De ceniza y memoria
Poesía reunida de Armando Rodríguez B.

(Ediciones Andrómeda, 2008)
Adriano Corrales Arias

La ceniza es lo que permanece en la memoria. O la memoria, paulatinamente, se convierte en cenizas presagiando el olvido. Porque lo fugaz se conjuga con la fragilidad de nuestras vidas que son los ríos que van a dar en la mar… Pero nos queda la palabra. Ella nos redime, o nos condena. He allí el valor intrínseco de la labor poética y de su potencia iluminadora.

Por eso el acto de reunir la poesía publicada no debe mirarse solamente como un esfuerzo propio, sino como una especie de legado a las futuras generaciones, el cual precisa de la voluntad crítica y del ponderado criterio estético de cualquier poeta. Dicho legado nos permite estudiar y analizar la obra de ese poeta con mayor detenimiento y concisión

En el caso de Armando Rodríguez Ballesteros la selección que nos presenta es un salto vital entre dos aguas, entre dos mundos, y en cuatro momentos claves. Dos aguas y dos mundos porque su producción y actividad poética se extiende y cabalga desde y entre su natal y querida Colombia, hasta su hospitalaria y huraña Costa Rica. Desde el Festival Internacional de Poesía de Bogotá y el grupo de poetas que lo hacen posible, hasta las Lunadas Poéticas en barrio Escalante, San José, espacio diseñado por Armando y que congregara, en su momento, a casi todas las generaciones poéticas vivas del país. El fruto de esa extraordinaria labor se encuentra en las dos compilaciones del mismo nombre editadas también por Ediciones Andrómeda.

Y en cuatro momentos claves porque es una recopilación de sus últimos cuatro libros en el siguiente orden: Ojos de ritual, Pasos de gato, Presagios y migraciones  y Lubros. En el primer libro asistimos a una articulación de la “realidad” con la historia personal del poeta a través de un lenguaje carente de afeites pero cargado de humor negro y de una ironía que lastima. En el segundo la relectura poética se realiza a partir del exilio al que ha sido forzado el poeta, conjugado con la ausencia y el desamor, de allí la nostalgia, la rasgadura existencial, el desarraigo y la exasperación con su contexto en un tono casi iracundo.

En el tercer libro se nos entrega la visión de la ciudad sin tapujos: es el viaje nocturno del transeúnte por la Bogotá de sus  vivencias y sueños en cuyo espacio sociocultural coexisten la violencia con puñales y ángeles lúbricos a través de la cotidianeidad y el mito. El cuarto es la celebración del amor y sus ramificaciones eróticas como contraparte de un país que se desangra por su histórica, y a veces incomprensible, violencia estructural.

Cuatro grandes momentos en la obra de un poeta inquieto que no se ha dejado sobornar por los oropeles ni la fanfarria. Cuatro momentos en la síntesis de un trabajo donde se fusionan dialógicamente vida y muerte, amor y desamor, pasión y desencanto, llegada y huída. Todo ello con una vigilancia reflexiva sobre el acontecer poético y con un rigor formal intenso cuyo sustrato es la responsabilidad del poeta. Responsabilidad que arranca desde su condición de ciudadano comprometido con la vida, pasando por la práctica de la palabra solidaria hasta el abrazo compartido. Es decir, sin dejarle aberturas a la improvisación, al facilismo y a la barahúnda posmoderna.

Porque si algo hay que resaltar en esta antología personal de Armando Rodríguez es su profunda honestidad con el quehacer poético, el cual se refleja no solamente en la sobriedad de sus páginas, producto del buen trato con el lenguaje, sino, como ya lo anotamos, en su intensa actividad como gestor de la palabra, tanto en su Colombia natal como en su Costa Rica adoptiva. Vida y obra se funden en un armónico libro donde continente y contenido son eso mismo, es decir, el enlace orgánico de un producto con su productor.

Hay que resaltar en esta edición el impecable aporte gráfico de uno de nuestros artistas visuales más contundentes. Me refiero a Marco Chía, cuyas ilustraciones partieron de la materialidad orgánica y ritual para luego ser capturadas por la fotografía cual si de un poema matérico se tratase. Quiero decir que la gráfica de Chía es verdadera poesía y que la poesía de Armando Rodríguez está, de muchas maneras, contenida en las fotografías de Chía, quien realiza una síntesis entre la fragilidad de la memoria, el rito, la imagen y la palabra.

Poesía directa y desnuda pero no exenta del colorido de la imagen y de la eficacia lúdica, con ese toque de humor necesario para hacernos sentir en casa. Es decir, poesía para ser compartida, no declamada. Para repartirse en plazas, no en salones triviales. Para dialogar con ella en tanto lírica de todos y para todos. Acá, como en casi toda la buena poesía, el poeta sencillamente es el tenaz traductor de la vida a través de sus palabras compartidas. Por supuesto, en ese áspero acto de traducción también se la va la vida.

Debo agradecer a Armando Rodríguez Ballesteros por permitirme, una vez más, la oportunidad de conversar con sus criaturas de memoria y ceniza. Pero además, por compartir afablemente su trabajo, el cual, sin duda, ha enriquecido y enriquecerá la plural producción poética de nuestro país. Y a Ediciones Andrómeda por tan notable esfuerzo de comunicación alternativa, el cual continúa su tradicional línea de enlace entre gráfica y poesía.

Adriano Corrales Arias

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