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Una visión dialéctica de Bruna, Soroche y los Tíos de la autora ecuatoriana Alicia Yánez Cossío

por Yolanda Celi
yoli1116@gmail.com

 

El pensamiento inequívoco del ser es que
somos más…sí y permanecemos vivas.

 

El papel de la mujer en el escenario histórico ha sido determinante. De pronto la convencionalidad en el mundo de las letras nos ha colocado de frente a un estereotipo de mujeres –vida y acciones de éstas- ligadas a la visión político-ideológica de quienes han recogido esas experiencias por fuera del contexto correcto o del análisis objetivo, por el contrario, se han sumido en ópticas estrechas, desnaturalizando su esencia fundamental que ha sido sacrificada o sometida a cierta frivolidad en la visión de género que eventualmente dice mucho y  poco a la vez. De ahí que las reivindicaciones de la mujer han sido recreadas desde la levedad del feminismo lacerante, subjetivo, que observa solo algunos aspectos del problema, soslayando criterios decidores como los que sostenía Mao Tse-tung[1]: “Las mujeres sostienen la mitad del cielo, porque con la otra mano sostienen la mitad del mundo”.

Desde visiones indigenistas que recrean el racismo a partir de otra óptica o desde ese “otro punto de vista” del nacionalismo indigenista que despreciativamente se refiere a los mestizos como mishos.  Los argumentos cosmopolitas que colocan a la mujer como un actor asilado del conjunto de la sociedad bajo el membrete de la “liberación pagana”, el llamado “feminismo burgués” que pretende desnaturalizar la sexualidad de la mujer y “elevar” su rol y derechos a los mismos que esgrimen los hombres desde la perspectiva machista. La visión binaria que simplifica los roles a lo masculino-femenino y que establece la división sexual del trabajo, o la posición de clase, “marxista,” que le da una valoración más cierta al mostrar su identidad primaria desde el concepto de clase y al que se subordina todos los otros elementos que constituyen o conforman el ser mujer desde lo biológico.

El muestrario de interpretación de género en la literatura ecuatoriana ha sido visto así, de esa manera y en alguna medida con cierto rigor académico que responde a las distintas corrientes del pensamiento, sin que necesariamente esto quiera decir que el tratamiento sea el correcto.

Se ha pretendido mostrar o generar cierto análisis de la discriminación, explotación y sumisión de la mujer desde la heurística de la confrontación mujer-sociedad sin entender que la mujer no está en conflicto con la sociedad, sino que es parte de ella y de sus conflictos, de sus contradicciones. Que el rol asignado en el transcurso del tiempo no responde a una visión-acción del machismo o de la llamada sociedad patriarcal, sino de un formato social al que el factor, raza, género, clase, le da su lugar, su momento y su movilidad específica. Que las respuestas que ella ejercita, sobre todo de aquella que deviene de un escenario social tan complejo, elaborado y conflictivo como es el campo, donde es oprimida (históricamente) porque es indígena, explotada por ser campesina, discriminada por ser mujer y violentada por ser esposa o compañera, convoca en sus manifestaciones de rebeldía o contestatarias a mostrarse –en muchas ocasiones- como violentas, otras sumisas y otras de formas pocas veces perceptibles por fuera de su visión cosmogónica, o es que acaso el silencio no es una forma de rebelarse(?).

Sin embargo, a pesar de ser preponderante este tipo de ponencias y estar abstraídas en la equivocación,  ese es un aspecto del análisis: mujer-sociedad, pero hay el otro, sociedad-mujer, con cierta base constructivista, que recrea a Vigotsky y su teoría del aprendizaje-formación, los grados o niveles de incidencia de la sociedad en el proceso cognitivo del individuo, y para el caso, de la mujer. Desde luego, las respuestas sociales que tienen los distintos actores sociales siempre oprimidos, discriminados, explotados, serán correlativas a cuánto y en qué medida la sociedad en su conjunto ha operado sobre su forma de pensar, sobre el campo de la conciencia,  y en ese sentido  sus manifestaciones contestatarias  van desde la resistencia pasiva (enfoque inicial que le da a los tres personajes fundamentales de la novela Bruna, Soroche y los Tíos de Alicia Yánez) hasta la resistencia y ofensiva activa (segundo momento que viven cada uno de los protagonistas de la novela).

Este enfoque debe ser analizado también en el estadio histórico y su movimientos, sus contradicciones. Por ejemplo, las respuestas que daban las mujeres en las luchas contra el despótico régimen feudal de García Moreno, en 1871, lideradas por Fernando Daquilema, fue decisivo, valiente, audaz y hasta cruento el momento de exteriorizar su profundo odio hacia losrepresores:

Atacaron Cajabamba con 10.000 indígenas armados con lo que tenían, las mujeres con piedras y palos; se establece la lucha a muerte, no tienen buenos resultados, la mayoría huyen y son tomados presos 60 indígenas. Luego se reorganizan para atacar Punín y se enfrentan a las milicias enviadas por el gobernador. Es célebre el enfrentamiento entre Manuela León y el teniente político, venciéndola ella con una garrocha y luego le arrancó los ojos y los guardó en la faja de su anaco. Se tomaron con facilidad el pueblo, liberaron a los presos y luego se retiraron ante la noticia de que ven0ían refuerzos de soldados.  CITATION Ric99 \l 1034 (Ulcuango, 1999)

Obviamente, Manuela León, Fernando Daquilema y otros líderes de la rebelión fueron cruentamente asesinados. Pero como éste, otros tantos ejemplos (Gabriela Ninal, Antonia Salazar, Baltazara Méndez, Lorenza Abimañay, etc.) han ubicado a las mujeres, no desde la perspectiva de género, sino del rol en la producción y en la historia, como partícipes y protagonistas de luchas donde la violencia ha sido el factor dirimente e inclusive identificador y aglutinador con los hombres. ¿o es que acaso la reivindicación de la mujer en las luchas agraristas no respondía al interés de éstas por exigir su derecho a la tierra, al trabajo? ¿acaso las participación y reivindicación de las mujeres en las luchas agraristas no llevaban, de manera implícita, la lucha por sus reivindicaciones de género?

