¿Hijas o esclavas? Las hijas como pertenencia de la madre en

La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca y

Como agua para chocolate de Laura Esquivel
Ensayo de Marissa Consiglieri
Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas
pcarmcon@upc.edu.pe

Resumen: La cultura de sujeción de la mujer instituida desde siempre en el mundo es una realidad que no debemos descalificar. Las cadenas, reales o figurativas, que atan a la mujer y le impiden desarrollarse como individuo están presentes desde muy temprano en su existencia incluso hoy, en pleno siglo XXI. La represión comienza en el hogar, espacio que supuestamente debe proteger y fomentar el florecimiento individual. Esta represión temprana condena, casi indefectiblemente, a la mujer una vida trunca. El artículo «¿Hijas o esclavas?...» compara el trato a las hijas en La casa de Bernarda Alba (1936) de Federico García Lorca y Como agua para chocolate (1989) de Laura Esquivel.

Palabras clave: Espacio público y espacio privado, subordinación, representación de la mujer, literatura latinoamericana, ficción contemporánea, análisis comparativo

Abstract: The culture of women’s submission as part of the world we live in is an undeniable fact. The real or figurative chains that tie women from early childhood and prevent her from flourishing as an individual are present even today in the twenty-first century. Repression begins at home, the space which is supposed to provide protection and stimulate personal development. This early oppression almost always condemns a woman to a shattered life. “Daughters or slaves?” compares the treatment of the daughters in the play The House of Bernarda Alba (1936) by Federico García Lorca and the novel Like Water for Chocolate (1989) by Laura Esquivel.

Keywords: Private space and public space, subordination, representation of women, Latin-American literature; contemporary fiction, comparative analysis

Vuestros hijos no son hijos vuestros.

Son los hijos y las hijas de la vida deseosa de sí misma.

Vienen a través vuestro, pero no vienen de vosotros.

Y, aunque están con vosotros, no os pertenecen. ...

                                        Kahlil Gibran (1923)

El mundo moderno está de acuerdo con Kahlil Gibran; los hijos e hijas no son propiedad de los padres, lo dice el Papa (Aciprensa 2009), lo dicen los organismos internacionales (UNICEF s.f.) y lo dice el sentido común. Sin embargo, la visión manifiesta de los hijos como propiedad de los padres es casi universal. En la cultura española, que ha sido naturalmente adoptada en Hispanoamérica (SEDNA s.f.) la jurisprudencia ha contribuido en arraigar esta figura confiriendo patria potestad y legalizando una suerte de propiedad de los padres sobre los hijos (SLU s.f.). En muchos casos, el efecto de esta noción de los hijos como propiedad de los padres resulta en la perpetración de abuso continuo.

Es innegable que las cosas han cambiado mucho; gracias a diversos factores, se ha despertado a nivel mundial la consciencia de los derechos del niño. A pesar de esto, en nombre de la tradición y aprovechando la condición de dependencia de los hijos, este tipo de atropello se perpetúa en un sinfín de formas. El abuso no tiene preferencia sexual; es decir, hay tanto abuso de hijos como de hijas y el abuso de ellos es tan nefasto y aniquilador como el de ellas; sin embargo y como lo demuestran las estadísticas, son las hijas la que se llevan la peor parte. La violencia manifiesta a través del abuso físico, emocional y psicológico de las hijas resulta, tanto en estas obras de ficción como en la vida real, en una suerte de condena a muerte figurada que lleva a una muerte literal en algunos casos. La violencia en el hogar, supuesto lugar refugio, a través de la acción de las madres, supuestas encargadas no solamente de criar sino también de educar, cultivar y proteger a las hijas inhibe el desarrollo completo de la persona y muchas veces condena a la mujer a una perpetua aceptación de abuso.

Como se anuncia en el título, el presente estudio examina la violencia perpetrada contra las hijas en el drama La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca escrito en 1939 y en la novela Como agua para chocolate de Laura Esquivel publicada por primera vez en 1989. Aunque ambos textos tienen ya algunos años, el tema es vigente. No hay sino que abrir un diario para conocer de hechos aberrantes en los que mujeres de cualquier edad y condición son maltratadas alrededor del mundo. Aunque el problema es general y endémico, refiero particularmente a manifestaciones en culturas hispanas por ser este el origen de los textos a analizar y el medio en el que me desenvuelvo actualmente.

