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Memorias y Peripecias de una traductora en La Habana
de
“El otoño de una mariposa”
Cuentos

Madalina Cobián
madalinacobian2008@yahoo.com 

Ser traductor de Inglés en La Habana se ha convertido en una profesión a la que todos aspiran llegar. Después de tantos años de prohibición de la enseñanza de este idioma, por ser el idioma del enemigo, resulta ser que, “la práctica como criterio de la verdad”, ha arrojado que el único idioma que resuelve los problemas económicos y de muchas otras índoles del mundo, es el Inglés.

Ahora todo el mundo quiere hablar Inglés, “aunque sea un poquito para comunicarme” (lo que quiere decir: poder decirle al extranjero lo que me hace falta para que me lo compre). Algunos vienen y te ponen un fajo de billetes sobre la mesa y te dicen:

-“Yo quiero hablar Inglés en tres meses, cueste lo que cueste”.- como si aprender un idioma fuera como ir a comprarse un par de zapatos en una boutique. 

Otros, más humildes, te dicen: Enséñame algunas cositas como: “Jaló, may fren”, “canai hepiu”, cositas sencillas para entablar conversación y hacer amistad.” Y otras, las más recatadas, aprenden lo necesario para entablar la conversación, lo demás, lo hace el sexo; aunque hay algunas, la mayoría que no necesitan el idioma para nada: todo lo resuelven la seña y el sexo.

Algunos burócratas te llaman y hablando en plural, te dicen: 

-“Nosotros queremos que el personal de nuestra empresa aprenda a hablar Inglés, porque nos preocupa la superación de los trabajadores, Independientemente, de que estamos interesados en establecer relaciones con el extranjero. Pero las clases se impartirían de forma discreta, sin que se publique. Y en cuanto al pago suyo, se le haría sin que aparezca en la nómina como profesora, sino que se le pagaría por Caja Chica, como “otros gastos”. “Ahora, entre Ud. y yo. ¿Ud. cree que me podría dar unas clasecitas particulares en su casa, o aquí en mi oficina? Yo le pagaría bien. Es más, ¿les podría dar clases a mis niños? Usted sabe que hace falta aprender dese niño para que luego no pasen trabajo de adultos…”

Parece que todos se hallaban haciendo honor a aquel poema de Nicolás Guillén de los años 50s, que hacía referencia a la Cuba de entonces cuando decía:

-“Ajá, tu no sabe Inglé”.

Y que luego cambió, cuando más tarde quiso referirse a la nueva Cuba, diciendo:

-“Tengo lo que tenía que tener”.

Pero, en un final, el objetivo es el mismo. El dominio del idioma Inglés facilita el “jineteo” y todo el mundo quiere “jinetear”.

(Jinetear en Cuba no significa andar a caballo, ni tampoco como en tiempos de la lucha azucarera, que equivalía a devengar el fruto de la riqueza que obtuviera otro con su sudor; aquí equivale a colocar la fuente de riqueza entre las piernas y andar sobre esta.) 

¡Que rico es el español! ¡Y como evoluciona la lengua con el devenir histórico y los fenómenos sociales!

El “jineteo” transita por todas las esferas de las clases sociales y casi siempre está al alcance de las o los traductores del idioma, que son, en un final, los que dominan el contenido del tema a tratar y aunque la traducción siempre debe ser exacta, estos pueden en un momento determinado, hasta suavizar el tono de la expresión del hablante, pues a veces, una de las partes se molesta y su reacción es molestarse con el traductor. 

Una vez, muchos años atrás, me fueron a buscar a mi escuela para servir de traductora a unos irlandeses que querían establecer un negocio en el país. La conversación se llevó a cabo en el restaurante de un hotel de lujo durante la cena. Las dos partes se sentaron a la mesa frena frente y yo en el medio. Sobre la mesa, un menú esplendido, cuyo plato fuerte era “Pollo a la Golden Blue”. Los negociantes, hablaban, exponían sus partes y mientras escuchaban, comían callados. Todo estaba saliendo perfecto, salvo que cada vez que yo iba a comer, uno de ellos hablaba y yo no podía empezar a disfrutar mi pollo, porque tenía que traducir. De repente, uno de ellos, se molestó, argumentó que no habría trato, se paró de la mesa después de pedir permiso y marchó. El otro lo imitó. Yo miré mi plato sin iniciar, miré a mi alrededor y como los empleados y el resto de los comensales me estaban mirando, me dio pena echar el pollo en la cartera, por tanto me puse de pie con la boca hecha agua por el pollo que había dejado sin tocar y corrí hacia el transporte que casi me deja. Y lo peor fue que no me pagaron, porque consideraron mi trabajo como voluntario. Desde entonces entendí que mi profesión no era la de traductora, porque no hay nada peor que trabajar subordinado a la voluntad espontanea de otros. Y yo en mi aula, era dueña y señora. 