Asfixiar la intención de lucha femenina al aspecto meramente de género nace, en el país,  ligado al feminismo burgués que subyace en la manera cómo aborda y despliega sus logros  Matilde Hidalgo de Procel,  que le arroga a la reivindicación femenina el derecho a los mismos logros del hombre y a otros aspectos como el de la igualdad de frente a un formato social que está diseñado para que eso no pase de ser sino una ilusión. Rodas Morales, lo dice de esta forma:

Hasta la irrupción del feminismo como reflexión metódica y como práctica política continuada, (segunda mitad del siglo XX) las mujeres constituían un colectivo sistemáticamente inferiorizado y ausente de la historia. Cierto que Engels en el sigo anterior (1884) había intentado una explicación sociológica sobre la subordinación de la mujer pero prevalecía la posición rousseauniana que consideraba a la mujer un producto primitivo que debía vivir conforme las necesidades reproductivas de la naturaleza. Salvo contados casos de pensadores favorables a la emancipación femenina, un reiterado silencio omitía la presencia de las  mujeres en los procesos de constitución y mantenimiento de los pueblos.

Con la insurgencia del feminismo se impuso la necesidad de visibilización de las mujeres en los procesos históricos y la recuperación simbólica de su pasado. Este trabajo de recuperación tomó dos vías: la historia de vida de individualidades claves o el estudio de la movilización de las mujeres (párr.3)

Desde luego, la violencia  ha sido una forma, una manifestación de cómo rebelarse, no obstante han existido otras, Manuelita Sáenz: entre la conspiratividad independista y el amor proscrito (amante del libertador Simón Bolívar, aspecto muy importante por el momento histórico en el que se dieron estos hechos) dándose modos para ir contra todo estereotipo de heroína. Pero es oportuno preguntarse, Manuela Sáenz, al no ser indígena, campesina, ¿habría tenido la misma suerte de ser recuperada históricamente sino hubiese sido la amante del libertador o provenir de otro estrato social?. Basta analizar la serie de personajes femeninos que fueron muy importantes en este mismo período sin que hayan sido consideradas de la misma manera: Manuela de Santa Cruz y Espejo, por ejemplo, que asumió en las luchas independistas un importante rol revolucionario desde el manejo de la prensa, a ser la primera “periodista” ecuatoriana o como lo recupera Cecilia Ansaldo cuando se cuestiona del porqué la historia no la “recoge” con la misma valía como sí sucede con otras mujeres protagonistas de la gesta libertaria: “¿será, porque como dice Paladines, …ella, la primera periodista de la Real Audiencia de Quito, la primera mujer que se atrevió a escribir en público, la primera que se atrevió a enfrentar con su medio con la palabra…fue a su vez de las primeras víctimas del silencio y de la prensa…” CITATION Cec05 \l 1034 (Ansaldo, 2005)

Poco o nada representan para las actuales generaciones las tres Manuelas que oportunamente rescata Jenny Londoño cuando se refiere a Nicolasa Jurado que se hacía llamar Manuel Jurado, a Inés Jiménez, amiga de Nicolasa, lojana al igual que ésta, se hacía pasar por Manuel Jiménez y a Gertrudis Esparza, ambateña, que utilizó el nombre de Manuel Esparza, mujeres que se vestían de hombres para poder participar como soldados en las huestes independistas, particularmente en la Batalla de Pichincha.  CITATION Lon09 \l 1034 (Londoño, 2009)

Es decir, eso de asumir roles por fuera del asignado socialmente es un acto recurrente en nuestro devenir. María Illacatu lo hace y si para las Manuelas es un extremus la necesidad de vestirse de hombre, pues para María, de ser guaricha, rabona (como dice Londoño), que lo soporta todo del hombre, del esposo, pues su extremuses el asesinato y el suicidio.

Se habla mucho de la sociedad patriarcal, Alicia Yánez lo maneja como panacea histórica, de todas formas es, en verdad,  el formato social que con el transcurrir del tiempo se desdobla evolucionando los roles que debe cumplir cada miembro de la sociedad.

Hay que analizar el contexto, eso hay que hacer, sobre eso hay que apoyarse. En esto hay que insistir, las formas varían dependiendo del rol, del momento y del lugar. Y lo que hace Alicia Yánez Cossío en Bruna, Soroche y los Tíos es precisamente eso, tomar una de las tantas formas de cómo la mujer, desde su posición biológico-social asume su acción de rebeldía, contestataria en contra del régimen social. Alicia Yánez elabora un imaginario social no convencional (y a pesar de esto tiene base objetiva en la medida que esos escenarios son ciertos en el recurrir histórico), para anidar en un relato que ojea en el tiempo y lo dosifica desde la trivialidad, la cotidianidad, para encontrar en las relaciones interpersonales y familiares el suficiente argumento para hacer de María Illacatu una apologista de lo no formal (entendido como formal el mundo de los blancos), a Camelia Llorosa la capacidad de manipular su virginidad y belleza como instrumentos para evidenciar su desprecio a los hombres,  o la lucha interna de Bruna y su venganza incendiaria como muestrario del corolario en Catovid-Illacatu.