Antes de entrar en los obras de Lorca y Esquivel, es oportuno explorar algunos antecedentes que dan cuenta que el problema tiene raíces profundas, aunque estas de ninguna manera lo justifiquen.

La cultura de sujeción que anula el derecho de la mujer como individuo está instituida desde siempre en la tradición hispana y, consecuentemente, en la hispanoamericana y tiene sus raíces en las creencias y costumbres de ambas culturas. En la tradición judeo-cristiana la mujer vive sujeta al hombre. Como Antonio Aradillas expone en su libro La Iglesia último bastión del machismo, aunque la mujer fue creada como igual del hombre, su desvalorización probablemente se deba al rol que juega Eva en la caída de Adán y el efecto que este evento tiene sobre ambos y, consecuentemente, sobre el género humano (Aradillas Agudo 2009).

La noción de la sujeción de las hijas a los padres y en particular a la madre es propuesta y defendida en el discurso cristiano; por ejemplo, El compendio moral salmanticense publicado en 1805[1] expresa esta idea directa y enfáticamente como sigue:

Las hijas, [...], pecarán gravemente, si porfían salir solas de casa, andar frecuentemente a su libertad; si reciben, o escriben cartas o papeles ocultamente; si se adornan deshonestamente; si hablan con personas sospechosas; si admiten dádivas; si huyen del lado de sus madres; si pretenden pertinazmente el esposo que no les conviene o no les es igual. En todas estas cosas y otras semejantes pecarán las hijas contra la obediencia debida a sus padres, y gravemente por serlo la materia, y están obligadas a manifestar no sólo la especie del pecado que incluya la cosa, sino también el de su desobediencia. (Marcos de Santa Teresa 1805: 384)

Las hijas, entonces, deben obediencia a sus padres y están obligadas a mantenerse cerca de sus madres. Además, según el texto anterior, cualquier manifestación de independencia y de deseo de libertad de escoger pareja es pecado —y pecado doble porque hay el pecado en sí y a eso se agrega la desobediencia.

En una esfera más próxima a la del presente estudio, la literatura secular hispana de la Edad Media ofrece un ejemplo de la subordinación de la mujer como individuo en el trato que reciben las hijas de Rodrigo Díaz de Vivar en El cantar del mío Cid. Doña Elvira y Doña Sol, hijas del Cid, son procuradas por su padre al rey Alfonso VI para ser unidas en matrimonio a los reyes de Aragón y Navarra. El Cid, quien quiere mucho a sus hijas, tiene dudas de si esto es lo mejor para ellas pero, feliz de haber recobrado la simpatía y confianza del rey, no duda en satisfacer sus deseos; los resultados para Sol y Elvira son nefastos (El Cantar del mío Cid, s. XII) [I & II] pero como todo termina bien, todo está bien. Es decir, no importa que ellas hayan sido tratadas como mercancía en la negociación del perdón de su padre, además de haber sido vejadas y violadas; al final son socorridas y el futuro que le espera es una vida de reinas [II & III], así es que «todo es mejor en el mejor de los mundos». En el caso del drama de García Lorca y la novela de Laura Esquivel, puntos centrales de este análisis, el desenlace no se presenta en forma tan artificialmente positiva; por el contrario, las protagonistas en ambas obras son esclavas de sus madres y de los valores y tradiciones de las mismas, además de ser el punto de su violencia y terminan por ser destruidas.

En el caso de Lorca, el desarrollo y estructura de su drama contribuye a la atmósfera de violencia tangible a lo largo de la historia. La pieza se desarrolla en la forma clásica del teatro español: tres actos que corresponden al esquema exposición, nudo y desenlace. Los actos ocurren en tiempos distintos pero la estructura interna del drama tiene un carácter cíclico y repetitivo que comienza con calma inicial seguida por conflictos in crecendo que terminan en explosión violenta final. Este patrón se repite e incrementa en los tres actos que conforman la pieza. Armonizando con este patrón, la historia está permeada de pasión erótica, envidia, odio entre otros sentimientos intensos que se expresan con mayor violencia según avanza el drama (Galán Font 1986: 11) y que, a su vez, intensifican el clima nefasto que lo invade hasta el fin.