Bueno, hablábamos de “jineteo”. No siempre se llama así. En las altas esferas, en los polos científicos, culturales, diplomáticos, etc. siempre hay un traductor o traductora joven que si llegó allí, no fue porque fuera precisamente pobre, negra, o de alto nivel cultural, sino por pertenecer a la descendencia de alguna familia de alta estirpe, lo que la avala para desempeñar este cargo, o el de Secretaria de un alto gerente, lo que le facilita las relaciones con, o un viaje al exterior, donde siempre se va a quedar y en el peor de los casos, termina casándose con el visitante extranjero o siendo invitada a pasar una temporada en el país de este. Luego de obtener su residencia y nacionalidad en ese país a través del matrimonio, invita a sus padres a visitarla y de paso obtiene para ellos, un PRE. (Permiso de Residencia en el Extranjero), mediante el cual, puedes vivir todo el tiempo que tu quieras fuera de Cuba sin que te toquen tus propiedades en Miramar o El Vedado. Eso se considera tener suerte en el amor. Haber hecho un buen matrimonio. Cosas del destino. ESO NO ES JINETEAR.

A mi me hubiera gustado poder correr esa suerte, porque preparación tenía, pero esta etapa me cogió muy vieja y sin el amparo de un árbol genealógico ilustre, por tanto no pude aspirar más que a lo que me tocó, que en un final, no fue del todo malo. Pero, por eso, no critico a las “jineteras”, porque si yo hubiera sido joven y tenido la oportunidad, quizá, hubiera hecho lo mismo.

Cuando me retiré de Educación a los 55 años de edad, ya no apta para jinetear, trabajé contratada en algunas entidades que me solicitaban como profesora, pero que siempre incluían algún trabajo de traducción que se pegara. De varias de esas empresas guardo anécdotas graciosas, pero de la que más anécdotas divertidas guardo fue el Departamento Nacional de Música, donde se preparaba al personal y a los artistas para sus futuros viajes al extranjero. No se me contrató como profesora, sino como Personal de Apoyo al Artista. 

Con la irregularidad que caracteriza al mundo de la farándula, así a veces se veían mis clases, pues tan pronto se presentaba un evento artístico, se suspendían las clases hasta concluido este. Fueron tantas las reincidencias que opté por dejar las interrupciones por imposible y simplemente, dejar el agua correr, siempre que me pagaran. 

Un día llegó un grupo de rock norteamericano (cuyo nombre no quiero mencionar por evitar problemas posteriores) para efectuar una gira por la Habana y me preguntaron que si quería servir de traductora (por supuesto para justificar mi salario). Acepté. Me asignaron un fotógrafo con una cámara de video para que ambos acompañáramos a la representante de la institución: Una prieta alta, de largas trencitas postizas rubias, que no hablaba Inglés. Ese día desde las 9 am, estuvimos en el aeropuerto hasta que llegara el vuelo de los músicos. Luego, fuimos a una Conferencia se Prensa en el Hotel Nacional, donde tenían sus propios traductores, más tarde un recorrido por el Casco Histórico de la Habana Vieja, y al final una reservación para comer en el Restaurant El Floridita, el restaurant que solía visitar Hemingway.

Nos pasaron a un salón muy elegante, de alfombra y cortinas rojas, donde se cuenta cenaba el escritor americano. Los músicos, acompañados de sus esposas, hijos y familiares, ocuparon una larga mesa. Al lado en una mesa para tres, nos mandaron a sentar al fotógrafo y a mí porque la representante había salido no se a que. A la hora de pedir el menú, los músicos pidieron entrantes de camarones y langostas con un nombre raro, filete de res con un apellido francés y un postre que parecía muy fino y que no llegamos a probar, pero que dedujimos que tenía que ser muy caro por su aspecto. Cuando el mesero hizo el pedido en nuestra mesa, el fotógrafo y yo respondimos: lo mismo que los músicos. Por supuesto, no sabíamos que otra cosa podíamos pedir. Nunca habíamos estado allí, ni sabíamos lo que allí se comía. Estábamos terminando el plato fuerte para ir hacia el postre, cuando vino la representante sacudiendo sus trencitas postizas y nos hizo parar de la mesa censurándonos por haber comido.

-¿Qué hacen Uds. comiendo aquí? ¿Quién les dijo que podían comer? El Estado no puede pagar esa comida. No toquen el postre.

Viendo el insulto de la representante, le contesté. 

-De dónde saca Ud. que se puede tener a una persona trabajando desde la 9. am, hasta las 9 pm sin comer? 

Y el fotógrafo se apuró a decir:

-A mi me dijeron que me sentara y pidiera y yo lo hice. 

