Cómo concibo un taller literario

(Balance de una experiencia)

Adriano Corrales Arias

Siempre fui reacio a los talleres literarios. De hecho nunca participé de ninguno. Cuando lo intenté salí aterrorizado. Fue a inicios de los años 80, cuando, invitado por el poeta Rodolfo “Popo” Dada, asistí por primera y última vez al Taller de los Lunes, que entonces operaba en el propio apartamento de “Popo”, edificio Guilá de la Calle de la Amargura, conocida por los talleristas como Calle Caústica. Cuando me tocó el turno, leí, temblando y sonrojado, uno de mis “poemas”. No había terminado, cuando uno de los poetas presentes (del cual, por pudor, me reservo el nombre) totalmente ebrio, se levantó y gritó: ¡eso es una mierda! Deseaba que me tragara la tierra.

Anteriormente, durante mis años de internacionalista en Nicaragua, luego de la guerra, cuando cursaba los cursos preparatorios para suboficial del Ejército Popular Sandinista en la Escuela Carlos Agüero, frecuenté un par de veces los talleres populares que organizaban a nivel nacional los poetas Ernesto Cardenal y Mayra Jiménez. Pero entonces no escribía poesía, la hacíamos cotidiana y colectivamente. Más tarde, a mi regreso de Nicaragua, en Ciudad Quesada, por necesidad de compartir más que por otra cosa, fundé la artesanal e inolvidable revista Trapiche, la cual dio origen al grupo del mismo nombre congregando a varios poetas sancarleños que empezaban a hacer sus primeras armas literarias, acuerpándonos y acercándonos a eso que se conocía como “taller”. Pero no “tallereábamos”, sencillamente discutíamos, con criterios amplios y permisivos, acerca del material que debía o no publicarse.

Lo puedo aseverar: afortunadamente nunca participé de taller literario alguno. Por esa razón, cuando en el año 2001 el Complejo Juvenil del Conocimiento y la Fundación Ayúdenos para ayudar del Centro Costarricense de Ciencia y Cultura, mejor conocido como Museo de los Niños, me propuso impartir un taller literario para adolescentes en su biblioteca Carlos Luis Sáenz, me lo pensé seriamente. Nunca había impartido, ni imaginado impartir, ningún taller literario pues, repito, les tenía desconfianza. Había ofrecido sí, varios talleres de artes escénicas, que, al final de cuentas, es la columna vertebral de mi formación académica. Pero de literatura, nada.

Accedí, aunque con cierto recelo, no muy convencido del asunto. Diseñé entonces un taller con algunas técnicas provenientes de las artes escénicas. Lo denominé pomposamente Taller literario interactivo. La idea era desarrollar un breve curso de tres meses donde la creación literaria se combinara con otras posibilidades didácticas provenientes del teatro, la música, las artes visuales, el cine, etc. Se planteaba el perfeccionamiento de las capacidades biofísicas, mnemotécnicas, sensoriales e intelectuales de los participantes con ayuda de otras dinámicas y experiencias artísticas. Pero claro, la palabra debía ser el centro de la experiencia.

Lo primero que debía estar claro es que nadie puede enseñar a escribir a nadie. Por supuesto, se puede alfabetizar a una persona, pero enseñarle a escribir un poema, un cuento, una novela, un guión o pieza teatral, o un ensayo, eso jamás. Se le puede inducir, estimular, mostrar experiencias y caminos frecuentados, o a reconocer los errores más comunes en la escritura, pero nunca se le podría entregar la receta mágica que permita la producción automática de textos literarios.

Otra premisa que debía poseer el programa didáctico es que para escribir literatura solamente se precisan dos cosas: leer y escribir; leer y escribir. Pero leer no solamente textos, sino también contextos, es decir, aprender a leer en el libro de la vida y de la historia para aprehender lo auténtico. Y escribir como una práctica y un oficio donde la maestría se alcanza solamente con paciencia e infinitas horas de vuelo. Pero sin precipitarnos. La máxima en este apartado es la que nos dejó Goethe: “sin prisa y sin pausa”. Porque la inspiración no existe, y si existe, como decía el maestro Picasso, que nos encuentre trabajando.

Y por último lo fundamental: el mejor taller literario es el que realiza el escritor consigo mismo, con su propio trabajo. En otras palabras, la autocrítica y la autoevaluación profunda son el mejor taller literario al cual uno puede asistir. Para ello se precisa de un prolongado esfuerzo autoconsciente, de tal manera que podamos despojarnos de nuestro ego, es decir, aprender a distanciarnos para leernos como si fuésemos otro: desdoblarnos para convertirnos en el crítico más despiadado que pueda examinar nuestro propio trabajo. Pero sin desdeñar la lectura y las sugerencias de otras personas porque, muchas veces, una mirada externa detecta errores que hemos dejado pasar, posiblemente por nuestra propia indolencia crítica.