Da la idea de que Alicia Yánez Cossío recrea el racismo,  el machismo y la religiosidad desde una visión liberal (que no evidencia en la novela de manera clara) que esas taras sociales (machismo y racismo) y la manipulación de la religiosidad de las masas,  son uno de los tantos instrumentos que desde la colonia, la feudalidad, han devenido en semifeudalidad y que de manera permanente ha sido esgrimido por concepciones ligadas al liberalismo radical.

Que la valoración del Poder no se muestra necesariamente en la capacidad o respuesta económica y en los fueros políticos, sino que es necesario, además del Poder, tener nombre, apellido y obviamente ser “blanco”.

Un aspecto fundamental de las relaciones de producción feudales o semi feudales es el  esmero de las clases dominantes por tratar de argumentar que el Poder no solo  se lo ejercita desde el orden económico, político, social, sino arrogarle también cierta valoración racial que “legitima” la superioridad en todos los ámbitos. Esta valoración tiene mucho que ver con el triste legado de la colonia y que quiérase o no, sigue siendo un factor imperativo en las relaciones de Poder y en la interacción social. Entonces es evidente que al no existir la suficiente fortaleza económica, productiva, (riqueza material) “por lo menos” se puede rescatar el aspecto social manejado desde el nombre, el apellido  y la “supuesta” descendencia como aquello que marque la diferencia con los estratos o clases oprimidas a las que se las contrasta no solo por el rol que cumplen en la producción y en la escala de Poder, sino por sus rasgos o características étnicas. María Illacatu llegó a tener el poder económico, a recrear los bienes, sin embrago seguía siendo india, seguía siendo Illacatu, entonces ante la sociedad no tenía absolutamente nada.

La propuesta literaria de Alicia Yánez Cossío  en Bruna, Soroche y Los Tíos si bien es cierto es nueva, creadora, propositiva en el mundo de las letras, también tiene base social cierta, objetiva, pues ese rancio y repetitivo comportamiento de negar raíces, negar devenires, no es nuevo en nuestra sociedad, es un patrón que ha logrado subsistir desde la colonia hasta nuestros días.

Ya la historia en el Ecuador tiene algunos referentes al respecto. De hecho, Alicia Yánez C. lo aborda en su trabajo y que sin duda alguna fue un relato que a mi criterio siempre deambuló en toda la novela como un fantasma generador de ideas que  buscaba reivindicarse a sí mismo: 

            -¡Te llamas Juan Espejo! ¿No serás, acaso, descendiente de lo mejor que tenemos: Eugenio Espejo…?

            -¡No, qué va! Ese Espejo era indio y se llamaba Chugshi[2]. Robó el apellido. Nosotros somos de lo…

La metamorfosis en el apellido del padre de Eugenio Espejo es quizá uno de los antecedentes más conocidos y que encuentra en la novela de Yánez Cossío la posibilidad de ser recreado desde una óptica diferente.

 Luis Chusig, picapedrero, que solo se sintió relevante cuando empedró la plaza principal de Cajamarca (Perú) y asumió –para sí- el nombre de Luis Benítez. Ya en Quito, cuando trabajaba como paje del cura Fray José del Rosario asume tener otro “estatus” y cambia nuevamente su nombre por el de Luis de Santa Cruz y Espejo. Es decir, el cambio de nombre no solo es la “negación” del pasado, de las raíces, de la identidad, es asumir nuevo rol, nueva identidad y consiguientemente nuevas respuestas ante la sociedad. Y Alicia Yánez evidencia precisamente ese comportamiento en Bruna, una negación de su vida anterior aún a sabiendas que ese mundo previo vive en sí misma más allá de que sea una Illacatu vuelta una Catovilen el tiempo.

Desde luego que visto desde la visión etnosicial, sociológica y aún antropológica, la pretensión de romper con las formas que identifican a los individuos como indios y que los ubica por debajo de la más elemental condición humana para recrear escenarios dentro del mestizaje ambiguo, que expresa no solo la llamada “dualidad racial” sino el eclecticismo cultural y filosófico sumado al sincretismo religioso, cambiarse el nombre es como mudar de piel y subir un escalón social que más allá de mostrarse aberrante se constituye en una verdadera estrategia por subsistir socialmente, ajeno a todos los factores que han hecho más dura la carga de vida a los indígenas, quienes han sido sometidos a una multiciplidad de formas de explotación y oprobio, o el caso de los mestizos, quienes hemos sido colocados en una estadio ambiguo, condenados (racialmente) a roles intermedios o a ser puentes sociales entre el pasado y el presente.

Otro referente histórico es el del mayor Defilio Morocho. La historia de este personaje está ligada a la represión estatal en contra de los referentes agraristas, en Loja, Naún Briones, a quién el Estado lo identificó o estigmatizó como “bandolero”. Historia magníficamente elevada a las letras por Eliecer Cárdenas en “Polvo y Ceniza”.

El mayor Morocho fue quién lo persiguió y asesinó. Lo hizo con dinamita, en Sosoranga. Para el ejercicio, el mayor Morocho cuando “cobró fama” con la muerte de Naún Briones,  cambió su  apellido por Morosh, puesto que antes de cumplirse la primera mitad del siglo XX, los militares tenían, además de un importantísimo poder  político, mucha representatividad social que los vinculaba al Poder económico, social, religioso, terrateniente y desde luego al de las armas. Este aspecto -representatividad social- estaba atado al “linaje social” y como que aquello de “Morocho” no “cuadraba”, sobre todo en Loja, una provincia históricamente feudal y de muchas manifestaciones raciales,  y con ella, el estímulo al comportamiento  gamonal-terrateniente donde el legado colonial en términos de referentes nobiliarios era y aún sigue siendo importante.

