«Recuerdos orientales: entre Jules Supervielle y las olas del mar»
Fernando Copello

Hace pocos días estuvimos mi mujer y yo en casa de Sylvia Bénichou, en su piso parisino que fue el mismo en el que nació Paul Gauguin. Sylvia acababa de perder a su madre y recordó los tiempos que pasó, de niña y adolescente, con sus padres, en la Argentina de los años 40, primero en San Luis, luego en Buenos Aires. Su padre, Paul Bénichou, profesor de literatura que, entre otras cosas, dedicó amplios estudios a los romances españoles, se había visto obligado a dejar Francia durante los años de la ocupación.

 

Recordaba Sylvia su casa de San Luis donde paseaban las gallinas o las calles de Buenos Aires y su colegio, el “Cinco esquinas”, por el que también habían circulado mis hermanos mayores. Recordaba a los amigos de sus padres: Madeleine y Willy Baranger, Jorge Luis Borges, Daniel Devoto… Y, de pronto, como inspirada por cosas remotas, dijo que a veces iban a pasar unos días al Uruguay, a casa de los Supervielle, en el campo. Yo había visto fotos de la estancia en donde pasaba largas temporadas el poeta franco-uruguayo y no había olvidado su admiración por Ricardo Güiraldes, a quien imaginó alguna vez en una especie de pampa de estrellas. Me volvía a la memoria  esa amplia llanura que atraviesa el cono sur del continente, esa llanura que dio material a tantas páginas.

 

Al despedirnos de Sylvia, caminamos mi mujer y yo por una de las calles acolinadas que llevan a Pigalle y las antiguas luces de neón me recordaron algún viejo paseo por la 18 de julio en Montevideo o quizá mi nostálgico silencio de alguna vez entre las veredas de Plaza Cagancha, allí donde Delmira Agustini daba de comer a las palomas.

 

Y entonces se me ocurrió pensar en lo que fueron mis primeras impresiones de la Banda Oriental cuando desembarqué por primera vez en los años sesenta a eso de mis ocho años.

 

Recuerdo ampliamente aquel encuentro con un territorio extranjero, mi primer gran viaje a otro país en el que, si bien se hablaba el mismo idioma –aunque con músicas diferentes-, se empleaban monedas distintas que representaban a ese héroe más despeinado y menos protocolar que me parecía ser Artigas.

 

Ese primer viaje fue mi primer encuentro con el otro, noción mayúscula y enorme aprendizaje que nos permite sabernos en un mundo variado y rico donde estamos y somos mezclándonos. Pero, ¿qué era eso tan uruguayo y tan nuevo?

 

El barco que nos llevaba, el famoso ferry Nicolás Mihanovich, avanzaba lento y aparatoso por ese mar marrón de escasas olas. Yo corría con mis primos subiendo y bajando escaleras entre los pisos de lo que nos parecía un transatlántico. De pronto nos pareció ver una isla, como en los libros de aventuras, una isla que expresaba todo su verdor de febrero y entonces sentimos como si se abriera amplia la puerta extraordinaria de la vida. Poco a poco veíamos acercarse el puerto de Colonia del Sacramento, su malecón gris que señalaba el final de la frontera y el comienzo de los territorios nuevos de guitarras sonoras.

 

¿Qué fue lo primero que me impresionó en esa ruta que nos llevaba hacia Montevideo? Lo digo hoy y me parece que entro en la fotografía de mi infancia: lo que más me impresionó fueron las palmeras que bordeaban ese largo trecho de camino, palmeras como en las películas, abundantes y ramosas. Llegábamos, en mi percepción, a los trópicos, nos acercábamos a un mundo diferente hecho de abanicos verdes. No conocía yo todavía las formas de los objetos recortadas en las pinturas de Torres García, pero Uruguay era ya para mí un territorio de conos y de cubos, de pirámides y de abanicos en los que los tonos verdes jugaban sobre el marrón más rojizo de esa tierra nueva.

 

De la larga ruta, de ese largo camino moderno sin bueyes ni carretas que llegaba a Montevideo –ciudad con el nombre hecho de un cuento y de un diálogo de navegantes-, de ese itinerario que seguía más allá hacia Piriápolis y La Paloma, sendero quebrado, pampa más vertical y divertida, lo que más me impresionó fue el puente sobre el río Santa Lucía, puente de arcos sobre pajonales inciertos.