La representante nerviosa continuó hablando:

-¿Saben cuanto cuesta cada uno de los filetes que se han comido? Veintiún dólares. Nosotros no podemos pagar eso. Se supone que a Uds. se les debería traer una cajita con comida elaborada en el centro, pero no ha llegado, pero aún así, eso no les da derecho…..

El fotógrafo y yo nos miramos como diciéndonos.. ¡Que bueno que hablaste tarde! Ya no tiene remedio, mientras ella se rompía la cabeza tratando de hacer entender al representante norteamericano que por error se nos había servido comida y a esa hora ella no podía pagarla. El individuo después de contar y recontar, pagó la cuenta, entonces ella se sentó a disfrutar su filete. 

Al día siguiente fuimos a un recorrido por Miramar y a conocer el Teatro Carlos Marx, (Antiguo Teatro Blanquita, por cuyo nombre está prohibido llamar) y al pasar por la Tribuna Antiimperialista, lugar donde iba a realizar su actuación esa noche, frente a la Embajada de Estados Unidos, los músicos se percataron de la presencia de un gigante bandera negra con una gran suástica blanca que enfrentaba la embajada. Inmediatamente me comunicaron que informara a mi jefa que si no quitaban la bandera ellos no actuaban. Esto causó gran alboroto entre los dirigentes y organizadores del espectáculo. Casi me culparon a mí por haber traducido esa frase y encima de eso querían que yo le hubiera dado respuesta a esa frase, como si hubiera sido esta mi función. Al final, se pusieron de acuerdo entre ellos, quitaron la bandera y el concierto se dio en su momento.

Como a los pocos días se celebró un evento musical internacional, se repitió la misma historia. Había músicos de muchos países. Esta vez me asignaron un pianista japonés y su esposa, su representante. El pianista resultó ser un gran empresario, promotor de la música cubana en Japón, que a su vez convocaba con sus propios recursos, todos los años a un premio internacional de música cubana, cuyo requisito indispensable era el interpretar la música de Ernesto Lecuona. Dentro de las actividades planificadas, se encontraba visitar la Facultad de Piano de la mayor Institución de arte del país, impartir una clase magistral y tocar con los profesores y mejores alumnos del centro.

Cuando llegamos, hice las presentaciones pertinentes ante la Vice-Decana y planteé los objetivos de la visita del músico japonés. Al conocerlos, estuvo de acuerdo con todo salvo con lo de la práctica de la música de Lecuona, argumentando:

-“Si está interesado en la música de Lecuona, vino al lugar equivocado, pues ese intérprete no está incluido en el contenido de música cubana que se estudia en esta Institución.”

El japonés se quedó boquiabierto, sin atreverse a preguntar por qué y comenzó a prepararse para su clase. 

La pequeña sala, con dos pianos, estaba concebida para corta auditoría. No había electricidad desde hacía una semana, por tanto no había aire acondicionado, de lo que se desprendía que había que abrir una gran ventana que daba a la parte trasera de la cocina de la escuela donde se almacenaban los desechos de la comida. Inmediatamente tuvimos ventilación y junto con el aire, entraron las moscas, que quizá atraídas no se porque iban a posarse sobre las manos del artista que ensayaba su ejecución. Esto lo hacía interrumpir su ensayo, por lo que su esposa y yo, tomamos un par de toallas chicas que ella portaba en su cartera y nos mantuvimos sacudiéndolas alrededor del pianista para alejar las moscas durante toda su actuación. Afortunadamente el japonés resultó ser tan comprensivo, que a cada una de mis excusas, respondía riendo en su mal español:

-“Noimpoltá, noimpoltá. tamooooo en Cuba”.

Pero el mal rato no acabó ahí. La esposa del pianista sintió deseos de ir al baño y yo la llevé a la oficina de la Decana para que le permitiera ir al suyo. Esta la miró de arriba abajo como analizando el origen de la persona, y después de ver que no era rubio, ni de gran tamaño, inmediatamente dijo que no. Seguimos entonces para el baño de los alumnos, que, como había dicho anteriormente, no había electricidad, y al faltar esta, no había agua y al faltar el agua no se limpiaba desde hacía una semana. Yo no sabía que excusa inventar y casi me muero de vergüenza pidiendo disculpas, pero ella lo entendió todo muy humildemente.

Esa tarde nos fuimos al teatro Amadeo Roldán, antiguo Teatro Auditorium, para su concierto. Mientras esperábamos la hora indicada de entrada para su preparación, me invitó a un refrigerio en la cafetería frente al Teatro, que ha cambiado tanto de nombre que ya no sé si es el antiguo Potín o El Carmelo. Mientras tomábamos el fresco me preguntó:

-¿Por qué este teatro, que es el mejor de La Habana, se llama Amadeo Roldán y no Ernesto Lecuona?