Es decir, el imaginario en la novela de Yánez no es nuevo, tiene bases históricas concretas, quizá lo que se debe señalar es cómo la escritora evidencia en la obra una realidad que pervive en nuestra sociedad en el siglo XXI, donde la estimación subjetiva de lo nuevo se ha constituido en una negación también subjetiva de lo viejo, de lo anterior, de esas raíces que se contrastaron y a la que Alicia Yánez le llama la “raza desleal” o mestizaje.

Bruna descendía de una raza desleal a la que todavía le dolía y empequeñecía el mestizaje con un dolor y un complejo de pecado original. 

Ese es el punto de gestación y de partida de la historia de Alicia Yánez y sobre el que orbita la vida de todos sus actores: racial ligado al género, que aborda el aspecto cultural por sobre el enfoque económico-social concreto.

Esa raza desleal,en la medida que reniega de su pasado pero que no puede consolidar posiciones porque la sociedad no se lo permite o le ofrece resistencia. Confronta la brega interna en tres distintas generaciones, vive en María Illacatu una metamorfosis que muda en distintos escenarios en Villa cato, Villa Cató para anidar en Catovil sin que pueda diluir o por lo menos esconder ese rol terciario que se la ha otorgado a la mujer en el recurrir histórico. 

(…) Y se llamó María desde el momento que sobre su cabeza agachada derramaron agua y lavaron con ella las ideas del Padre Sol, enfriándole el corazón que estaba tibio por el fuego de sus rayos, y le hablaron de un dios desconocido que solía enojarse con más frecuencia de lo debido. 

María Illacatu es la matriz de la historia. Propio de un comportamiento típico y socialmente aceptado, María Illacatu juega la figura de la mujer servicial, sumisa, mujer placenta, reproductora,  llena de hijos, pero en medio de todo, llena de soledad.

A mi criterio María Illacatu es el personaje principal de la novela. Va mucho más allá del aspecto narrativo y reivindicativo que le otorga Alicia Yánez a Bruna. María es la generadora de las dos tramas o componentes esenciales de la novela, es la que otorga índices, tareas, comportamientos, continuidad en la venganza a los hombres, a los blancos y al sistema imperativo. Bruna se vuelve, a medio andar en la lectura, en un hecho predecible, se la ve venir…

La ruptura que tiene de su entorno es dramática. Aprendió el “idioma de los blancos”, pero a la vez se negaba a hablarlo. Quería dejar su pasado para abrirse a su presente y “evolucionar” de Illacatu a Villacatu sin entender que esto no le posibilitaba ser aceptada  socialmente de manera afable, por el contrario, era agredida permanentemente hasta llegar al punto que en el “oscuro fondo del pozo creyó encontrar una mirada amiga,” como que la vertiente de agua reproducía lo natural de su vida, quién sabe (¿), quizá la posibilidad de tener donde mirarse a sí misma sin fingir lo que no es, sin restringirse(¿) o sencillamente era la negación del soroche urbano y la transmutaba al campo, a su escenario natural (¿),  no obstante ese elemento –el pozo- haberse constituido –en su descendencia: Bruna, en un elemento  que también mudaba, de ser un factor afable en María para convertirse con Bruna, en una expresión del mal, el ojo del diablo, en fin de cuenta el soroche no es el mal del frío, no, es el mal de la sociedad que arremete como el frío, cala profundo, es el mal que se recrea en la ciudad y es donde se reproduce en racismo, machismo, discriminación, oprobio.

La condición de “mujer matriz”, “mujer placenta, ” rol esencial que se le daba a las mujeres hasta hace pocos años,  se reafirma nuevamente en medio del silencio cuando su esposo le arrebata a sus hijos para dejarlos posteriormente en España a que se “eduquen”.

La visión de la mujer complaciente, sumisa y la imposibilidad de ser sujeto dirimente. Para María la posibilidad de sus afectos y sentires era inexistente, “los sentimientos debían deshacerse como vestidos viejos” y sin embargo la rebeldía desde posiciones primarias se acrecentaba, “debía lavarse el corazón en agua salmuera para que el amor se  hiciera odio” y ensimismarse para cargar a cuestas no solo la discriminación de su devenir de india a mestiza en su descendencia, al que Alicia Yánez la define como “petrificada en medio de dos culturas que ni siquiera lucharon entre sí, porque se desconocieron siempre” (p. 82) sino ceñida al proceso de adaptación y afirmación en un medio social, cultural nuevo, abrupto, al que se dio medios para resistir.

¡Ensimismarse!, esa fue su estrategia de resistencia en primera instancia, sentirse ajena al mundo que fue empujada a vivir cuando unió su vida a un “blanco.” ¡No hablar!, ¡no opinar!, algo así como lo sostenía Galeano, guardando un silencio parecido a la estupidez;  no compartir espacios, “negándose a coger el tenedor” o a “manejar el abanico para despejar el rubor” aun así la hayan retratado de esa manera, con el abanico, como forzándola a que se acepte a sí misma en ese otro mundo.

 Resistencia pasiva: ¡no interactuar!, de todas maneras esa actitud la mantenía en ellimbo social.

