La música en la obra de Rubén Darío |
Resumen: A
partir de la Hermenéutica de H.G. Gadamer y de las iluminaciones teóricas
del poeta y ensayista Octavio Paz, el autor propone una lectura musical de
la obra dariana, atendiendo a las complejas relaciones entre palabra y
sonido, es decir, a los trasiegos entre poesía y música. Dicho de otra
manera, se trata de insistir en los nexos sinestésicos de la obra
dariana, especialmente referidos a su musicalidad interna, como un
homenaje a tan insigne creador. “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo”Rubén Darío. Introducción: Hans-George Gadamer (Gadamer, 1998) ya ha apuntado la diferencia, y, no obstante, la paradójica cercana relación, entre literatura (poesía) y notación musical: quien lee música, |
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hace música; quien lee un texto lo “escucha” internamente, es decir lo recrea. Sin embargo la lectura de un texto notacional no es igual a la de un texto lingüístico. En la música hay un intermediario: el intérprete. En la lectura de un texto no hay mediador, el lector rehace su lectura individualmente.
Pero en el lenguaje
poético hay música, pues por su esencia la poesía posee ritmo y sonido.
Es el sonido que se mantiene firme y le da coherencia interna a la
construcción poética, pues une los elementos del discurso en un todo. La
palabra en este caso encierra todas las posibilidades del sonido y hace
las veces de las notas musicales, en tanto se distribuyan creativamente,
estableciendo correspondencias sonoras entre sí. La sintaxis de la poesía
consiste en “estar” en la palabra. Gadamer,
en el libro mencionado, se pregunta: “¿Qué ocurre con la música,
con el lenguaje de los sonidos? ¿Y qué ocurre con la música del
lenguaje?” La respuesta es que ambos pueden ser cantos y de hecho se
les llama así: canciones; es la conjunción de palabra y música. Pero ¿cuando
solamente es la música, o el lenguaje de los sonidos? En profundidad, en
la conjunción de palabra y sonido, en el canto, se nota que ese juego de
mundos diversos obedece a un “fondo común”. “Este fondo
oculto se pone de relieve claramente en algunas manifestaciones de la música
occidental, como en el canto gregoriano y en su interpretación en la
polifonía flamenca o en el estilo lingüístico de la música de Heinrich
Schutz” (op. Cit. 153). Sin embargo, en conjunto pareciera que la
palabra, especialmente poética, se resiste ante la fusión con la música.
Hay una melodía lingüística de la poesía, una música interna, que de
alguna manera difiere de la música que la acompañe. Entonces
la pregunta sería acerca del lenguaje de los sonidos como un “lenguaje
real”, igual al lenguaje del arte poético. ¿Acaso cuando se hace
una audición de música habrá también ese juego que nos permite
escuchar su “música interna”? Parece ser que estaría sucediendo lo
mismo con la música cuando se hace, y cuando alguien la lee con comprensión;
igual en términos de dejar
que un texto hable, al poderlo hacer, eso que convenimos en llamar
interpretación. “El verdadero objetivo de la comprensión no se
presenta en la inter-locución de los intérpretes, cuyos comentarios
llenan gruesos volúmenes, sino en que llegue a hablar la obra que tenemos
a la vista. Ningún intérprete, sea de la clase que sea, debería dejar
de existir de otro modo que desapareciendo en este objetivo; no debería
querer otra cosa” (p. 154). Lo
anterior se “lleva a cabo” (Vollzug) como un transcurso en el
tiempo, aunque todo transcurso deja tras de sí el tiempo transcurrido y
deja vacío el emplazamiento que se acaba de atravesar a toda prisa. Pero
