Literatura de élite versus literatura popular |
Muchos
años después, frente al pelotón de investigadores y periodistas, el
escritor Gabriel García Márquez había de recordar aquella noche remota
en que Franz Kafka lo llevó a conocer el hielo. El mundo era tan
reciente, que muchas cosas carecían de nombre, por eso Alvaro Mutis, a
sabiendas de ello, le presentó de golpe al otro personaje que habría de
ayudarle a reescribir la historia: Juan Rulfo. Y así, con Pedro Páramo
desplegado y a cuestas, despejó el panorama hasta lograr referirnos la
increíble y triste historia de Macondo, produciendo ese fenómeno
conocido como Cien años de Soledad.
Sin
embargo, y según ciertas leyendas urbanas, pareciera que algunos
escritores, como Jorge Luis Borges y sus adláteres, consideran la novela
de Gabo como una simple recopilación del folclore colombiano, específicamente
caribeño, por extensión latinoamericano. Dicho de otra manera, para
algunos estudiosos, escritores e intelectuales, la novela no alcanza la
calidad ni el rigor de una verdadera obra literaria, incluso muchos
pronostican que dentro de 50 años nadie recordará al autor y sí al
mismo Borges y a Rulfo, para colocar dos ejemplos de una larga lista. La
polémica abarca más y se extiende desde los años cincuenta del siglo
pasado. Ciertamente el Realismo mágico, o lo Real
maravilloso, está agotado. Su ciclo, que produjo obras rotundas como Hombres
de maíz o El señor presidente de Miguel Ángel Asturias; Ecue-Yambe-O, Los pasos
perdidos, El reino de este mundo
y El
siglo de las luces de Alejo Carpentier; Las
lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri; o casi toda la obra garcíamarquiana,
se ha cerrado dando paso a un abanico de posibilidades narrativas que se
abre hasta lo que algunos denominan luxaciones
posmodernistas, muy cercanas al collage,
el happening, el vídeo, el zapping,
el pastiche y el panfleto. Pero
¿qué es el Realismo Mágico, o lo Real
Maravilloso? Alejo Carpentier, desde el Surrealismo, y en contraposición
con el mismo, definió al segundo como la creación de un mito
americanista y barroco; García Márquez, desde su
colombolatinoamericanidad, delimitó al primero como un “realismo
desmesurado” donde el mito es destruido por la historia. Más allá, o más
acá, de ambas definiciones, la academia hispanoamericana, especialmente
la española, intentó definirlos desde ambas perspectivas, pero siempre
con la incómoda postura de quien sabe que llegó tarde al convite. La
confusión teórica-metodológica, o propiamente estética, procede de la
asimilación del Realismo Mágico, o lo Real
Maravilloso, con la Nueva Novela
Latinoamericana (el boom de los sesenta/setenta), y del sospechoso
concepto sobre lo desmesurado y fantástico de la realidad (identidad)
americana frente a lo europeo. Así, se quiso embutir en un solo saco a
novelistas que comparten franjas temáticas y hasta de estilo en algunos
momentos, pero que son diametralmente opuestos en el abordaje estético,
caso de Juan Rulfo, Augusto Roa Bastos, Juan Carlos Onetti, Carlos
Fuentes, Mario Vargas Llosa, José Donoso, Jorge Amado, Ernesto Sábato y
Julio Cortázar, para mencionar a los relevantes del boom. Como se sabe,
la “nueva novela” latinoamericana transitó, y transita, por diversas
autopistas ideo estéticas y no solamente por el Realismo
Mágico o lo Real Maravilloso,
como aún suponen algunos lectores y críticos europeos. Piénsese en
precursores como Rafael Arévalo Martínez en Guatemala, Roberto Arlt,
Filisberto Hernández o el mismo Borges en el Río de la Plata, para no
mencionar a Cabrera Infante, Lezama Lima y Severo
Sarduy en Cuba, entre muchos otros. Esa
confusión es lo que, probablemente, gestó la flema borgiana, aunada a la
vieja pugna entre cultura de élite (lo conocido recurrentemente como
“culto”) y las culturas populares. La opción borgiana por la metafísica,
la circularidad del tiempo y el mito del eterno retorno, así como la célebre
polémica de su grupo de Florida contra el de Boedo, lo previnieron ante
una literatura que se enriquecía de las culturas populares y de sus
mitos, aunque en algunos de sus cuentos y poemas las aprovechara. Agreguémosle
a ello la no disimulada percepción, en algunos círculos, de que Gabo no
es un “intelectual”, sino un escritor-reportero, por tanto un
personaje de “medio pelo”, a pesar de su apabullante éxito editorial
y de su Premio Nóbel. O, a lo mejor, el mismo éxito le granjeó esa
predisposición de intelectuales y escritores tipo Borges. Es decir, la
siempre antigua y renovada polémica entre lo culto y lo popular (o entre
un arte “auténtico”, “puro”, y un arte contaminado o híbrido) se
tiñe también de esos preconceptos y suposiciones. Y aquí es donde
sobreviene la verdadera discusión. En
mi primer año de universidad, en Humanidades, practiqué un análisis de El
otoño del Patriarca, la novela más pretenciosa y experimental de
García Márquez, cuya polifonía me causó no pocos dolores de cabeza. Aún
no había leído Cien años de
