Walter Banjamin: la escritura inagotable  

Pensar en una época de agonías

ensayo de Nicolás Casullo

Benjamín (Berlín 1892-Port Bou 1940) escribe cuando las promesas de la Razón Ilustrada se pulverizan en Europa. Entre dos guerras que hacen florecer la muerte masiva, ahí, en ese mismo espacio fundante de Occidente que de infinitas maneras había conjeturado una cultura y un tiempo de perfección humana. Su literatura persiste en retumbar hoy, con la profunda dignidad y discreción de un creador de pensamiento, sin las estridencias que el consumo suele imponerle al campo intelectual argentino en términos temáticos y de modas. Sus textos, trabajados entre la esperanza y el holocausto de la historia, conjugan universos de sentidos que se reabren sin sosiego a la lectura, en un acto de fecundidad tan inevitable como insólito.

Pensar en una época de agonías

¿De qué manera este tiempo nos vuelve a hacer audible un mensaje que se desintegró en los finales de una época con todos los atributos del fracaso?

(Nuestro presente, aun el sureño planetario, es un dibujo de trazos frágiles, a diferencia quizás de un pasado donde sonaban menos a hueco las paredes interpeladas como humus de la historia. En la Viena de fin de siglo Hofmannsthal pensaba que existía un mundo —misterioso y bello— en el mundo. Una tormenta onírica escondida en la superficie de la realidad como lengua fertilizadora, como inconciente texto poético. La incógnita no debía ser buceada en las hendiduras del proceso histórico, sino en lo inmediato de la voz y la mirada. Ahí crujía lo inefable. Hofmannsthal era un náufrago cuando lo moderno se diseminaba como un tiempo todavía oxidado por la densidad de las creencias. Hoy sentimos, en cambio, que los modernismos inscribieron todas las reacciones y desconciertos posibles. Sabemos que en la superficie yacen conjuntos de escrituras sin cuerpos ni sombras: representaciones de la agonía de una sobrecivilización a punto de consumarse. No quedan, en la superficie de la cultura, escenas de fondos, perspectivas de distancias, delirios de fracturas, viajes hacia las intimidades del ser. Tampoco desesperación humana de cura. Lo que se aglomera en la grisura de la estética urbano-industrial, simula y es la historia. Y entre ese simular y ser —donde ambas cosas se saturan de “realismo” y minúsculas identidades — el ojo no distingue: sólo el corazón, a veces, repasa fragmentos sin añoranza por regresar a ninguna trascendencia).

El ensayo con deslinde

"Perderse en una ciudad como se pierde uno en el bosque es cosa que requiere práctica.. aprendí larde ese arte". Para Walter Benjamín hay una búsqueda secreta en la erranza. Una escritura inadaptada, de erudición antigua. Es preciso extraviarse en los códigos y los itinerarios que hacen malsanamente de la ciudad una función, y del caminar un tránsito eficaz. El destino, de haber uno, residiría en reconocer los bosques ancestrales, ocultos en la metrópolis, como una primera visión que se indispone con la del especialista, con la del científico, con la de los doctos profesores. El arte de perderse es una gramática madre que asegura la supervivencia de los cruces, de los márgenes, de la visión transversa] y realumbradora sobre lo real. Perderse sería la reconquista: de un tiempo de cosas vivas y muertas, de afueras y adentros, de novedades y vestigios. De querencias íntimas y de conciencia intelectual trepidando serenamente en la ensayística, a la manera de un lienzo literario donde dormita, infinitamente tapiada, la palabra de un dios más nigromántico que piadoso.

Entre nuestros espectros nacionales y memorias descuartizadas, entre abuelos migradores y ayeres luctuosos, Benjamín adquiere una inesperada resonancia. Nos retoma en su desordenado pero a la vez meticuloso camino hacía las fronteras: las de su obra, las de sus patetismos, las de su vida. También hacia esa frontera final (cuando sus máscaras de viajero dejó atrás la ciudad de los talismanes, París), que le cerró el paso por última vez en medio de la Europa apocalíptica. Se nos atraviesa como ese tiempo presente que el propio Benjamín dedujo —transido de pretéritos mesiánicos—, pero donde ahora pasa a ser él, el berlinés, aquel “pasado citable" como imagen que relampaguea para apagarse rápidamente.