Los eventos en la entretenida y, a la vez, terrible historia de Esquivel son presentados en forma muy distinta. La novela está estructurada por capítulos mensuales que marcan la llegada de cada mes con una exquisita receta, lo que imprime un aspecto positivo, por lo menos al inicio de cada capítulo. La maravilla intrínseca del realismo mágico que permite narrar eventos terribles y acciones execrables a través de un filtro dorado. Esto crea un ambiente de ensueño, da un respiro al lector y crea la ilusión de que Tita, la protagonista de la novela, sobrelleva bien su infelicidad y frustración conjurándolos gracias a la creación de deliciosos potajes.

Grosso modo, las historias son similares: madres dominantes, castrantes en realidad, que en nombre de la tradición y las buenas costumbres impiden a sus hijas tomar las riendas de su destino y desarrollarse como individuos[2]. El desenlace es desastroso en ambos casos. En la obra de García Lorca, éste es presentado en una forma aplastante y violenta; en la de Esquivel, la resolución, igualmente trágica, es engolfada por el realismo mágico que le imprime un tinte romántico.

Ambas narrativas están dominadas por la presencia femenina.

La Casa de Bernarda Alba es un «drama de mujeres en los pueblos de España» (García Lorca 2008: 137), como lo explica el subtítulo de la obra; efectivamente, todos los personajes en escena son femeninos. Entre los principales: Bernarda Alba, la madre tirana; sus cinco hijas, siendo Adela y Angustias las más importantes al desarrollo del drama; el resto está comprendido por la madre de Bernarda, las vecinas y criadas; entre las últimas, Poncia merece mención porque es principalmente a través de sus conversaciones con Bernarda y sus hijas que aprendemos lo que está en la mente y los corazones de las protagonistas. Los personajes masculinos son mencionados pero jamás aparecen en escena: el más remarcable entre ellos es Pepe el Romano, agente provocador del conflicto. Él es deseado por todas las hermanas, pero, a pesar de que tiene una relación amorosa intensa y apasionada con Adela, la menor y más bonita entre la hermanas, deberá casarse con Rosaura porque es la mayor y, convenientemente, la más adinerada entre todas (García Lorca 2008: 175).

En la obra de Laura Esquivel hay también una presencia femenina dominante. Además de Elena de la Garza, la abusiva matriarca, están sus hijas, Tita, quien como se ha dicho es la protagonista en la historia, Gertrudis segunda de las hijas y Rosaura, la mayor, quien es una suerte de alter ego de la madre. Nacha, una de las sirvientas, sobresale entre el resto de los personajes femeninos menores porque tiene una incidencia en la vida de la protagonista: Nacha se hace cargo de Tita desde su nacimiento pues Elena no la puede amamantar. Gracias a esto, Tita pasa gran parte de su vida en la cocina y aprende todo lo que Nacha tiene para enseñar sobre la preparación de comidas, postres y remedios caseros (Esquivel s.f.: 12-13).

Contrario al caso del drama de Lorca, en la novela Como agua para chocolate se presentan personajes masculinos. Entre estos, el más importante es Pedro; él es el catalizador del conflicto en la historia. Tita y Pedro están locamente enamorados pero cuando él llega a pedir la mano de Tita, Mamá Elena se niega rotundamente a concederla pues, como ella explica, por mandato de la tradición y en su condición de hija menor, Tita está obligada a cuidar de su madre hasta que ella muera. Seguido a su explicación, Elena sugiere que si lo que Pedro quiere es casarse, lo haga con Rosaura, quien está disponible y lista para hacerlo. Viendo la inflexibilidad de la madre, el galán acepta la oferta como una opción para mantenerse cerca de su amada por el resto de sus días (Esquivel s.f.: 16-21).

Tanto en el drama como en la novela la violencia, asociada al yugo de las matriarcas, se refleja en diferentes esferas.

En la obra de Lorca, por ejemplo, la imagen del espacio aporta a la violencia. Toda la acción se desarrolla en la casa de Bernarda que no es un lugar de refugio y protección para sus ocupantes sino más bien un espacio represivo, limitativo. Como bien sugiere Vilches en su convincente introducción a la edición que se ha usado en el presente estudio, los cuartos, las paredes, los pasillos y las ventanas de la casa evocan un laberinto (Vilches de Frutos: 83), lo que permite equipararla a una suerte de prisión. La habitación inventada por Lorca en el primer acto tiene «muros gruesos» (2008: 139) lo que incrementan la metáfora del encierro. A esto se agrega el discurso de Bernarda, quien anuncia prontamente que el luto por la muerte de su marido durará ocho años y que durante ese tiempo «ni el viento de la calle traspasará lo muros»; ampliando la idea, aconseja a sus hijas que imaginen que se han «tapiado con ladrillos puertas y ventanas» (García Lorca: 139). El encierro de la madre de Bernarda «bajo doble llave» enfatiza aún más la visión de la casa como una cárcel (García Lorca: 141, 158, 159).

