Escrito con rouge. Delmira Agustini (1886-1914). Artefacto cultural (Buenos Aires, Beatriz Viterbo Editora, 2010) de Eleonora Cróquer
 

Poses de un cuerpo-texto: el “caso” Delmira Agustini

Álvaro Contreras

Universidad de Los Andes, Mérida - Venezuela

 

Podría comenzar estas notas sobre Escrito con rouge. Delmira Agustini (1886-1914). Artefacto cultural (Buenos Aires, Beatriz Viterbo Editora, 2010) de Eleonora Cróquer, hablando de las preguntas, reflexiones y respuestas que este libro propone. Escrito con rouge nombra una exigencia teórica: estudiar la imagen de una escritora que ha sido tratada, es decir, gestionada y atendida, como cuerpo-texto. Esta exigencia conduce la mirada crítica hacia el análisis de variadas textualidades, vistas y leídas como formas de autoridad y legitimación. Pero, y esto tiene una consecuencia importante, cuando digo formas de autoridad, estoy hablando de un tropo asediado por Eleonora desde una estrategia central: el archivo como medio de trastornar voces autorizadas. No podría negarse que este movimiento teórico se asume como riesgo frente a otra pregunta-exigencia que considero central en el libro. Si lo típico sería aquello que ha asumido una condición representativa, aquello que tiene una lengua para ser expresado, un sentido propio, un lugar para alojar su plenitud, bien se trate de un(a) autor(a), una obra o un escenario, si ocupa un lugar consagrado —en la historiografía, en el museo, en el mapa nacional—, cómo entrar en lo biográfico de una figura atípica como Delmira Agustini. Parafraseando a Jean-Luc Nancy (de su libro Corpus), podemos decir que sabemos qué es un atípico pero no sabemos qué hacer con los atípicos, “no conseguimos ver más allá del extremo del sentido”. Pero justamente lo singular de esta historia no puede arrastrarnos a la pregunta sobre quién era Delmira Agustini, sino cómo se construyó en tanto imagen, pues si lo primero implicaría el asedio a los aspectos de su vida, la articulación biografía y poesía, lo segundo focaliza la atención en el “ensamblaje texto-visual” como parte de la escena de la cultura nacional. Qué nos dice este cuerpo-texto: no es fácil aclararlo, pues lo que dice es más bien lo dicho sobre ella. Y aquí intervienen dos operaciones interpretativas claves: cómo fue construido el “artefacto” Agustini y cómo ella aprendió a utilizar la “espectacularidad/ especularidad” del lugar que los demás le atribuyeron. De esta forma se activa lo que Cróquer llama la “máquina cultural” como una necesidad de construir imágenes y lugares eficientes a la hora de atender aquellos casos que “incomodan”. Y es importante observar al respecto el lugar crítico que ocupa la noción de documento, la severidad en el rastreo de las citas que integran esa máquina, rigurosidad implacable que fisura el interior del archivo. ¿Cuáles son esas citas-documentos? Los poemarios de Agustini, El libro blanco (1907), Cantos de la mañana (1910), Los cálices vacíos (1913); novelas sobre Delmira, magazines, foto-poemas, cartas, crónicas rojas, revistas literarias, programas radiales, chismes. Los documentos que pertenecen a este archivo, y que construyen ese “objeto cultu®al”, no son más que uno de los aspectos del montaje de ese cuerpo-texto. Tras los enlaces rigurosos con que se tejen los “excesos” y “carencias” de esta mujer que la hacen incomprensible en su momento, está la máquina cultural tratando de incorporarla al museo nacional y para ello debe ejercer ese ejercicio constante y renovado de interpretación. La pregunta que desquicia esa máquina puede ser esta: qué hacer cuando la voz y el rostro no coinciden, cuando ocurre esa especie de bifurcación histérica entre escritura-escritora. Los esfuerzos de la máquina por juntar, cocer estas dualidades, que son también posiciones de autoridad de orden político y cultural, esconden un debate sobre la subjetividad moderna, sobre las relaciones entre subjetividad y deseo en la modernidad, pues en ese cuerpo-texto como espacio de visibilidad que se exhibe y en las miradas cautivas por ese texto, se constituyen dos instancias que cifran esa subjetividad: mirar a través del deseo, o el deseo como mecanismo óptico que captura y encuentra lo que desea en la mirada, y un “otro” que se ofrece como “imagen”.  En medio de este juego de espejos y poses está el artefacto Delmira Agustini, dando cuenta de ese “carácter doble que envuelve a la mujer-que-escribe en el entre siglos latinoamericano, al mismo tiempo, objeto de la mirada que la representa y agente de su propia representación” (176), es decir, producto, “interpretada en función de los estereotipos femeninos”, y productora de su apariencia (niña, neurasténica y seductora) (166), “Un objeto exhibido que se exhibe en las poses de su cuerpo-texto” (177).