María Illacatu no podía leer, no debía hacerlo, y no era raro. Alícia Yánez recre este elemento cierto, sabe de él. Hay que recordar que solo en el gobierno de Vicente Rocafuerte en 1835 se crearía el primer centro de estudio para señoritas bajo criterios religiosos y que solo reproducía eso, monjas sumisas y ajenas a los suplicios cotidianos del común de las mujeres, de todas maneras en algo “constituye una reivindicación de los derechos de la mujer, con un sistema de enseñanza lancasteriano” CITATION efesd \l 1034 (efemérides, s/d) y que tan solo después, Matilde Hidalgo de Procel  “en el año 1907, cuando aún la mujer ecuatoriana no acudía a los colegios de enseñanza secundaria, se matriculó en el Colegio Bernardo Valdivieso de su ciudad natal, y con calificaciones sobresalientes cursó los seis años hasta graduarse de Bachiller en 1913”. CITATION Efr14 \l 1034 (Avilés, 2014)

Por lo menos así es como nos enseña del devenir femenino como actor social la historia oficial.

Se simplifica el no tener acceso a la educación, a las letras como un problema cultural. Y está es quizá una debilidad en la obra de Alicia Yánez, porque a lo largo de su relato tiende a universalizar la cultura, a mostrarla como una metaformasocial dándole una valoración subjetiva y sin comprender que la cultura responde a una base social concreta, a un estadio social específico en el que lo cultural solo puede mirarse como la expresión ideo-espiritual que toman formas dependiendo del rol que cumplimos en la sociedad y no desde la construcción de ese imaginario universal.

María Illacatu es el referente de la mujer tradicional que no necesariamente se quedó arrumada en las páginas de la historia colonial o feudal, sino que aún subsisten sobre todo en las provincias del país. Mujeres dedicadas al núcleo familiar, con roles definitivos, fidelidad, quehaceres en el hogar, crianza de los hijos, ser en definitiva un “bello ejemplar embrutecido al que no había penetrado la luz de la inteligencia”.

La respuesta de María Illacatu fue dramática, del ensimismamiento metamorfoseó a justiciera, cuando miró al hombre,  a su esposo, al blanco, por primera vez, “era el ser más extraño y detestable de todas sus pesadillas y malos sueños.

Alicia Yánez pone en las manos de María Illacatu una herramienta ya recreada en la historia por la princesa Quilago en Cochasquí, Lorenza Abimañay en Columbre, Manuela León o María Pijal, líder de las cacicas en Otavalo (1777), la  muerte como solución definitiva, no importa si la ejecución es cruel, revestida con mucha sevicia, si se arrancan y se comen ojos, si se extirpan penes como el del corregidor Rivera en Chimborazo como rezan los esposos Costales en Los Isaminas o en el Ultimo Huaminga: se baila sobre los cadáveres,  se mea y se escupen salados gargajos sobre los cuerpos ya inherentes, todo es válido. Si se bebe sangre, igual. No importa, es necesario. Si las “tijeras se quedaron fijas al sentir el calor de la sangre”, a la final, “experimentaron el placer de penetrar en un ser tibio, húmedo y con movimiento, y luego, borrachas de placer y de lujuria comenzaron por su cuenta a cortar y cortar el cuerpo tendido, como si se tratara de un pequeño juego macabro…”

Y no es que sea una expresión cultural de los indios la brutalidad o la crueldad para infringir muerte, es sencillamente la expresión del odio generado, del odio contenido, del odio acumulado, del odio que se expresa en primera persona y de manera explícita.

Alicia Yánez recurre en este pasaje –la muerte del blanco en manos de María, a esa lógica binaria que también se le atribuye al indio. Dócil, sumiso, pero cuando se rebela se vuelve impredecible, violento, cruel. Yánez  estabula (intencionado o no) al indio dentro de esos guarismos que no dejan de tener ciertos rasgos racistas. Camelia Llorosa no, ella busca redimirse como monja o como madre putativa. Si María se redime en la muerte, Camelia lo hace como madre, mala madre, a la final la incidencia de la insania de sus tíos es importante, pero madre, en fin. Bruna simplifica:la maternidad, la virginidad no es notable, relevante,  no es un patrón. Pero es incendiaria, racionaliza su comportamiento a la final. Si María era india, Camelia era mestiza, Bruna ya estaba más próxima a los blancos y puede hablar más o menos en el mismo tono, entendido esto no desde el prisma racial, sino desde la posición de clase, social o si cabe el término, dese la occidentalización del pensamiento y con él la manera de confrontar el nuevo escenario.

Cuando María Illacatu asesina a su esposo en verdad asesina al blanco y en él a ese régimen social anacrónico, humillante, religiosamente hipócrita; expresa el dolor de la india reprimida, de la mujer oprimida, de la esposa humillada, de la madre frustrada. Sencillamente, da continuidad a esa nada oculta aspiración de su raza por destruir todo aquello que generó el oprobio hasta volverlos casi una nada.

Yánez, al igual que la peruana María Rostworowski[3] reconoce en la mujer con profundas raíces indígenas la tradición de ser hogareña pero guerrera a la vez. Con mucha ductilidad, ser mujer paz a ser mujer violencia.

Pero con la muerte del blanco, María Illacatu logra una victoria, pequeña, pero a la final conquista, y quizá lavictoria suprema se muestra tremolante en  su martirio expuesto en el suicidio, no dejarle nada alaignominia, no le deja al blanco, a su verdugo, el ejecutor, el simplificador del formato social impuesto; tampoco decide dejarse ella, la víctima y justiciera a la vez. Le niega a la sociedad opresora todo, aún la suerte del castigo, la humillación; quizá Alicia Yánez nos deja ver la posibilidad de encontrar en el suicidio, bajo las premisas de María Ilacatu, la eventualidad de  imprimirle un  inexorable triunfo a la vindicta y muerte social. 