La astucia de Benjamín, en todo caso, fue esbozar —y esconderse como personaje fascinador, dentro de su metafórica teoría de la historia— ese entretejido ideológico escalando entre las ruinas del progreso y las ruinas de los expertos racionaliza-dores de la sociedad. Diseñó su rostro, su cuerpo, sus vacilaciones, entre las grutas de su obra: invisibilizó las disonancias entre su alquimia y las piedras prometeicas de su creación. Es ahí, entre los mitos, el horror, y las ensoñaciones revolucionarias que no tuvieron lugar, donde lo reencontramos ahora como un camarógrafo sin el mínimo descuido sobre las cosas del mundo lapidado. Ahí: entre los escombros de la barbarie y las palabras operatoria de los “disciplinados" por el saber, que ya no mostraban nada (sólo su éxito). En ese desfiladero sin norte preciso, sitiado por aquellas dos colosales evidencias —cultura, exterminio—, podemos tantear hoy a Benjamín como la figura del ensayista deslindado: lenguaje aparentemente sin lugar en los contextos institucionalizados del conocimiento.

Deslinde que, en Benjamín, significó sumergirse en una realidad abandonada por la consagración teórica y los modelos de tesis. Inmiscuirse entre los residuos inadvertidos por los gigantismos del pensamiento. Una escritura que no iba a encajar armoniosamente en los aposentos académicos ni iba a responderle a las solicitudes políticas, por su impertinencia literaria de convertir en crítica de cultura, en precipicio de los sentidos, la mítica autonomía de las referencias. Escritura deslindada, que no iría a sincronizar con el materialismo y las metafísicas germanas, por trabajar a contrapelo de las lógicas legitimadas. Que no iría a coincidir con los diagramas metodológicos, al arrastrar investigativamenle a un submundo de inspiración estética vanguardista la consoladora unidad racional de estructura y espíritu.

Lo ensayístico, en Benjamín, es crítica desde las estribaciones: desde una zona de desacople de matrices donde todos sus interlocutores se sintieron doloridos. Donde lo sagrado y lo profano, la razón y la develación mística, el concepto analítico y el nombre de la teodicea, se exponen y renacen como constelación de lenguaje liberada del pathos informativo de la comunicación transparente. Sus presupuestos necesitan “carecer” de sitio. Su texto necesita sufrir el rechazo de las convenciones filosóficas, dogmáticas y universitarias. El espacio de Benjamín es el macerado y orfébrico espacio del solitario, frecuentemente ininteligible como deseo y desconsuelo. Se enfrentó al subjetivismo romántico que seguía impregnando al credo alemán, al positivismo utópico, al clasismo proletario iluminista, a la superficialidad socialdemócrata, y a esos restos de la filosofía de la Ilustración burguesa que se sentía hipócritamente asombrada por el emerger mítico nazi. Podría decirse, entonces: se procuró la soledad de la derrota de la manera más límpida y soberbia: en tensión crítica con los feudos del habla intelectual de su época. Asumiendo tales dominios para deslindarse. Rondándolos para subvertirlos. Eligiéndolos política, éticamente, para transgredirlos desde tramas poéticas, talmúdicas, cabalísticas, y también desde amores —definidamente amores— que interpuso en la reflexión del mundo a observar: la metrópolis de! XIX como escenografía deslumbrante donde sobrevivían las prehistorias de lo nuevo, los montajes de la experiencia artística de avanzada, los indicios proustianos, los anagramas kafkianos. Habló, así, desde una melancolía del futuro: con apasionamiento y hastío por la realidad que le tocaba en suerte, pero sobre todo para invalidar los progresos que no tuvieran en cuenta las catástrofes que necesitaban arribar.

Los destellos de las ruinas

"Sentí su nostalgia de esta ciudad", dice Benjamín, cuando en Moscú contempla una pintura de Monet sobre los boulevares parisinos. La edad tecnoindustrial está plagada de reverberaciones malignas que repentinamente son vasos comunicantes: mensajes que nunca se perdieron. Superposición de paisajes: la ciudad de la revolución leninista, la ciudad de la antigua bohemia, y esa otra ciudad del caminante por donde Benjamín transita hilvanando portales de entrada. El berlinés es un prensador de las urbes disgregadas. Para su olfato, el mundo huele o anuncia acontecimientos portentosos y ríos que desembocan en archipiélagos de cadáveres: pero el ángel de la historia tendrá ojos para ambas escenas. Quedará colgado de los encadenamientos de nostalgias y renovaciones. Y Benjamín, como alemán entre las conflagraciones, como judío, sabe finalmente que su tierra natal es una penumbrosa crónica de luz filosófica y guerrera ceguera. Sabe que el encantamiento de los viejos boulevares de París va siendo utopía fenecida, un tiempx) irrecuperable ya, pero que sin embargo estéticamente le pertenece. Como si su destino fuese, perpetuamente, adueñarse de otro designio, de otra pintura, y hablar entonces únicamente y nada más que desde los pasajes.