el interpretar, que es comprender, no deja nada vacío, ni tras de sí ni
ante sí. Quien comprende sabe esperar y espera, como el buen actor que
“dice” su texto no de memoria, sino siempre a tiempo, como si
estuviese “hablando”. La dialéctica del tiempo que transcurre
ciertamente se consume y lo rige todo. Pero cuando alguien comprende algo
queda detenido en su discurrir, en la vida, que no termina en una duración
permanente. Es como un abandonarse en el tiempo. “La música que
‘hacemos’ interiormente y la música que existe realmente no es otra
cosa que ese quedar detenido en el mismo llevar a cabo” (p.155). En
la música, esto ocurre como pura prolongación, y lo que queda detenido
es precisamente esa prolongación, ese “juego” musical. En
este trabajo, trataremos de comprender cómo la música, el elemento quizá
más significativo en la obra literaria de Rubén Darío, y del Modernismo
en general, se fija en su poesía y ha quedado “detenida” en ese
transcurrir intenso que es la palabra poética. La
revolución de la palabra: Ya
los críticos y estudiosos han señalado la revolución modernista en
tanto reforma verbal de nuestro idioma. El modernismo, aunque no fue un
movimiento ideológico en la forma que acuñaron las vanguardias y en términos
de su visión de mundo y de sus propuestas, como lo señala Octavio Paz,
fue una sintaxis, una prosodia, un vocabulario: una estética. El
castellano fue enriquecido por el acarreo de los poetas modernistas de
nuevos giros procedentes del francés y del inglés, pero también de la
tradición grecorromana, germana y gallego-portuguesa, yendo hasta la
profunda y olvidada tradición hispánica, incluso abusando de arcaísmos
y neologismos; pero fueron los primeros en emplear el lenguaje de la
conversación en la poesía. A su vez en la poesía modernista aparecen un
sin fin de americanismos e indigenismos, el cosmopolitismo de este
movimiento no excluía las formas lingüísticas americanas. En
síntesis, se puede decir que flexibilizaron el verso español, y la
literatura hispanoamericana en general, además que familiarizaron la poesía
con el público sin caer en la vulgaridad. Su aporte se hará sentir hasta
nuestros días, pues no hay duda que a partir de ellos se abrieron las dos
tendencias más importantes de la poesía contemporánea: el amor por la
imagen insólita y el prosaísmo (“exteriorismo”, “coloquialismo”)
poético. La
revolución verbal del modernismo afectó sobre todo a la prosodia, pues
ciertamente el prodigio de su exploración estriba en las posibilidades rítmicas
de nuestra lengua. El interés de los poetas modernistas por los problemas
métricos fue teórico y practico. Manuel Gonzáles Prada descubría que
los metros castellanos, cualquiera que sea su extensión, están formados
por elementos binarios, ternarios y cuaternarios, ascendentes o
descendentes. Ricardo James Freyre señalaba que se trata de periodos prosódicos
no mayores de nueve sílabas. Para ambos poetas el golpe del acento tónico
es el elemento esencial del verso. Ya Andrés Bello había dicho en 1935,
contra la opinión predominante en España, que cada unidad métrica está
compuesta por cláusulas prosódicas, semejantes a los pies de griegos y
romanos, sólo que determinados por el acento y no por la cantidad silábica. El
modernismo reanuda entonces la tradición de la versificación irregular,
antigua como el idioma mismo, según lo demostrara Pedro Henríquez Ureña.
Pero al contrario de otros movimientos, como los de la vanguardia, las
conclusiones teóricas no fueron el origen de la reforma métrica
modernista, sino la consecuencia natural de su actividad poética.