Bernarda Alba se identifica ella misma como el carcelero cuando dice que «vigilará sin cerrar los ojos hasta que se muera» (García Lorca: 236); ella declara que su «vigilancia lo puede todo» (García Lorca: 257). Bernarda reafirma su condición de guarda y presenta su casa como una prisión diciendo en una ocasión «.todavía no soy anciana y tengo cinco cadenas para vosotras y esta casa levantada por mi padre.» (García Lorca: 225).

Por el contrario, el rancho, en el que se desarrolla la mayor parte de la acción en Como agua para chocolate, es un lugar abierto, pero la prisión en esta historia no es de facto sino figurativa. La prisión es Mamá Elena y esta prisión se concreta en ocasiones en su mirada. El poder de la mirada encarceladora de Elena, capaz de amedrentar a un hombre, es señalado al momento que los revolucionarios llegan a su rancho. La narradora omnisciente cuenta que su mirada se encontró con la del capitán al mando y éste se dio cuenta de que estaba frente a una “mujer de cuidado”; al término del episodio, la relatora explica que la mirada de Elena es realmente difícil de sostener por ser una mirada que provoca «en quienes la reciben un temor indescriptible al sentirse enjuiciados y sentenciados cayendo presos de un miedo pueril» (Esquivel s.f.: 83-84). En otra ocasión, cuando Tita anuncia a su madre que Pedro vendrá a hablar con ella, la narradora describe que Mamá Elena le lanza una mirada «que para Tita encerraba todos los años de represión que habían flotado sobre la familia.». Además, la amonestación de Elena recordando a su hija que no puede casarse hasta que ella muera (Esquivel s.f.: 16) deja ve que la misma existencia de la madre significa la prisión de Tita.

La vigilancia también es tarea que, al igual que Bernarda, Elena de la Garza toma muy en serio. Ella sospecha que hay algo entre Pedro y Tita y no deja de vigilar a su hija sin «perderla de vista un solo instante» (Esquivel s.f.: 76).

Otra forma de control que Elena ejerce se manifiesta en el poder de desterrar a los miembros de su familia según su capricho y sin importar las consecuencias. Por ejemplo, Elena aleja a Pedro, Rosaura y al hijo de ambos cuando se da cuenta de que la atracción entre Pedro y Tita está llegando a un punto crítico (Esquivel s.f.: 76-78).

Tanto Lorca como Esquivel insertan elementos sensoriales y simbólicos que acentúan la idea de violación de libertad.

Los que están bajo el techo de Bernarda Alba, por ejemplo, escuchan los «campanillos lejanos» y los ladridos de los perros que preceden el canto de los segadores. Como bien expresa Vilches, esta es la materialización de la existencia de un mundo exterior que representa la libertad y que se contrapone al encierro impuesto (2008: 84).

En la novela de Esquivel, el personaje que representa la libertad y el mundo exterior es Gertrudis. Ella escapa la tiranía de su madre en un episodio muy divertido que le gana la maldición de Elena (s.f.: 53-55). La lejanía del yugo materno le ofrece la oportunidad de ejercer su albedrío y, finalmente, de salir adelante.

Otro elemento sensorial que contribuye al efecto opresivo del drama lorquiano es el calor sofocante y pesado al cual se hace referencia en reiteradas ocasiones (García Lorca 2008: 149-150, 156, 192, 220).

El colorido es también instrumento utilizado por ambos autores para reforzar la idea de esterilidad, en el sentido de falto de vida.

Los colores que priman desde el primer acto en la escena de La Casa de Bernarda Alba son el blanco y el negro. El blanco es el color asociado a la pureza pero también a la muerte como propone Vilches (2008: 83). Este color, en contraste con la vestimenta negra que llevan las mujeres, acrecienta la idea de desolación, aridez y muerte, aunque esta muerte sea una muerte en vida.

