Neruda cocinero

Del cuaderno de Juan Gustavo Cobo Borda

En 1965 Neruda llega con Matilde Urrutia a Budapest. Allí se encuentra con Miguel Ángel Asturias y Blanca, su mujer. Descubren, asombrados y satisfechos, que los vinos y las comidas de ese país, Hungría, que llevaba ya diez años bajo control ruso, conservaban su variedad campesina y su deleitable sabiduría popular. Durante un mes, por campos y ciudades, comieron y bebieron y exaltaron en innumerables brindis, tanto en verso como en prosa, las delicias de la vida. El poeta que había redactado los estatutos del vino, las virtudes del apio y la alquimia del caldillo de congrio mantenía alerta su paladar. Así describe las legumbres húngaras:

Inolvidables berenjenas, lechugas saltadas, paprikas frescas en la ensalada vestida como una novia húngara, calabazas finas hasta olvidar su origen, convertido en queso, en pastel, en sabor de oro, pepinos de agua pura, recién traídos de sus lechos de tierra o fermentados y agridulces, champiñones multiplicados por la lluvia en el bosque aromático, legumbres puras que el contacto del aceite, de las mantecas, del vinagre, de la sal, y del fuego representan con maravillosa abundancia la tierra fecundísima.

Tenía los pies bien puestos en la tierra y si dormía religiosamente la siesta o divagaba, en sus cuadernos escolares, con su proverbial tinta verde, no dejaba por ello de situarse en el mundo con mirada propia e intensa. Vio muchas de sus utopías hechas trizas, incluso la última y más triste de la Unidad Popular que con su concurso había llevado a Salvador Allende al Palacio de la Moneda y recibió de parte de Fidel Castro y el régimen cubano la inmerecida afrenta de cuestionar sus credenciales de izquierda por haber visitado los Estados Unidos. Ante el auge eufórico de los muchos Vietnams guerrilleros en que debía convertirse América Latina, él podría parecer un formal y ortodoxo animal prehistórico del comunismo soviético. Pero no. No era así. Todavía tenía garra e ira. Y acabó con Richard Nixon “A verso limpio":

Heredamos a Nixon, el furioso

a verso limpio y corazón certero.

Así pues, decidí que falleciera

Nixon, con un disparo justiciero:

Puse tercetos en mi cartuchera.

Quería estar en el combate y en la fiesta. En el disfraz del carnaval y en el camuflaje clandestino, para aludir a la policía o a sus mujeres, como Delia del Carril o Matilde Urrutia, que lo celaban inclementes con las nuevas y más frescas musas. Reconocía, sin pudor, sus innumerables efectos y, con todos ellos, en dosis imprevisibles de sabiduría y mal gusto, armaría su insuperada poesía. Esta anécdota colombiana, contada por su biógrafo Volodia Teitelboim lo pinta de cuerpo entero:

Cuando, a proposición de Neruda, se pensó en el escritor y lingüista Baldomero Sanin Cano para el premio Lenin de la Paz, según la costumbre, se le dirigió un cable preguntándole si aceptaría esa distinción. Pablo fue el encargado de redactarla. Después mostraba con gran alborozo la respuesta. No sólo porque el agraciado se mostraba muy complacido con el galardón, sino, sobre todo, porque el famoso gramático había devuelto corregido el texto redactado por Neruda donde sorprendió faltas. Era el eterno conflicto entre el gramático y el poeta. Y esto daba risa al poeta[1]. Zahirió a Laureano Gómez y rechazó una medalla que quiso imponerle Carlos Lleras, pero amó el Museo del Oro, las esmeraldas de Muzo y a sus amigos como Jorge Rojas y Arturo Camacho Ramírez. En verdad era un poeta. Prefería la risa y la palabra. Esa palabra única que todavía nos alumbra y deslumbra. Gonzalo Rojas, el poeta chileno que acaba de recibir el premio Cervantes, lo dijo mejor: Crecimos con Neruda, nos enamoramos con Neruda, nos embriagamos y nos desollamos con él, fuimos con él hartazgo y desenfreno, y ahondando en los sentidos volamos hasta el absoluto.

Un absoluto bien terrestre y visionario: el de Residencia en la tierra. El de esa ancha libertad hospitalaria con que trató de que toda América, de Bolívar y Miranda hasta el Juan Sin Nombre de cada día, cupiera en sus versos. Allí permanecen, vivos y contradictorios, como lo fue Neruda, aún grande y todavía inabarcable.

Nota:

[1] Volodia Teitelboim, Neruda. Buenos Aires. Editorial Sudamericana. 1966. pp. 338-339.

 

Del cuaderno de Juan Gustavo Cobo Borda (Colombia)
Periódico de Poesía nueva época, número 7 agosto de 2004

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