Por esa razón la novedad del modernismo consistió en la invención o
redescubrimiento de metros, su originalidad se erige sobre la resurrección
del ritmo acentual: la resurrección del endecasílabo anapéstico y el
provenzal, la ruptura de la división rígida de los hemistiquios del
alejandrino gracias al “encabalgamiento”, la boga del eneasílabo y el
dodecasílabo, los cambios de acentuación, la invención de versos largos
(hasta de veinte y más sílabas), la mezcla de medidas distintas pero con
una misma base silábica (ternaria o cuaternaria), los versos amétricos,
la vuelta a las formas tradicionales como el cosante. En fin, podríamos
decir que la riqueza del ritmo modernista es única en nuestra historia
literaria, y su reforma preparó la llegada del verso libre y del poema en
prosa, o prosema como lo conocemos hoy día. El
ritmo como llave del universo: La
revolución modernista no es más que la profundización de una exploración
que habían iniciado ya los románticos y los simbolistas: el ritmo como
fuente de la creación poética y como llave del universo. En ese sentido
podríamos decir que el modernismo es al español lo que los simbolistas
al francés: reacción contra la vaguedad y el facilismo en que derivaron
los románticos, y la búsqueda de un universo de correspondencias regido
por el ritmo, porque todo está cifrado, todo rima. La naturaleza, al
igual que el lenguaje, se dice a sí misma en cada cambio; por eso ser
poeta no es ser dueño de la expresión sino agente de la transmisión
(intérprete, o traductor, diría Gadamer) del ritmo, acá la imaginación
más alta es la analogía: “tout est sensible”. Esta
manera de ver, oír y sentir el mundo se va a expresar en términos psicológicos
a través de la sinestesia: una exasperación de los nervios, una alteración
de la psiquis; pero es la vez una experiencia en la que participa el ser
entero y por lo tanto se afirma el mundo como realidad poética. Como lo
dirá perfectamente sintonizado Rubén Darío: “Ama tu ritmo y ritma
tus acciones...” (Prosas profanas). A través del ritmo se
busca, ya no la salvación cristiana o religiosa, sino la reconciliación
entre el hombre y el cosmos. Así el modernismo se inicia como una estética
del ritmo y desemboca en una visión rítmica del universo. Por eso para
Octavio Paz, hay en el modernismo un doble descubrimiento: “... fue
la primera aparición de la sensibilidad americana en el ámbito de la
literatura hispánica; e hizo del verso español el punto de confluencia
entre el fondo ancestral del hombre americano y la poesía europea.”
(Paz, 1991). Rubén
Darío: un nuevo lenguaje de músico mayor: Ya
lo sabemos: Darío fue el centro del modernismo, su mayor “teórico”,
su gran promotor y su mejor exponente; pero también fue su propio
espectador y su gran crítico: con él principia y con él acaba. Pero no
hay duda que todo eso debemos rastrearlo y percibirlo en su propia poesía,
en su torrente de ritmos, estrofas animadas, imágenes musicales. Ya
en Azul (Valparaíso, 1888; Guatemala, 1890), su primer libro y el
iniciador del modernismo, se anuncia el cortejo orquestal de la música
dariana. Acá se percibe la idea de que las cosas tienen un alma, como en
las religiones y visiones mágicas del neolítico. En el poema Venus,
por ejemplo, encontramos la sinuosidad y la fluidez como el agua que busca
su “profunda extensión”. Es un poema negro y blanco, espacio
nocturno en cuyo centro de abre la gran flor sexual: “como incrustado
en ébano un dorado y divino jazmín”. Es música interna, casi como
un Nocturno, creación cercana acaso a la Sonata, pero en la quietud y
misterio de la noche que no es alta sino honda donde “Venus, desde el
abismo, me miraba con triste mirar”. Prosas
Profanas (Buenos Aires, 1896; París, 1901), va a ser su segundo libro
y la continuidad luminosa de su música. El título, que es ya de por sí
una desacralización (mezcla deliberada entre lo litúrgico y el placer
humano), es realmente provocador para la época, pues llama prosas
(profanas) –remitiéndose a los himnos que se cantan en las misas
solemnes después del evangelio - a una colección de poemas eróticos.
