Blanco y negro

Adriano Corrales Arias

El tranvía venía repleto. Sara subió antes pues yo me perdí con la pelota de gente entre un negro, una gorda bigotuda de Armenia y un par de bolos con unos maletines inmensos. Los bolos son así, insolentes y altaneros, sobre todo si se trata de obreros o burócratas que practican algún deporte. Aquí los latinos dicen que son muy cultos, y es cierto, pero cuando se les sale lo bolo, se les sale, no hay quien los detenga. Son salvajemente extremistas, no tienen centro, guerreros y amazonas, hoy tiernos, mañana, cosacos y cosacas, violentos. Pero bueno, era tarde y debíamos regresar a la Residencia antes de que se abriese el puente que comunica con la Vasiliestrovskaya. A esa hora jamás alcanzaríamos el metro.

 

Un rancio olor a cebollas, vino, tabaco, embutidos, vodka y  salmuera, se confundía con el tenue vapor que emanaba de las primeras nevadas de noviembre y con un leve perfume agriado por alguna chica ya de regreso. El tranvía arrancó abruptamente deslizándose luego al suave, contoneándose por la blancura escarlata de la calle partida por dos acerados y fríos latigazos. El paisaje gris de los abrigos, los gorros de piel, bolsos y rostros, armonizaba con la niebla que se expandía por la apenas perceptible ribera del Neva. Todos los pasajeros íbamos silenciosos, agotados, cavilando sobre el futuro tal vez, o sobre un precario presente que necesitábamos cambiar con urgencia por un verdadero futuro. Yo pensaba en el beso que el novio le da a la novia, es decir, el que yo le daba a Sara durante el ensayo de esa noche. Ojo, es un beso dramático, nos subrayaba el Director. Realmente el compa no logra la atmósfera de esa luna persecutora en Bodas de Sangre. Aunque algunos estudiosos dicen que el alma rusa es muy parecida al espíritu español, es claro que un Stasnislavsky acartonado no rima con la poesía lorquiana. El tranvía se detenía en una de sus paradas dejando y recogiendo pasajeros trasnochados. Continuaba cansinamente. De reojo, entre imitaciones de armiño, pelos de zorra y gruesos gorros de lana, entreveía la luminosidad de su cara. Sonreía como adivinando lo que pensaba. El Encuentro de los Novios. Pero en medio de ese compacto grupo de rostros hostiles y hastiados era una osadía. Llegar a la habitación, quitarnos el abrigo, ofrecerle un té, darme un baño de agua tibia mientras ella espera. O mejor aún, ambos en la bañera. La miro por el espejo empañado: sus pechos temblorosos, sus amplias caderas girando con la balalaica, sus muslos abriéndose, mis labios estremecidos en su carne, el vaho de nuestros cuerpos...

 

Con el bamboleo del tranvía, el silencio de los pasajeros y el leve aleteo de un cuervo con algo de lo que podría suceder allí adentro, pasó muy rápidamente por mi cabeza un relato de Cortázar donde dos o tres personajes inician un tenso viaje por la noche de París en un tranvía también, ¿o en autobús? Apretujado contra la gorda armenia tuve nuevamente la necesidad de la sonrisa de Sara y su acariciante cuchicheo venezolano. Me acerqué estrujando bolsos, abrigos, ejecutivos, periódicos, revistas, libros y miradas oblicuas, casi transversales, que viajaban más allá de la medianoche. Cuando logré alcanzarla y rodearla con mi brazo libre en un gesto de reconquista a lo Mastroianni, el tranvía se detuvo. Entrechocamos y su nariz me pareció más fría. Sentí su aliento frente al mío. Nos miramos largamente como en un sueño. Allá adentro, más adentro de su oceánica mirada, la poseí con la pasión más aguda de la memoria. Era la penúltima parada. Quise besarla pero la cobardía me contuvo.

 

El negro bajó con el par de bolos que se habían montado con nosotros. En la acera un grupo de muchachos jugueteaban con la nieve. Un par de botellas de vodka bajo la pálida luz de los faroles reflejaba la locuacidad de la pandilla. Cuando el negro pasó de lado todos se detuvieron. Un largo silencio se hizo en la calle y en el carruaje. Ancho silencio de un mundo detenido segundos antes de la explosión y del incendio. Agudo silencio por donde avanza la silueta negra sobre el cuadrado blanco. De repente alguno de ellos lanzó un copo de nieve al rostro del negro. Acto seguido se lanzaron como una jauría gritando salvajemente. Lo cerraron a patadas y a golpes. El atabal del instinto resonó muy adentro y el tigre quiso saltar hacia afuera con un rugido que se quebró con la boca de Sara en mis labios. ¡Quieto, chamo, quieto!, susurró con sus labios atados a los míos. ¡Quieto! Era la primera vez que me besaba. La circunvolución de la sangre regresaba del deseo más primario a la rabia coagulada. Sus delgadas y largas manos atenazaron mis brazos y sus labios no se despegaban ni con el tibio balbuceo: ¡Tranquilo, querido, tranquilo! Moviendo los ojos en derredor me topé con una ringlera de rostros amenazantes que miraban con recelo, con algo de furia y placer. Rostros ansiosos por la revancha. Rostros frustrados por la noche, pero gozosos de un acto que los liberaba de la tragedia cotidiana. Abracé fuertemente a Sara. Sentí el calor de sus lágrimas confundiéndose con las mías en una mezcla de impotencia, dolor y candidez, mientras el tranvía continuaba con el estertor de su último recorrido y yo apretaba con mayor furia sus carnosos labios.

Adriano Corrales Arias

Del libro El jabalí de la media luna - (Arboleda, San José, 2006)

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