Intenté explicarle que Roldán, aunque no tan pródigo ni conocido en el extranjero, había sido un músico relevante que había muerto en Cuba, etc…

El japonés, que de bobo no tenía un pelo, inmediatamente me contestó:

-Ya se. Lecuona murió en España. Y estoy casi seguro que esa es la razón por la que tampoco se estudia en la Universidad.

Yo me quedé callada y no respondí. Miré para otro lado y cambié la conversación, que estaba tomando un carácter peligroso. No sería yo quien le dijera que Lecuona había abandonado el país en 1961 y por tanto era mal considerado en Cuba. ¿Y si el japonés había sido invitado por la Seguridad?

Una de las noches más significativas durante este evento fue la noche de las presentaciones de los músicos entre sí. La representante nos orientó acompañar a nuestros invitados durante el día, hasta las 8pm, en que debíamos llevarlos hasta el Hotel Cohiba donde se realizaría un coctel para que los músicos se relacionaran entre sí; pero advirtió:

-“Ustedes no están invitados. No deben participar en el Coctel. Este es solo para los artistas y las personalidades de la cultura”.

Así se hizo. Yo llegué con mis invitados, como muchos otros traductores; que por cierto me di cuenta de que la mayoría de estos eran muchachos jóvenes; la única vieja era yo. Allí nos esperaba la representante para recibir a los invitados y hacerlos pasar. Cuando todos hubieron pasado, nos dijo: 

- “Esperen aquí en la puerta del hotel, que yo voy a mi casa a cambiarme y a coordinar un transporte para trasladarlos a sus respectivas casas y recuerden. Mañana a las 9 am, en el Departamento de la Música”. 

Tan pronto arrancó el carro de la representante, Rafael, un joven con mucha chispa, traductor de japonés y que físicamente parecía nipón, se dirigió al resto de los traductores que esperábamos y nos dijo:

-Que se crea ella eso. Vamos conmigo.

Lo seguimos hasta la puerta el salón donde se celebraba el coctel. Allí Rafael habló con el portero en japonés algo que este no entendió, por lo que utilizó entonces un español con acento nipón, para decir que el grupo era parte de la delegación y que estábamos invitados a participar. Ya dentro, participamos de todas las abundantes bondades del coctel por espacio de casi dos horas. Comimos pinchos de distintas carnes, degustamos platos japoneses, bebimos whisky, sake y otras bebidas, hasta que, llegó la representante muy elegante, con sus trencitas recogidas en un moño alto y sin transporte alguno. Al vernos en tan amena diversión, pero siempre siendo útiles con la traducción, nos dijo:

-“Ah! ¿Con que vinieron, No? Bueno, si ya están aquí, entonces preséntenme como la anfitriona, que yo quiero conocer a todos los músicos personalmente”.

Acto seguido, los traductores, uno a uno, nos fuimos desapareciendo y nos volvimos a ver en una parada lejana al hotel, donde reímos a plenitud por la maldad que le habíamos hecho, mientras la representante quedó en medio de aquel salón haciendo gestos a los extranjeros para darse a conocer.

Yo llegué a mi casa con los zapatos en la mano y los pies ampollados, pero con la satisfacción de haberme vengado tan siquiera un poquito de ella.

Al día siguiente, el pianista se desconectó del programa oficial del evento y me dijo: 

-“Llévame a conocer todo lo relacionado con la música en La Habana Vieja.”

Fuimos al Museo de la Música a comprar partituras de música cubana, al Teatro antiguo Convento de San Francisco, a la Sala Concierto de la Iglesia de Paula, Al Teatro García Lorca, al Parque Japonés de la Ave. Del Puerto, donde se exhibe una escultura de un samurái cuya mirada está dirigida exactamente, siguiendo la dirección desde ese punto, hasta el Japón, en honor a los primeros japoneses asentados en Cuba y por último fuimos a almorzar al Hostal de Valencia, donde sirven una rica paella.

Estando disfrutando de mi paella, pasó por la calle una comparsa de zanqueros y los japoneses atraídos por la novedad musical, se pusieron de pie y corrieron tras la comparsa para tirarle fotos.

Yo, recordando lo que me pasó con el pollo a la Golden Blue y el filete de apellido francés, me quedé sentada, disfrutando de mi paella.

-¿Qué si me agradeció el japonés?

- Si. Me regaló el mismo ramo de flores que le otorgaran a él el día de su concierto. 

Definitivamente, o soy muy mala en la profesión, o no nací para traductora.  

Madalina Cobián Madalina Cobián
madalinacobian2008@yahoo.com 

http://www.enelatardecerdetuvida.blogspot.com/

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