Para Benjamín, las novedades del tiempo histórico resultan imágenes de un silencio imperceptible. Imágenes donde la reminiscencia humana se transfiere, se hereda, se porta como una naturaleza que condena. La civilización atesora en sus objetos una memoria lacerada, que lega desdichas y esplendores como único significado de cultura. Con exquisita capacidad de ¡lustrado, el berlinés persigue aquella recóndita añoranza de lo que quedó avasallado por lo nuevo: aquello que fueron circunstancias estériles, fulgor de un estela, remolinos de infancia, fracasos que brillan aún, esporádicamente, de manera fantasmal y transmisora. En Benjamin no hay tiempo olvidado en la maldición y la esperanza de la historia. Los antecedentes no se desvanecen. Las identidades no mueren. El futuro, a pesar de que anuncia eternamente lo otro —la fractura redencional— es sólo este vivir eternamente lo que aconteció. Un tiempo de penurias —como escena del alma esperanzada— es la gran creación que Benjamin se reservó para sí mismo y sus visiones detallistas y constelares. Sólo en ese repliegue escenográfico —donde el berlinés vive abandonando sitios y olfateando peligros—. sólo en esos resquicios (sin festejos de la Razón ni decadentes remembranzas del pasado) puede postular su ensayística crítica, sintiendo la indefinible nostalgia que impone el devenir. Su escenario precisa el pasado de los miserables, de los equivocados, de los olvidados, de los que no pudieron nada. Entre los restos de la urbe burguesa, entre las huellas que dejan los traperos sabios, Benjamín repone la historia real desperdigada: las muescas de la modernidad en Europa. Sus textos navegan por las huellas del presente, como si estuvieran anticipando cómo irían a ser ahora nuestros pasados: los tonos y las formas de nuestra memoria. Su escritura se abalanza una y otra vez contra aquella otra postura intelectual aterrorizada, idiota, que pulveriza higiénicamente los fracasos, que escapa profesoralmente al dolor, que descree de las nieblas, que le teme a los mitos y reniega del sueño mesiánico en el hombre.

Es entre las ruinas de la cultura por donde Benjamin descifra al hombre posible: ese lugar inhóspito de la no adaptación, ese dibujo de su conciencia escéptica que habita un tiempo de catástrofe, pero que hace de este sentimiento de lo catastrófico una caligrafía de asedio: de jaqueo contra los conservadores de léxicos explicativos y ontologías fetiches. Sus trabajos cobijan siempre un deseo de aniquilar la palabra "adecuada" del optimismo crítico, la mansedumbre del saber filisteo, el estilo institucionalizado. Sólo indisponiéndose con la época desde lo que más ama -—la escritura—, Benjamin se abre al pensamiento no convencional y se aparta de la retórica de “los rufianes". Sólo a través de una intencionalidad de incomunicación con lo siempre igual, para Benjamin la lengua retomará al nombre de las cosas, y las cosas volverán a comunicar el derrumbe de los mitos, su carnadura primordial, su dantesca pesadilla de esperanza humana frustrada. Escribir sobre el mundo es rondar sin sosiego detrás de la utópica y literaria clave reconciliante, ese anhelo ideológico de felicidad benjaminiana que nunca cristalizará, pero que le otorga a la existencia la desventura de la esperanza.

La catástrofe, el fracaso y el ángel

"Mi biblioteca evoca recuerdo de las ciudades donde he encontrado tantas cosas... recuerdos de los cuartos que albergaban esos libros." Es también una edad del hombre, aquella cuando la ciudad pasa a ser evocación, más que santuario enunciador de la historia. Para volver a ella, Benjamin arqueologiza el progreso, desentierra el osario del futuro civilizatorio. De la ciudad necesita su extinción, y, como viajero, reponer un imaginario de la metrópolis: calles y esquinas desahuciadas entre lomos de viejos libros y habitaciones con ventanas por donde solía ver las cosas de la vida. La ciudad pasa a ser, entonces, la forja de los poderes y los dominadores: una comarca donde la barbarie pulverizó contornos y fachadas para dejar apenas jeroglíficos impresos de una cultura.