soledad por lo que me arriesgué a hacerlo. Mi primera sacudida, además
de una extraña fascinación, consistió en que, de alguna manera, algunas
de esas historias ya me las sabía, al menos alguien me las había contado
pero de diferente manera y con diversos personajes. A medida que avanzaba
en la lectura, repasaba los cuentos de aparecidos y de sustos que mi madre
nos contaba en mi lejana infancia sancarleña, y recordé entonces a los
campesinos que se reunían por la tarde en la pulpería-cantina de mi
padre a contar historias de esa estirpe, como la mata de yuca que sembró
uno de ellos (En Marsella de Venecia de San Carlos) y creció tanto que,
tratando de seguir una de sus raíces, cavó un túnel que fue a
desembocar en pleno centro de Ciudad Quesada. Don Erlindo Arias era uno de
esos copleros y contadores de “yucas” (exageraciones) conocidas en
Guanacaste como “tallas”, especialista en un realismo popular tan
desmesurado como el que exhibía García Márquez. Asimilando
un poco más la novelística garciamarquiana, caigo en la cuenta de que,
al menos Cien años de Soledad,
no es más que la estilización de aquéllas “yucas” y cuentos de
aparecidos escuchados con embeleso y terror en mi infancia, hilvanadas por
la maestría de un gran narrador. El mismo Gabo lo ha reconocido al
confesar que la novela no es más que la recreación de las historias que
le contaban sus abuelos allá en Aracataca, su pueblo natal. La fábula se
asienta sobre la rica y
plural tradición oral de nuestras culturas populares, en su caso la de la
costa caribe colombiana, región donde convergen variadas formaciones
culturales y lingüísticas. Y esa es su verdadera riqueza. Contrario
a la narrativa fantástica, metafísica, de “pantalla chica” o
experimental, la cual debe acudir básicamente a la capacidad intelectual
y a la pericia imaginativa del autor, o a una mitología reconocible por
el lector, el realismo garciamarquiano bebe en las fuentes inagotables de
las culturas populares, imbricándolas con la Historia que a veces irrumpe
violentamente desde el exterior destrozando el mito, caso del
establecimiento de la compañía bananera en Macondo. Allí estriba la
magia de una novela como Cien años
de soledad: esas cosas extrañas que se nos narran no son exactamente
la fantasía: el autor les impide ser fantásticas al tratarlas como si
fueran cosas comunes y corrientes. Pareciera que estamos frente a frente
con el narrador pues la novela tiene un alto grado de espontaneidad y su
estilo es directo y conciso, justo como en la tradición oral. Todo ello
con un certero humor y sin mayor pretensión que enganchar al lector para
que se involucre en las acciones del mundo narrado. García
Márquez parte de la realidad sociocultural de su entorno para construir
una metáfora latinoamericana que, a fuerza de verosimilitud escritural y
de un origen que se hunde en las raíces de la cultura humana, adquiere
significado universal. Cien años de soledad está en la preconciencia del pueblo
latinoamericano y de la raza humana, porque se nutre de la oralidad
popular y se apropia de matrices que trascienden fronteras y significados,
debido a una enjundia narrativa reconocible en cualquier sitio. Así, son
muchas la personas (como en el caso de La
Biblia - que según García Márquez es la mejor novela que se ha
escrito-, Las mil y una noches, La
Iliada, El Quijote o el Ulises
de James Joyce, para mencionar algunas cumbres de la literatura
universal), que pueden hablar largamente sobre la novela sin nunca haberla
leído. El argumento o fábula, más allá de su riqueza narrativa, la
trascienden convirtiéndola en historia colectiva, en símbolo abierto al
imaginario popular de todo un continente y de la humanidad. Aquellos
que vaticinan corta vida a esta novela emblemática de la literatura
hispanoamericana del siglo XX. no han reparado en su poder mágico
trascendente: procede y acarrea materiales populares altamente sensitivos
que se intercalan y entrecruzan con las formaciones socioculturales y lingüísticas
más significativas del planeta. Por supuesto, siempre habrá lugar para
la edición lúdica y fantástica de un Cortázar, la precisión
imaginativa de un Rulfo, la fuerza onírica de un Onetti, la épica
maravillosa de un Carpentier, la dicción profunda y magistral de un Roa
Bastos, la profundidad intelectual y metafísica de un Borges o el barroco
estilizado de un Lezama Lima, para no ir más lejos. Pero no hay duda de
que García Márquez perdurará como narrador más allá de sus propios
libros, porque ya se ha instalado en el corazón del imaginario
latinoamericano y de la narrativa universal. La polémica, ficticia o auténtica, continuará por otros medios, con otros matices e interlocutores. Nuestra narrativa irá enriqueciéndose con nuevos aportes y nombres porque el mundo de la literatura es plural, ancho y ajeno. Pero la cosmovisión latinoamericana ya no podrá desterrar ese libro mítico escrito por un costeño nacido en Aracataca. |
Adriano Corrales Arias
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