En el prólogo, de suyo escandaloso por la ambigüedad conceptual y
por su retórica rupturista, sobre todo en lo que atañe a la libertad del
arte y su gratuidad, recoge ya ese ideario musical que Rubén preconiza
con su misma poesía: “cada palabra tiene un alma, hay en cada verso,
además de la armonía verbal, una melodía ideal. La música es sólo de
la idea, muchas veces”. Antes
había dicho que las cosas tienen un alma, ahora que las palabras también
la tienen. El lenguaje, igual que la naturaleza y el cosmos, es un mundo
animado, una especie de música verbal, o de las almas, como decía
Mallarmé refiriéndose a la Idea, antigua como el hombre, de que
el universo es sagrado y su orden es el de la música y la danza, porque
las cosas poseen un alma; se agrega ahora el de las palabras con alma,
entonces el orden del lenguaje es el orden del universo: la danza, la
armonía (Ama tu ritmo...). El lenguaje es el doble mágico del
universo. Por la poesía el lenguaje recupera su ser original, vuelve a
ser música, que no quiere decir música ideal (de las ideas) sino que las
ideas, realidades de realidades como en Platón,
en esencia son música. Así se armoniza el mundo: todo posee un
alma y su propia armonía, o su correspondiente forma rítmica. Sin
embargo el lenguaje, aunque sea sagrado por participar en la animación
armónica del universo, al igual que el hombre es también contingente,
por lo tanto discordante. Porque hay una distancia entre el ser y la cosa
nombrada, en esa distancia el significado es consecuencia de la separación
entre el mundo y el hombre, o si se quiere el lenguaje es expresión de la
conciencia de sí, que es conciencia de la caída. La significación hace
que el poema se torne prosa: descripción e interpretación del mundo. Y
aunque Darío no formuló lo anterior tan claramente como lo podemos
interpretar de la mano de Gadamer, como lo subraya Octavio Paz, “toda
su poesía y su actitud vital revelan los dos extremos de la palabra: la música
y el significado. Por lo primero, el poeta es ‘de la raza que vida
con los números pitagóricos crea’; por lo segundo, es ‘la
conciencia de nuestro humano cieno’”. (Op cit. 1991). En
Prosas profanas la unidad del libro se la da el acento, no su
contenido o su espiritualidad, o el tema único como en Les fleurs du
mal, o de Leaves of grass. Esa unidad de acento es un
prodigioso repertorio de ritmos, formas, sensaciones, colores, como
expresando la metamorfosis de una sensibilidad. La música se hace
presente desde el primer poema: “... e iban frases vagas y tenues
suspiros / entre los sollozos de los violoncelos”; “Sobre la
terraza, junto a los ramajes, / diríase un trémolo de lirias eolias...”;
“La orquesta perlaba sus mágicas notas; / un coro de sones alados se
oía; galantes pavanas, fugaces gavotas / cantaban los dulces violines de
Hungría.” Las innovaciones métricas y verbales impresionaron a
casi todos los poetas de la época, tanto que más tarde los epígonos se
degradaron y lograron que esa música nos pareciera empalagosa. Por lo demás,
como ya lo señalamos, hay un erotismo vigoroso, una melancolía viril, un
espasmo ante el latir y vibrar del mundo. Es poesía del placer pero sin
evitar la pena y el dolor. La mujer con todas su formas y erotismo
pasional es el personaje que fascina al poeta en este libro: se “vuelve
gata que se encorva” y al desatar sus trenzas asoman bajo su camisa
“dos cisnes de negros cuellos”. Ese erotismo en el “Coloquio
de los centauros” se convierte en reflexión sobre su poética: “toda
forma es un gesto, una cifra, un enigma”. Es música de este mundo y
de otros mundos, seguramente por ello extraña (hoy probablemente añeja,
artificiosa y amanerada), pero a la vez familiar: “luz negra que es más
luz que la luz blanca” (Alaba los ojos negros de Julia). Esa
música se expresa ya en alguno de los títulos de los poemas: Sonatina,
Canción de carnaval, Ama tu ritmo, Yo persigo una forma...,
etc. Precisamente en este último poema, el cual cierra el libro, siendo