En Como agua para chocolate el blanco es utilizado en forma similar. Este es el color de la sábana nupcial que Gertrudis y la criada Chencha bordan para la noche de bodas de Pedro y Rosaura. Al poner Tita sus ojos en esta blancura queda hipnotizada, cosa que le impide, temporalmente, la percepción de otros colores (Esquivel s.f.: 37). De este modo el blanco de la sábana nupcial de Rosaura simboliza la muerte figurada de Tita, al representar el fin de cualquier posibilidad de realizar sus sueños al lado de Pedro.

Asimismo, el blanco no sólo representa la vida trunca de Adela y Tita sino que prefigura su muerte literalmente hablando.

La atmósfera, tanto en la casa de Bernarda como en el rancho de Elena, es otro componente de la violencia en los textos. Sentimientos adversos impregnan ambas historias; sentimientos que, en muchos casos, son respuesta a la violencia a la que se ven sometidos los personajes en manos de las matriarcas o en situaciones provocadas por ellas.

Por ejemplo, la voz narradora en la novela de Esquivel nos cuenta que Nacha, la sirvienta, tiene aversión para con Rosaura. Nacha también devela la raíz de la rivalidad entre Rosaura y Tita que es palpable a lo largo de toda la historia y que degenera, a partir del noviazgo entre Pedro y Rosaura, en odio, antipatía y rencor (s.f.: 33-34). Esto, agregado al veneno que destila la propia Elena, resulta en una ambiente de enfrentamiento casi constante. Mientras se vive bajo el influjo de Elena de la Garza, no se vive tranquilo y en paz.

En La casa de Bernarda Alba se respira, también, una atmosfera extremadamente negativa. Lorca se refiere a esta desde el primer momento describiendo un escenario cargado de «... un gran silencio umbroso.» (2008: 139).

Muy temprano en el drama también se hace referencia a las emociones que la figura de Bernarda evoca en terceros: odio, maldiciones y maldad (García Lorca 2008: 142, 153, 158), entre otros. Bernarda siente igual y lo manifiesta al fusionar el aire perverso que permea el ambiente de su casa después de la visita de la gente del pueblo con la descripción del lugar: «... así hay que hablar de este maldito pueblo sin río, pueblo de pozos, donde siempre se bebe el agua con el miedo de que esté envenenada» (García Lorca 2008: 155156).

Como evidencia la cita anterior, el discurso es otro elemento que complementa y agrega a la ferocidad del ambiente.

En el drama de Lorca, la violencia de las declaraciones se intensifica conforme se desarrolla la acción. En el primer acto, Poncia deja claro que no tiene el menor cariño por Bernarda a pesar de los treinta años que lleva trabajando con ella pues la maldice y desea que un «... ¡mal dolor de clavo le pinche los ojos!...», y agrega que un día se hartará y ese día «se encerrará con ella en un cuarto y la estará escupiendo un año entero.» (2008: 142-144). Las mujeres que asisten al funeral del marido de Bernarda también se refieren a ella como una mujer «mala, más que mala», una «vieja lagarta recocida» que tiene «lengua de cuchillo» (2008: 151). Bernarda reconoce esta animadversión cuando señala que el pueblo ha llegado no para darle el pésame por la muerte de su marido sino «para llenar su casa con el sudor de sus refajos y el veneno de sus lenguas» (2008: 155).

El discurso de Bernarda alcanza también a sus hijas, directa o indirectamente y está acompañado de agresión física en ocasiones (García Lorca 2008: 160-162).

Otro elemento que marca la violencia del entorno desde el primer acto es la rivalidad y falta de amor entre las hermanas (García Lorca 2008: 173-177). Estos sentimientos se intensifican en el segundo acto. Por ejemplo, Angustias sostiene que «la envidia se come a Adela» por su noviazgo con Pepe el Romano (García Lorca 2008: 200). Bernarda, por su parte, lamenta el «pedrisco de odio que (sus hijas) han echado sobre su corazón» (García Lorca 2008: 218-225).

Los sucesos en torno a la hija de la Librada marcan el fin de segundo acto y son particularmente violentos y reveladores. Esta joven mujer tiene un hijo y para ocultar su vergüenza lo mata y lo esconde bajo unas piedras. Al ser descubierto el hecho, los hombres del pueblo la quieren linchar. El acto termina con Bernarda azuzando al pueblo a matarla, y Adela dando un grito de ¡No! cogiéndose el vientre (García Lorca 2008: 240). Adela siente en su entraña que si ese fuera su caso, su madre y el pueblo se comportarían de igual manera.

