectuales y escritores tipo Borges. Es decir, la siempre antigua y renovada polémica entre lo culto y lo popular (o entre un arte “auténtico”, “puro”, y un arte contaminado o híbrido) se tiñe también de esos preconceptos y suposiciones. Y aquí es donde sobreviene la verdadera discusión. 

 

En mi primer año de universidad, en Humanidades, practiqué un análisis de El otoño del Patriarca, la novela más pretenciosa y experimental de García Márquez, cuya polifonía me causó no pocos dolores de cabeza. Aún no había leído Cien años de soledad por lo que me arriesgué a hacerlo. Mi primera sacudida, además de una extraña fascinación, consistió en que, de alguna manera, algunas de esas historias ya me las sabía, al menos alguien me las había contado pero de diferente manera y con diversos personajes. A medida que avanzaba en la lectura, repasaba los cuentos de aparecidos y de sustos que mi madre nos contaba en mi lejana infancia sancarleña, y recordé entonces a los campesinos que se reunían por la tarde en la pulpería-cantina de mi padre a contar historias de esa estirpe, como la mata de yuca que sembró uno de ellos (En Marsella de Venecia de San Carlos) y creció tanto que, tratando de seguir una de sus raíces, cavó un túnel que fue a desembocar en pleno centro de Ciudad Quesada. Don Erlindo Arias era uno de esos copleros y contadores de “yucas” (exageraciones) conocidas en Guanacaste como “tallas”, especialista en un realismo popular tan desmesurado como el que exhibía García Márquez. 

Asimilando un poco más la novelística garciamarquiana, caigo en la cuenta de que, al menos Cien años de Soledad, no es más que la estilización de aquéllas “yucas” y cuentos de aparecidos escuchados con embeleso y terror en mi infancia, hilvanadas por la maestría de un gran narrador. El mismo Gabo lo ha reconocido al confesar que la novela no es más que la recreación de las historias que le contaban sus abuelos allá en Aracataca, su pueblo natal. La fábula se asienta sobre  la rica y plural tradición oral de nuestras culturas populares, en su caso la de la costa caribe colombiana, región donde convergen variadas formaciones culturales y lingüísticas. Y esa es su verdadera riqueza. 

Contrario a la narrativa fantástica, metafísica, de “pantalla chica” o experimental, la cual debe acudir básicamente a la capacidad intelectual y a la pericia imaginativa del autor, o a una mitología reconocible por el lector, el realismo garciamarquiano bebe en las fuentes inagotables de las culturas populares, imbricándolas con la Historia que a veces irrumpe violentamente desde el exterior destrozando el mito, caso del establecimiento de la compañía bananera en Macondo. Allí estriba la magia de una novela como Cien años de soledad: esas cosas extrañas que se nos narran no son exactamente la fantasía: el autor les impide ser fantásticas al tratarlas como si fueran cosas comunes y corrientes. Pareciera que estamos frente a frente con el narrador pues la novela tiene un alto grado de espontaneidad y su estilo es directo y conciso, justo como en la tradición oral. Todo ello con un certero humor y sin mayor pretensión que enganchar al lector para que se involucre en las acciones del mundo narrado. 

García Márquez parte de la realidad sociocultural de su entorno para construir una metáfora latinoamericana que, a fuerza de verosimilitud escritural y de un origen que se hunde en las raíces de la cultura humana, adquiere significado universal. Cien años de soledad está en la preconciencia del pueblo latinoamericano y de la raza humana, porque se nutre de la oralidad popular y se apropia de matrices que trascienden fronteras y significados, debido a una enjundia narrativa reconocible en cualquier sitio. Así, son muchas la personas (como en el caso de La Biblia - que según García Márquez es la mejor novela que se ha escrito-, Las mil y una noches, La Iliada, El Quijote o el Ulises de James Joyce, para mencionar algunas cumbres de la literatura universal), que pueden hablar largamente sobre la novela sin nunca haberla leído. El argumento o fábula, más allá de su riqueza narrativa, la trascienden convirtiéndola en historia colectiva, en símbolo abierto al imaginario popular de todo un continente y de la humanidad.  

Aquéllos que vaticinan corta vida a esta novela emblemática de la literatura hispanoamericana del siglo XX no han reparado en su poder mágico trascendente: procede y acarrea materiales populares altamente sensitivos que se intercalan y entrecruzan con las formaciones socioculturales y lingüísticas más significativas del planeta. Por supuesto, siempre habrá lugar para la edición lúdica y fantástica de un Cortázar, la precisión imaginativa de un Rulfo, la fuerza onírica de un Onetti, la épica maravillosa de un Carpentier, la dicción profunda y magistral de un Roa Bastos, la profundidad intelectual y metafísica de un Borges o el barroco estilizado de un Lezama Lima, para no ir más lejos. Pero no hay duda de que García Márquez perdurará como narrador más allá de sus propios libros, porque ya se ha instalado en el corazón del imaginario latinoamericano y de la narrativa universal. 

La polémica, ficticia o auténtica, continuará por otros medios, con otros matices e interlocutores. Nuestra narrativa irá enriqueciéndose con nuevos aportes y nombres porque el mundo de la literatura es plural, ancho y ajeno. Pero la cosmovisión latinoamericana ya no podrá desterrar ese libro mítico escrito por un costeño nacido en Aracataca.

Adriano Corrales Arias
hachaencendida@gmail.com

[1] Escritor.

San José de Costa Rica
 

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