quizás uno de los poemas mejor logrados de la obra dariana, se encierra
toda la poética romántica y simbolista con sus ansias de infinito y de
belleza absoluta, que solo puede ser sugerida. Más ritmo que cuerpo, esa
forma que persigue es femenina: es la naturaleza, por tanto la mujer. Después
de este libro Darío publica Cantos de vida y esperanza (Madrid,
1905) al cual se considera, casi por unanimidad, su mejor libro. En este
poemario no hay ruptura con el anterior, aparecen nuevos temas
ciertamente, como el antiimperialismo, es decir poesía de inspiración
política e histórica (Salutación del optimista, A Roosevelt,
etc.), pero la expresión es continua, solamente que más rigurosa y
sobria. Las innovaciones rítmicas son más libres y osadas aún. Es este
el Darío del lenguaje en perpetuo movimiento donde la sorpresa, la
soltura y la fluidez siempre nos sorprenderán. Aparece además la
comunicación perfecta entre el lenguaje escrito y el hablado como en la Epístola
a la señora de Lugones, que se publicará más tarde en El canto
errante (Madrid, 1907). La
dualidad que se expresaba en Prosas profanas, la forma que perseguía
y no encontraba su estilo, se nos aparece ya desde el primer poema (Yo
soy aquel que ayer no mas decía) de este nuevo libro como una confesión
y una declaración de que esa dualidad es una escisión del alma. Las imágenes
brotan entonces desde la intuición dariana del cosmos: el sol y el mar
rigen el movimiento de su imaginación, siempre aparece un espacio aéreo
o acuático. Según Octavio Paz, (op.cit.
p. 31), el primero es el mundo incorruptible de la música, las ideas, los
números: el segundo el de las pasiones, el corazón, la mujer, el vino.
Son también los principios masculino y femenino. Para obtener la armonía
entre estos dos espacios, la poesía es el puente, el arte tiende ese
puente entre ambos universos: las hojas y ramas del bosque se convierten
en instrumentos musicales. Así la poesía es reconciliación, inmersión
en la armonía del gran Todo, y al mismo tiempo purificación (“el
alma que entre allí debe ir desnuda”). En
términos musicales se hace evidente de nuevo la música con todos sus
instrumentos y sus notaciones en poemas tan explícitos como la Marcha
triunfal, Canción de otoño en primavera, etc. Colofón: Podríamos
concluir diciendo que la poesía de Darío, su propuesta estética,
ciertamente es una música de la palabra que ha quedado fijada en el
devenir de la poesía hispanoamericana como un hito insoslayable de
nuestra creación literaria. Pero igual debemos decir, a partir de las
iluminaciones de Octavio Paz, que la propuesta, más bien la ruptura y el
aporte presentes en la obra dariana, posee un carácter de conocimiento práctico
y mágico, es una suerte de Orfismo, pero que no excluye a Cristo (como
nostalgia, no como presencia) ni a ninguna experiencia vital y espiritual
del hombre. Constantino Láscaris, el recordado filósofo costarricense,
decía que Darío era pagano en su vida y “cristiano”, o religioso,
por el temor a la muerte. Nada más certero. En cualquier caso su poesía,
ejemplo perdurable de creación titánica y armonía constante, aspira a
la transfiguración, la
reconciliación y a una totalidad cósmica. Bibliografía: Anderson
Imbert, Enrique. Rubén Darío Poeta. Fondo de Cultura Económica,
México 1952. Gadamer,
Hans-George. Arte y
verdad de la palabra. Paidós, Barcelona, 1ra. Edición 1998. Paz,
Octavio. “El caracol y la sirena”, Cuadrivio. Seix
Barral, Barcelona, 1991. Poesía.
Revista ilustrada de información poética, números 34/35. Número
monográfico dedicado a Rubén Darío. Ministerio de Cultura, Madrid,
1991. Rama,
Ángel. Rubén Darío, Poesía. Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1977. Tunnermann Bernheim, Carlos. “La Paideia en Rubén Darío; una aproximación”, “Rubén Darío y la ‘generación del 98’”, en Valores de la cultura nicaragüense. Ediciones del Centro Nicaragüense de Escritores, Managua, 2000. |
Adriano Corrales Arias
Editado por el editor de Letras Uruguay
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