A la par, en la historia de Laura Esquivel, muy pronto en la narración, el personaje de Elena reprime a su hija Tita violentamente cuando la hija trata de opinar sobre el destino de soltería que se le impone. La madre estalla: «¡Tú no opinas nada y se acabó!». Como bien explica la narradora, «... con la misma fuerza con que sus lágrimas cayeron sobre la mesa, así cayó su destino sobre ella» (Esquivel s.f.: 16-17). Y en esta forma, se apaga en Tita la ilusión de una vida junto a Pedro. El efecto aniquilador de la realidad de Tita se hace tangible poco después cuando su madre le anuncia que Pedro se casará con Rosaura. No sabemos exactamente qué es lo que Elena dice a su hija, pero sí conocemos el efecto que la noticia causa en Tita y que se manifiesta como un frío «intenso y seco» un «... frío sobrecogedor...» que es como si Tita tuviera «.un hoyo negro en medio del pecho.» (Esquivel s.f.: 20-21, 24). Este evento marca un punto significativo en la muerte lenta del personaje. Tita sabe que su madre es una fuerza funesta en su vida y así lo explica el día que no logra matar rápidamente una codorniz a causa de su poca fuerza. En ese momento se da cuenta de que no se puede «.ser débil con esto de la matada.» y admite que hay que hacerlo como lo hace Mamá Elena, con fuerza, «de un tajo, sin piedad»; sin embargo, al continuar con el tren de sus pensamientos, Tita reconoce que su madre había hecho una excepción con ella pues «.la había empezado a matar desde niña, poco a poquito, y aún no le había dado el golpe final. La boda de Pedro con Rosaura (solamente) la había dejado como la codorniz, con la cabeza y el alma fracturadas...» (Esquivel s.f.: 49).

Atmósfera y discurso forman parte inherente de la violencia que domina las obras, pero el punto de quiebre es la rebelión de las hijas que se manifiesta en ambas en forma de “pecado” al desafiar y actuar en contra de la voluntad de sus madres contraviniendo las reglas morales y materializando la unión carnal con sus amantes. Las consecuencias se cristalizan en el desenlace.

En el drama de Lorca, Adela grita a los cuatro vientos la consumación de su amor diciendo «Aquí no hay remedio. La que tenga que ahogarse que se ahogue. Pepe el Romano es mío.» (2008: 272). Bernarda, al darse cuenta de que su hija ha compartido con él «la cama de las mal nacidas», como ella lo pone, abalea al amante de su hija. Acto seguido, aunque falla el tiro, hace creer a Adela que Pepe ha muerto, lo que provoca el suicidio de Adela (2008: 275-279).

En la historia de Esquivel, Tita rompe el lazo de esclavitud con su madre después de la muerte del hijo de Rosaura. El gran amor que Tita siente hacia el niño se inicia por una sorprendente circunstancia. Como sucedió en la infancia de la misma Tita, Roberto, el hijo de Rosaura, no puede ser amamantado por su madre. Tita, al escuchar el llanto hambriento y desesperado del recién nacido, no puede resistir el impulso de ofrecerle su pecho del que, casi por arte de magia, brota leche materna calmando el hambre del niño. Naturalmente, se crea un fuerte lazo de amor entre la tía nodriza y el niño. Cuando Pedro descubre el suceso no puede evitar amar, incluso más, a Tita. Ellos deciden mantener el hecho en secreto pero, como las tiranas siempre son suspicaces, Elena se da cuenta de que algo raro está pasando. En realidad, es inevitable adivinar la viva pasión que despiertan el uno en el otro y que se acrecenta por complicidad del secreto compartido. Para evitar que las cosas pasen a mayores es que Elena decide alejar a Pedro, Rosaura y su hijo (s.f.: 77-78), hecho que provoca la muerte del niño y, consecuentemente, una crisis nerviosa en Tita que la hace perder el habla y casi la razón (s.f.: 92-94). Es el proceso de cura lo que ayuda a Tita a romper con el yugo materno.