-Monja, viuda, soltera y casada…Monja, viuda, soltera y casada…

Camelia Llorosa, revelación subversora

Cuando a María Illacatu “la cogieron y la enterraron en el cajón de los recuerdos empolvados de donde nunca más saldría” (p. 142) Alicia Yánez da vida a Camelia Llorosa que asume en otro contexto histórico una nueva forma de manifestar su desencuentro social.

Carmela Villa Cató le sobrevive a María Illacatu en Camelia Llorosa. Sumida en una época que no se apura a morir, en la que casarse con un noble se constituye en acto de supervivencia social, o como lo describe de manera acertada Yánez, Carmela “no iba en busca de un hombre, sino en busca de una posición de salón.”

Carmela, sujeta de una nueva “determinación social” que le imprimió viajar a Europa asume que se puede “vivir al margen del gheto” y asimila nueva cultura, nueva educación y con esto, nueva actitud que circunstancialmente la convierte en ejemplo patético de una de las leyes de la dialéctica: la ley de la  negación de la negación. Su presente (Carmela) es una negación del pasado, se niega a sí mismo y establece el cambio, el salto que casi de manera imaginable se lo ve venir en Bruna. Un menester dialéctico que da paso a la mujer que se cuestiona y se vuelve o declara libre, que niega también su nombre por no sentirlo propio de una heroína de libro, niega a Carmela y da paso a Camelia y en ella “a la quintaesencia de la mujer fatal”.

Yánez refleja en el regreso de Camelia a su tierra como el proceso de renovación de esfuerzos contestatarios. De la mujer sumisa a la mujer altiva, independiente. Da el salto de la mujer placenta, de la mujer vagina (Las bello-Animal) a la mujer que juega con su belleza y en ella con los hombres. A la mujer que sabe recrearse con el imaginativo de una sociedad en la que la independencia, la virginidad, la viudez,  son mitos que recrean las más inexplicables e inimaginarias fantasías machistas.

Una nueva forma de control, de revelación subversora que gana adeptos en los hombres porque estimula sus retos machistas, pero que genera la conspicua reacción de las mujeres de su pueblo que ven en el comportamiento no convencional (entendido como el sumiso, hogareño, etc.) la obra del diablo, de la promiscuidad, el peligro para “sus hombres.”

La supremacía cultural que lograba Camelia en su pueblo era fiel producto del conocimiento adquirido en Europa, sociedades más avanzadas. Esto también es importante, el problema no son los blancos, la conquista, la colonia, sus remanentes pre capitalistas, no, lo importante es una sociedad más avanzada, industrializada que somete a otra más atrasada y en ese vericueto la sume en estereotipos que son manejados en la estructura de poder y de explotación. Eso cuenta pues genera nuevas formas de relación entre las clases y en ellas entre las personas. Eso es incidental y determinante.  Yánez lo entiende también de esa manera aunque no profundiza aún en la alegoría o en la metáfora, de todas formas vuelve sobre eso de manera insistente.

“Camelia Llorosa llegó al extremo de convertirse en el oráculo de la política: mantenía una copiosa correspondencia con toso los expatriados e insurrectos desterrados” (p. 189). Yánez –al parecer- deja escapar un cierto apego frustrado por enunciar ¡rebelión!, ¡revolución! en el personaje. Parece una intención en “voz baja” que no logra o no quiere despabilar en el texto para solo descansar en los tibios encuentros pregoneros y reformistas de Bruna.

Lo central en el personaje de Camelia Llorosa es su lagrimón de aceite que hábilmente logra  fijar en la punta de sus  pestañas.

Alicia Yánez juega con un nuevo elemento en la narración, pero un viejo ardid feminista (de viejo tipo) que utiliza un detalle sencillo pero decidor a la vez, entremezcla belleza con ingenuidad. Una imagen de sufrimiento que convoca pasión, protección, en definitiva: ¡cobertura masculina!,  y desde luego, cierto halo de religiosidad profana, elementos que simbolizan la feminidad clásica que a pesar de mostrarse –en la forma, anti formato, anti cultura- subyace en un objetivo: reproducir el machismo, quizá evolucionarlo. Sin embargo, como que nada,Yánez le ajusta un ingrediente de súper mujer, trata de revertir las posiciones machistas y le otorga poderes sexuales supremos:

          -Don Julián no es hombre para la Catovid…

-No. Pero dicen que está tomando jarabe de alas de cantáridas.

          -¡Aunque se las coma crudas! ¡Con cantáridas o sin ellas, no puede!

-Pero con ella ha de Poder

Como un aspecto propio de nuestras sociedades desde la época colonial, los individuos, independientemente de su condición, más aún en la población femenina, han tenido la tendencia a volver o profundizar sobre los fueros religiosos el momento de dificultades, de crisis, como queriendo vivir la suerte de una catarsis espiritual-social. Empero, Yánez da la idea (por su aberración a García Moreno y lo que representó históricamente) que satiriza con ese comportamiento y que pretende ridiculizar a la estructura religiosa el momento en el que coloca a Camelia Llorosa como madre superiora del convento.

De pecadora, de puta mundana y satanizada por todas las mujeres del pueblo que veían en ella una síntesis babilónica más perniciosa que las mujeres de vida licenciosa: las Bello Animal, pasa a ser la directora del convento.  Camelia Llorosa vivía su purga, su purificación social y su frustración como fémina.

Aún, en ese escenario, la simbología del conocimiento da u otorga Poder, y Camelia lo tenía (culturalmente) sobre las monjas, de ahí que de “pecadora” pase a ser “guía espiritual” donde asume el rol de “madre” putativa de las monjas conceptas para posteriormente  arrogarle el rol de madre de sus sobrinos huérfanos.