El libro de Cróquer se detiene en dos momentos muy puntuales: la presentación de Agustini como poetisa-niña en el ambiente intelectual uruguayo del 900 y su trágica muerte. Son dos momentos, dos actos de interpretación, dos relatos de iniciación, en uno de los cuales es tratada como la “hermosa joven” que escribe, y en otro como caso policial, dos relatos que ponen en contacto las relaciones entre las ficciones domésticas y la moral pública. Quisiera detenerme brevemente en el relato de la muerte de Delmira Agustini, en el desplazamiento del cuerpo-texto Agustini del magazine de variedades a la crónica roja, y en las implicaciones de esta circulación simbólica que afecta la imagen y la escritura de Agustini. El mismo título del libro, Escrito con rouge, expone una de sus metáforas: no escribir sobre un cuerpo, sino escribir-inscribir en cuerpo y sangre, como si la escritura tuviera su lugar en ese límite-con-rouge donde el cuerpo-escritura aparece cortado, baleado, grabado, tatuado, cicatrizado y, finalmente, pintado. ¿De qué manera este cuerpo escrito está presente en las anotaciones rojas o amarillistas consignadas en este que podemos llamar con Foucault un archivo de la infamia? ¿Qué rastrea la autora en ese archivo? La respuesta podría ser esta: las direcciones que van tomando las imágenes de la poeta, los desplazamientos del cadáver de la escena del crimen (un cuarto privado de hotel) hasta el museo, la intervención de los campos culturales en esos desplazamientos y sus discusiones en torno al cadáver: qué hacer con ese cuerpo bañado en sangre, expuesto en una pensión, cómo contar ahora su muerte, cómo escribir otro relato de su muerte. Si llamamos caso a aquello que no puede ser capturado, catalogado, si el caso es lo que provoca la narración, podemos decir entonces que como relato de excepción, el caso podemos pensarlo como lo sucedido y también como reflexión sobre lo que sucede. Como develación del rostro moral de la sociedad, el caso permite estructurar una narrativa de lo social, hacer un mapa de las pasiones. Es posible, pues, volver a leer toda la bibliografía, los documentos publicados después del asesinato de Agustini como un “trabajo de duelo”, como un intento de reinscribir la muerte en los mausoleos de que dispone la ciudad moderna: literarios (obras completas), familiares, nacionales, como si esta documentación contuviera una clave sobre la escritora, una especie de presencia-ausencia de las relaciones biografía-obra, pero a su vez abarcara las claves de un acto expreso: el de un inscribir la muerte en un espacio cultural, convertir la escena del crimen en una “representación teatral”, liberar la escena de culpabilidad con la finalidad de desplazar el cuerpo de “lo real de la violencia” hacia/hasta la “estetización/significación de esa violencia” (99). Estas notas de duelo —traducidas en prólogos, crónicas periodísticas, etc.— registran la presencia no de un “cadáver” sino de un “fetiche” (123), el esfuerzo por restaurar la imagen pública de Agustini, reponer el prestigio de su familia y los valores de clase que representa. La pregunta dónde está Delmira Agustini sería vana si pensamos en un fuera o un dentro de estos textos, pero alcanzaría quizás sentido si pensáramos en una “zona de indiferencia” (Nancy), en un “umbral”, una especie de borde desde donde se pone en juego esa pulsión de escribir en torno a un cadáver para cubrir su obscenidad (un cuerpo baleado, semidesnudo, encontrado en una pensión junto a su amante-esposo), una manera en última instancia de rentabilizar la muerte como ejemplo. Es precisamente este gesto legible el que hace posible pensar el crimen como lugar de producción ficcional y cultural, pero también viabiliza la operación de detener la noticia del crimen y los chismes que circulan sobre los móviles del asesinato, en otras palabras, devolver el material policial a la decencia estética, hacer posible el salto de la fisiología de la muerte a la estetización de la memoria del cadáver. De los detalles de esta autopsia sin sangre se encargará la máquina cultural y su intento por callar esos excesos que rodean la muerte.

 

por Álvaro Contreras

Universidad de Los Andes, Mérida - Venezuela

Publicado, originalmente, en "Voz y Escritura. Revista de Estudios Literarios".
N° 19, enero-diciembre 2011. Reseñas, pp. 165-175

SaberULA Repositorio Institucional de la Universidad de Los Andes, Mérida - Venezuela: Página Principal

Link del texto: http://www.saber.ula.ve/handle/123456789/34251

 

Delmira Agustini en Letras Uruguay

 

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