Después del destierro, a su regreso al rancho, Rosaura acepta el que Pedro y Tita sean amantes siempre y cuando mantengan las apariencias. Finalmente, Elena y Rosaura mueren, Esperanza, la hija de Pedro y Rosaura, se casa y parte con su esposo. Estos eventos liberan a Pedro y Tita de todas sus obligaciones; al fin solos, hacen el amor tan intensamente que Pedro muere. Tita no tiene interés en vivir sin él y, recordando una lección fantástica sobre ignición, comienza a comer fósforos y velas pensando en el rostro de su amado. Los fósforos se encienden en su interior gracias al calor del recuerdo de Pedro produciendo un incendio tal que consume sus cuerpos y el rancho entero (Esquivel s.f.: 199-216). Un final romántico, como se ha señalado ya, pero trágico a la vez porque no se puede ignorar lo que lleva a Tita a este desenlace: una existencia de humillaciones, dolor y sujeción que la obligan a llevar una vida secreta.

Tanto Adela como Tita están sometidas a sus madres quienes no les permiten ni pensar en la posibilidad de realizarse como individuos y disfrutar libremente de lo que la vida pudiese ofrecer. Ni Bernarda ni Elena son capaces de reconocer el individuo en sus hijas. En realidad, en sus relaciones con ellas lo que hacen es esclavizarlas.

Aunque estos personajes son ficticios y sus historias se desarrollan en otros tiempos[3], sus experiencias están, sorprendentemente, tan cerca de la realidad de su tiempo como de la del nuestro.

Tal como explica Jessica Benjamin en su tratado psicoanalítico Lazos de Amor, en la dialéctica de control, si uno controla totalmente a una persona, ella deja de existir; al mismo tiempo, el reconocimiento de la otra persona es una condición de la propia existencia independiente. Así, la verdadera independencia supone mantener el equilibrio de estos dos impulsos contradictorios. Para alguien que no puede aceptar su dependencia respecto de un ser que no controla, la solución es subyugarlo y esclavizarlo arrancándole reconocimiento sin reconocerlo en reciprocidad. Esta transacción se facilita en la relación madre/hijo porque, antes de poder valerse por sí mismo, el niño se encuentra en una situación dependiente y necesita de su madre; la madre abusiva aprovecha de esto para transformar la necesidad de su niño en dominación (1996: 73-74). En el caso específico de las niñas este síndrome se agudiza pues

... las madres tienden a identificarse más fuertemente con sus hijas; mientras empujan a los varones hacia afuera del nido, tienen más dificultades para separarse de las niñas. Al mismo tiempo, es más probable que las niñas teman la separatividad y tiendan a sostener el vínculo con la madre por medio de la obediencia y la autonegación. (Benjamin 1996: 103)

Esto llevado a un extremo insano «proporciona un terreno fértil para el sometimiento» (Benjamin 1996: 103).

Como se ha dicho en la introducción del presente análisis, cualquier tipo de abuso, sea este físico, emocional o psicológico es una acto de violencia, una suerte de condena a muerte, figurativamente hablando que, en mucho casos, termina en una muerte literal. No sorprende entonces que los sobrevivientes de abuso endémico sean en su mayoría seres sumisos, frustrados, denigrados e incapaces de florecer como individuos; en breve, personas dañadas. Penosamente, nuestro mundo está lleno de ellas.

Referencias

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Notas:

[1] Este compendio está basado en el Curso Dogmático Salmanticense, comentario a la Suma Teológica; fue redactado entre 1620 y 1712 por el Colegio de los carmelitas (Llamas 1991).

 

[2] Véase Baker, Armand. «Lorca’s La casa de Bernarda Alba and the Lack of Psychic Integration ». En <http://www.armandfbaker.com/publications.html>. Baker, de la State University of New York en Albany, ofrece un interesante análisis junguiano, si tal término existe, sobre la falta de integración psíquica individual de los personajes en el drama de Lorca.

 

[3] La casa de Bernarda Alba refleja el mundo oscurantista y clasista previo a la proclamación de República, c. 1931 (Vilches de Frutos 2008: 64) y, gracias a la referencia a la Revolución y a los villistas es evidente que la historia en Como agua para chocolate refleja el mundo retrógrado y machista alrededor del año 1910 en un pueblo mejicano de la frontera con los Estados Unidos.

 

Ensayo de Marissa Consiglieri
Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas
pcarmcon@upc.edu.pe

 

Publicado, originalmente, en: Cuadernos Literarios N. 10, 2013, pp. 67-80
Cuadernos Literarios es una revista de periodicidad anual editada por el Fondo Editorial de la Universidad Católica Sedes Sapientiae
Link del texto: https://cuadernos.ucss.edu.pe/index.php/cl/article/view/30

 

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