 

¿Cómo explicar esa especie de miedo y excitación que me recorrió –y me siguió recorriendo en futuros innumerables viajes- al atravesar ese puente? El río era amplio y seguramente poco profundo, pero me parecía una mancha de agua extensa que podía invadirlo todo. Era, en mi imaginación, un río mar que me recordaba el otro río de mi pampa conocida: el río Salado. Agua tan arremansada y suave, de olitas de brisa y chicos vagabundos que vivían como barriletes. Ahora ese río, ese paisaje lento, impregna mi memoria como una mancha de aceite de la nostalgia.

 

No quiero detenerme en Montevideo, ciudad en donde nos perdimos recorriendo en coche desconocidos bulevares hasta llegar a una rambla que parecía de ciudades de teatro. Allí, un   edificio antiguo se llamaba, según mi padre que realizaba su segundo viaje oriental, “el cabaret de la muerte”. Montevideo era, sin lugar a dudas, la ciudad de todos los peligros a pesar de ese horizonte azul de playas de arena.

 

Volví al Uruguay todos los veranos e innumerables otoños durante años. En una calle de tierra y de pinos de Punta del Este aprendí a andar en bicicleta; allí conocí la primera lección de vida: caerse no significa perder definitivamente. En el fondo, tan pocas cosas son definitivas.

 

Quizá fue en Uruguay donde escribí mi primer poema desalentado cuando me dijo alguien que ya no me quería, junto a las rocas en el mar furioso de la noche. Entre esa mismas olas nadé y me entusiasmé con el gusto de la sal y del sol: cada vez que pruebo el sabor del agua salada vuelvo a las olas uruguayas y siento que mi cuerpo un poco más cansado todavía es capaz de flotar como en eso cuadros de Chagall de personajes en el aire.

 

¡Cuántos sentimientos encontrados! De Uruguay se llevaron para siempre a mis amigos Claudio y Lila, desaparecidos cuando creyeron buscar refugio. Y en el aeropuerto de Carrasco se despidieron mis padres de mi hermano perseguido cuando se iba a Europa aferrándose a la vida, que lo sigue acompañando. Para él el aire montevideano estaba hecho de buenos presagios.

 

Hace veinticinco  que no paseo por esas tierras. Mis últimos pasos me llevaron de la abandonada plaza de toros de Colonia hacia el centro de la ciudad, bordeando la ribera solitaria de la mano de la mujer que me iba a dar mis tres hijos. Todavía escucho los pájaros bajo el sol.

 

A veces, cierta arquitectura francesa de ventanales alargados me recuerda mis viajes uruguayos: una manera de estar en el espacio y en el paisaje, una manera de acercarse al medio que nos rodea. Los pinos y los médanos siempre me regresan, me acunan a la hora de la siesta cuando divago en el pentagrama del pasado.

 

Pero hace unos años ocurrió una corriente que me inundó de olas orientales. Las tareas de la enseñanza me habían llevado a Granada. Granada fue siempre para mí una ciudad de profundos significados: ciudad de intercambios, hecha de unos y otros, ciudad de encrucijadas. Los paseos habituales de Granada son siempre inciertos y hondos: la mirada de la Alhambra cuando nos invade de misterio, la caminata perdida por el barrio blanco del Albaicín, las ruidosas avenidas tan siglo XIX o el pueblerino descanso en la Plaza Trinidad ante la vidriera de una librería. Y todo ello oscureciéndose y nublándose desde el balcón del dormitorio mágico de Federico García Lorca en la huerta de San Vicente, en la cercana periferia donde se juntan lo extraño y el conocido sabor de las lecturas del colegio secundario.

 

Con toda esa carga de emoción y cansancio me disponía a hablar de poesía uruguaya ante un grupo numeroso de estudiantes, grupo colorido y movedizo en una facultad que observaba de lejos la intrincada cartuja. No siendo para nada especialista de poesía uruguaya, me había propuesto dar esas clases como un juego en el que intervenían mis gustos personales, algo así como una travesura laboral. Pero llevaba encima desde la mañana el encuentro pausado con Federico a través de su casa, de sus baldosas, de su geografía íntima, de su arquitectura de todos los días. Fue entonces, en uno de esos ratos más o menos docentes, cuando debía leer algunos fragmentos de un poema de Juana de Ibarbourou titulado “La pasajera”. Y así, de golpe, en el frenesí del texto, perdí inexplicablemente mis coordenadas y mis amarras. Sin saber ya quiénes me escuchaban y transformándome en el texto que me llevaba, intuí lo que era una certeza: mi vida entre dos mundos, entre orillas lejanas y colinas próximas, en ese mar manso e iluminado, tan arenoso y tan uruguayo en el aire moro granadino.

 

Curiosamente, allí, en Granada y en el contexto de unos versos orientales, reconocí emocionado la carga de mi doble herencia, la de todo latinoamericano anclado en el viejo mundo.

Fernando Copello

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