La brega “feminista” de Camelia Llorosa sucumbe, se derrota a sí misma. Mientras era bella y asumía posiciones discordantes con el medio pudo ser feliz. Mientras circunstancialmente podía recrear las libertades masculinas desde su posición de mujer, tenía la iniciativa, tenía también el poder momentáneo que le facilitaba el no importarle qué dirán los demás. Cuando perdió esa posibilidad, el estatus que le confería su conocimiento, el matrimonio, los bienes,  frustrada se refugió en la normosis social, la tristeza acunó en ella, la derrota, de verbo devino en carne.

Viuda, separada, virgen, madre circunstancial, termina por aborrecer a los hombres. Producto de su frustración como mujer, pretende reproducir una feminidad simbólica en su sobrino cuando “llegó a obligar que su sobrino Francisco se vistiera de niña hasta el día en que entró al colegio”. Una nueva derrota en su vida que deviene de otra frustración enorme pues no era parte de ese universo de las madres que “tenían el orgullo de sus fértiles vientres porque habían contribuido a la formación de una raza de héroes y de santos.” Una vez más el trabajo de Alicia Yánez evidencia la frustración de género que de haber tenido ciertos logros sociales, sucumbe en el rol natural: ser madre, y sobre todo en la posibilidad de formar hijos que al igual que el género, se construyen socialmente. Sus sobrinos fueron, a decir de Yánez, el reflejo de su peor momento, aspecto que se evidencia en las trastocadas vidas de sus sobrinos, los tíos de Bruna.

Esto heredó Bruna: un mundo de valores invertidos, en el cual la sangre no tenía otra función que la de ser de colores, y las lágrimas de salada (p. 108)

Es evidente que Alicia Yánez C. en Bruna, Soroche y los Tíos logra entretejer una trama dialéctica. Si María representa el pasado, Camelia Llorosa el proceso de transición, ese puente maldito que no es  nada: el mestizaje,  Bruna viene a ser el corolario de un régimen que a pesar de todo no concluye en un escenario más objetivo que aborde o por lo menos sugiera elementos fundamentales como es el movimiento social que le tocó vivir a Bruna y cómo éste opera en los individuos, particularmente en Bruna, sino que volviendo sobre los fueros idealistas, Alicia Yánez persiste, hasta el final, en el papel del individuo y su capacidad de transformación a sí misma..

Bruna es la búsqueda de identidad, es, desde la perspectiva social, reivindicativa, la idea de un “final feliz” en la novela.

Bruna simplifica el salto o evolución social al negar su pasado que es catalizado en el tiempo por sus tíos, personajes oscuros, abordados por la insania que los abstrae del mundo objetivo con la crianza de ranas, construir alfombras infinitas o coleccionar cajas de fósforos y aún en ese contexto reproducen ese anacronismo paternal al que se vieron conminados por las circunstancias, algo así como proxenetas del machismo y de la estupidez y  que en definitiva sólo pudieron ser neutralizados en el tiempo por Bruna el momento que opta por la violencia como símbolo de destrucción-construcción, un factor  de análisis materialista dialéctico esgrimido ya en tesis marxistas sobre el devenir de lo nuevo sobre la ruina de lo viejo y simplificado por Alicia Yánez en otro acto lleno de simbolismos cuando Brunaquema el departamento de su tío Francisco.

Una vez más, no quema los miles de cajitas de fósforos, ni siquiera la insania de su tío, quema lo que representa, el legado de sus ancestros, vuelve cenizas las discusiones bizantinasque se presentaban entre su tío Francisco con su tía Clarita y que resultan cancinas por ser un  repertorio repetido tantas veces  que terminaron por invoca al odio:

            -¡Gallo con mujeres indefensas!

            -¡Gallina de sacristía! (p. 200)

Cuando Yánez se refiere a la locura de Francisco me es difícil no asociarlo con GibranKhalil: “El tío Francisco se refugió en la locura, y la locura le hizo la vida más piadosa.” La insania de los Tíos es otro elemento importante en el relato de Alicia Yánez, pues, al igual que Khalil, le otorga un elemento desvinculador, de abstracción del medio, circunstancia que lo permite todo, en especial reproducir una soledad piadosa: “Y en mi locura he hallado libertad y seguridad; la libertad de la soledad y la seguridad de no ser comprendido, pues quienes nos comprenden nos esclavizan”.  CITATION Kha07 \l 1034  (encontrarse, 2007)

A mi criterio, otra de las debilidades en la propuesta de Alicia Yánez y su narrativa de ficción está en sostener las tesis subjetivas de que el cambio revelador y transformador se da en los individuos por voluntad personal y sostener ponencias sobre la libertad e igualdad bajo los mismos preceptos de Maximilen Robespierre, abstractos y universales, con valoraciones generales, a la vez sin entender (por concepción filosófica e ideológica de la autora) que la libertad es concreta y que ésta se ciñe a cada estadio histórico y dependiendo en qué lugar se encuentra socialmente el individuo y su relación de Poder. De ahí que el personaje de Bruna recoja esos halos de la “vida íntegra”, de sentirse liberada porque no se siente atada a la maternidad o a un hombre. Bruna juega a ser subversiva ensimismada que desde la inventiva de Yánez no aporta nada concreto a la visión objetiva de la sociedad, lejos, muy lejos de personajes como la Flora Trsitán de Eudaro Galeano en Memorias de Fuego a pesar del esfuerzo de mostrar a Bruna como renovadora, transformadora.

Bruna se vuelve lo contrario a sus antecesoras. Es independiente, atrevida, ajena a las costumbres y tabús sociales que se entienden debían haber quedado atados al pasado. Bruna arremete contra el machismo y el reflejo patriarcal en la sociedad el momento que establece la necesidad de ir sobre su identidad.