Uno de los elementos capitales del proceso debía ser la visita de escritores, vivos o muertos, al taller. Me interesaba el (re)conocimiento de la culinaria de los escritores (en ese momento latinoamericanos) más representativos, para abordar su obra desde la misma producción literaria, es decir, desde sus búsquedas y aciertos más notables, tomando en cuenta sus consejos más precisos. Igualmente debía insistir en la presencia de escritores nacionales, y en lo posible, extranjeros, que pudiesen compartir su experiencia productiva. Esta dinámica permitiría, además, que se comprendiera que el escritor no es un elegido, un ser olímpico alejado de la tierra, sino una persona de carne y hueso que realiza su oficio como cualquier otro en una sociedad donde la poesía, amargamente, es  marginal.

Por fortuna encontré un talento extraordinario en la mayoría de los participantes. Tanto que, al final del curso, y tras la publicación de una breve antología, propuse a los más interesados que podríamos continuar el taller los fines de semana en mi casa. Para tal efecto debía variar la metodología y la bibliografía, sin perder las premisas originarias, de tal manera que los participantes se zambulleran más en su propio trabajo. El elemento capital de la nueva etapa debía ser la amistad. Es decir, sin establecer lazos de camaradería y empatía entre el coordinador del taller y los participantes, es imposible desarrollar un taller literario tal y como lo planteé en esta segunda etapa.

La experiencia ahora estaba más cerca de la conformación de un grupo, para ello se debía reafirmar su práctica de trabajo colectivo. El coordinador se convertía en un participante más y debía compartir también su trabajo creativo. Y así sucedió: el taller cedió paso a la conformación de un grupo literario que ingresaba a la necesaria fase de confrontación con el público. Se organizaron lecturas, giras, encuentros con otros grupos y talleres, y se intentó la elaboración de una revista. Se experimentó con la escenificación poética y el entrenamiento actoral (otra vez la experiencia de las artes escénicas) para fortalecer los vínculos interpersonales, que, además, se profundizaban con dinámicas interactivas y con actividades cotidianas y de esparcimiento.

Surgieron entonces las individualidades y se manifestaron incipientes liderazgos y espectativas. Algunos, con justicia, aspiraban a publicar, e incluso fantaseaban con premios y reconocimientos. Se coqueteaba con la celebridad en el síntoma que he denominado “la enfermedad infantil del vedetismo en la poesía”. Era hora de abandonar el taller y dejar que sus miembros siguieran su propio camino. Porque otro elemento importante de un taller literario es que cada participante posee su propio ritmo y sus intrínsecas necesidades. Por eso, la permanencia en un taller, o en un grupo, difiere en cuanto a las inquietudes y condiciones de cada novel escritor. Eso sí, lo recomendable es que no sea permanente, es decir, para siempre. Llega el momento en que uno, como escritor, debe encarar su propia soledad en términos de producción artística.

A lo largo de muchos años he entregado y compartido la metodología y la didáctica con numerosos grupos y jóvenes creadores. Todo en el marco de la gratuidad y de la camaradería, quiero decir, al tenor de la promoción literaria desinteresada y sin fines de lucro. Porque en el arte y la literatura, lo que se convierte en lucro se pervierte. Una cosa es percibir los honorarios justos y necesarios por la labor docente o de producción literaria, como lo hace cualquier profesional, y otra muy diferente es convertir esa actividad en un medio para capitalizar. La poesía y la literatura, así como no sirven a intereses espurios y extra artísticos, tampoco  se venden, ni se alquilan. No son medios para enriquecerse.

Debo decir que de esa experiencia, a pesar de ciertos sinsabores y desaires, yo he sido el más beneficiado y el más agradecido, porque me he visto obligado a investigar y a aprender abundantemente de la diversidad de personalidades y caracteres. Cuando se comparte con sangre joven uno se revitaliza. Y lo mejor: se profundiza el autoaprendizaje a la vez que se ejercita la tolerancia en la pluralidad antropológica y en la valoración de las diferencias en cuanto a la complejidad humana se refiere. Porque se adquiere paciencia, humildad y capacidad de escucha en la multiplicidad del proceso de enseñanza-aprendizaje.

Por esas y muchas otras razones, al evaluar un largo período de una experiencia literaria en términos didácticos o pedagógicos, lo que finalmente recomiendo a los “alumnos” es que no se aspira, o no se debe aspirar, a ser buenos poetas o escritores, porque es inútil. Mucho menos al éxito o a la celebridad. Se trata más bien del  intento de convertirnos en buenas personas. Así de sencillo: buenas personas. Dicho de otra manera, aspiramos a ser cada vez más humanos, más solidarios, más identificados y comprometidos con nuestro entorno y con nuestra propia naturaleza; así como a emprender la aventura de la escritura creativa no como un pasatiempo, sino como un oficio, como una profesión. Y a reconocernos como lo que somos, sin decorados y sin trampas. Lo demás vendrá por añadidura.

Adriano Corrales Arias

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