Bruna descubre la sexualidad, la capacidad de amar y sobre todo, la capacidad de adaptarse a una nueva dinámica social desde un trabajo que le regala en los días libres la posibilidad de encontrarse.

Analizar el papel de Bruna no deja, en definitiva, nada claro, quizá “equilibrio para su vida”(como lo cita en el epílogo A. Yánez) en la búsqueda del ser “humano, persona, mujer” aspiraciones banales que son encasilladas en la generalidad de lo que manifestaba anteriormente sobre la visión abstracta de la libertad, sentimientos, de la vida. Yánez castra los verdaderos objetivos de los individuos que son disímiles y hasta antagónicos en una sociedad cuyo escenario posiblemente se inscribe en Quito contemporáneo, un mundo de diversidad que no hacen en su conjunto un solo movimiento, un solo cuerpo armónico que busca transitar en un mismo sentido, por el contrario, una ciudad donde el soroche de lo añejo se da modos por pervivir y deviene cada vez en una mayor agudización de las contradicciones que no solo hay que buscarlas en el comportamiento aislado de una persona y su pasado, sino en la necesaria interacción de todos sus actores, factor que Alicia Yánez no considera en absoluto.

Difícil entender el personaje de Bruna. Inicialmente llena de prejuicios a pesar de devenir un estrato social nada incómodo en relación al común de la mujer ecuatoriana, sobre todo de aquella que tiene antecedentes campesinos e indígenas cuya carga de discriminación siempre es mayor. De pronto, ahí un argumento por la inacción social de la protagonista que no dudo, como dice Alicia Yánez en una entrevista, se identifica mucho.

Si bien es cierto Alicia Yánez juega con el simbología griega y reviste a Camelia Llorosa de cierta matiz o arquetipo más próximo a Afrodita con capacidad de volverse irresistible a los hombres, a Bruna le  da un sesgo próximo al de la diosa Artemisa, liberadora de las mujeres (en si misma), del patriarcado y que trata de soslayar  lo tradicional para imprimir esos aires de “libertad” a los que apela la escritora.

A pesar de que en Bruna, Soroche y Los tíos las mujeres son los actores principales, siempre queda la sensación de que la figura del blanco, del esposo de María Illacatu, de que los tíos, a pesar de sus abstracciones, marcan el ritmo de una falocracia social evidente. Ellos son los protagonistas fundamentales porque vienen a ser la correa de transmisión del formato social que arroga o define el rol de género, que liga la función biológica de la mujer al aspecto cultural.

Referencias

Ansaldo, C. (2005). Manuela Espejo. Diario El Universo, Guayaquil

Áviles, E. (s.f). Enciclopedia del Ecuador. Matilde Hidalgo de Procel. Recuperado el 15 de marzo de 2014 de

http://www.enciclopediadelecuador.com/personajes-historicos/matilde-hidalgo-de-procel/

Cárdenas, E. (1979). Polvo y ceniza. Quito, Ecuador: Eskeletra editorial

Khalil, G. (1918). El Loco. Recuperado el 5 de febrero del 2014 de http://literatura.itematika.com/descargar/libro/115/el-loco.html

Londoño, J. (2009). Las Mujeres en la Independencia de Quito. Quito. Colección del Bicentenario EEQ

Rodas Morales, R. (2014). Texturas y fisuras. Manuela Espejo. Biografías de mujeres. Recuperado el 16 de junio de 2014 de http://manuela-caracola.blogspot.com/2014/05/manuela-espejo.html

Ulcuango, R. (4 de julio de 199). Genocidio en nombre de dios (Parte II) Publicación mensual del Instituto Científico de Culturas Indígenas. Año 1, No. 4

Yánez, A. (19  ). Bruna, soroche y los tíos. Quito, Ecuador: Editorial Don Bosco

Notas:

[1]El editorial de 1973 salió en Pekín Informa #10, marzo 1973. El documento de 1948 es del libro “Trabajo entre mujeres: Mujeres y el Partido en la China revolucionaria“, Delia Davin (Londres: Cox &Wyman Ltd., 1974). Véase, también, “La mitad del cielo” de ClaudieBroyelle.

[2]Alicia Yánez escribe así el apellido de Eugenio Espejo y de su padre:Chugsi,  (en vez de Chusig). Difícil de descifrar si es utilizarlo como un elemento discordante en la novela, por error de digitación o sencillamente por error de conocimiento.

[3]María Rostworowski (1915-2016) nació en Barranco,  de padre polaco y madre puneña. Cuando cumplió cinco años viajó con su familia a Europa y vivió en Polonia, Francia, Inglaterra y Bélgica, siendo estos dos últimos países donde estudió la secundaria. Hacia 1935 regresó a Perú, viviendo en una hermosa hacienda que compró su padre en Huánuco.

Su interés por el pasado peruano fue alentado por el distinguido historiador Raúl Porras Barrenechea quien la aceptó como alumna libre de sus cursos en la Universidad de San Marcos. Sus investigaciones iniciales se plasmaron en su primera obra, Pachacútec Inca Yupanqui, donde demostró el rol fundamental que había cumplido este Inca en la expansión del Tahuantinsuyu. Poco después se centró en la organización social, económica y la dimensión religiosa de los grupos étnicos de la costa central durante el periodo prehispánico y los primeros años del dominio español.
Extraído de http://www.librosperuanos.com/autores/autor/2344/Rostworowski-Maria

 

Yolanda Celi
yoli1116@gmail.com

 

 

 

 

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