Para Benjamin, lo catastrófico es un tiempo que exige convivir con el mal, no para rechazarlo en términos cristianos expurgatorios, purificadores, sino para cohabitar con él en un único cuarto de cerradura incierta. La tempestad amenaza lo sagrado del hombre, y la palabra, si bien fracasada ante los hechos, atisba el verbo impronunciable. Merodea excepcionalmente la probabilidad iluminante. Sabe afrontar el miedo, reconoce en los fugaces destellos del cielo tormentoso los signos desnudos, eternos, de una cultura. Es decir, sólo en el naufragio se percibe la historia del hombre como ciudad vuelta desierto, donde "toda elección es ciega y conduce a ciegas a una desgracia”. Porque el tiempo de catástrofe es el tiempo del lenguaje desguarnecido, febril, con ansias profanas, humanas, materiales: tiempo de diálogo irreverente con aquellos infinitos dioses que obligan frente a lo nuevo a reconocer lo viejo, frente a la razón a desenterrar el mito, y ante lo arcano a reponer el extenuante esfuerzo de la razón. Una aventura que, a pesar de la magnificencia de ser testigo de ruinas y estertores, de triunfos y crímenes civilizatorios, no absolverá al vigía: la empresa volverá a truncarse para que la conciencia de dar testimonio sobreviva y deje señales precisas en el barro de la historia. Benjamín admite la idea “de un destino que encierra en un conjunto único a seres vivos como una culpa que se trasmite con la vida."

Benjamín siente que la catástrofe es el tiempo narrativo primero y final de lo humano: sinfonía de fragmentos que corren un único riesgo, el pasar desapercibidos. En esta sensación de epílogo y renacer, Benjamín se reconoce hermano seducido por Karl Kraus, al ver en el satírico vienés al intérprete que necesita retomar constantemente a la creación del mundo como lamento que renueva la crítica, y la idea del fracaso de esa crítica: un retorno al inicio de las ruinas inscriptas en la cultura occidental redentora. Fascinación sobre todo por el Kraus que baja el telón del tiempo catastrófico, anunciando los juicios finales en el tribunal de la Lengua: aquel estrado donde el hombre comparecerá por los sentidos que le otorgó al mundo. El lenguaje, por lo tanto, como suceso inicial y terminal, como poética, como justicia divina que desenmascara la magia negra de las palabras, que condena la falacia de los signos, el hedor de la información, la vanidad de la teoría social, la legalidad unlversalizante de la gramática científica: los ideales del firmamento dominante.

Porque es en la atmósfera de catástrofe, para Benjamín, donde se dibuja el fracaso de su letra: de su maltrecho recorrido entre desmemorias, cantos abstractos al progreso y místicas hitlerianas asesinas. Fracaso personal que vive y consume no en términos de frustración frente al mercado cultural, o como ausencia de un reconocimiento banal de sus pares, sino fracaso elegido, como la única alternativa que Banjamin busca en un mundo que arribó a la miserabilidad totalitaria, al holocausto bélico, a la desintegración de la conciencia intelectual, al éxito de la palabra servil que encuadra astutamente con la maquinaria de los poderes.

La catástrofe es el tiempo de la floración mítica, de almas tragadas por relatos que ya no cuentan batallas celestes, pero sí el getsemaní de la Lengua: el tiempo inocultable de astillamiento y esterilidad de la lengua como amenaza de muerte del hombre. El escritor se dispone a "mirar el mundo en el eclipse", y ver en una sola mirada el ocaso del sujeto moderno y, en esa caída, la salvación del "hombre empobrecido contemporáneo". Frente a la tempestad, Benjamín reencuentra el camino trágico de Hülderlin y también se expone al sacrificio del intérprete y del traductor incomprendido, mientras asiste al demoníaco paréntesis de entreguerra.

Adorno, Scholem, Brecht, Horkheimer, cada uno a su manera, presentirán en ese berlinés que fuga de ciudad en ciudad, en el amante de novelas policiales, muñecas antiguas y del Grand Guignol, en el que se queda a esperar a Hitler, un don angélico reflexivo que posterga, escamotea, las cifras de su juego con la crítica literaria, aunque no las de su destino. Todos ellos presienten que su fracaso es esa ensayística resonante que parece no tener sitio, que se refugia entre las citas, parida en hoteles fríos de mala muerte, vigilada por anaqueles de una biblioteca incomprensible. Ensayística que en sus fulgores intermitentes, metafóricos, alegóricos, terminará impregnando la escritura de esos otros: convocándolos al propio espejo benjaminiano donde abrevan los acertijos transgresores y las palabras siempre en el filo de la vida y la muerte del berlinés que se sigue escabullendo. Extraño sueño el de reponerle un mundo al mundo, desde los laberintos talmúdicos, desde un marxismo tardío, desde las estéticas vanguardistas de los cabarets, ecos kantianos, pesquisa proustiana, desolación kafkiana, lecturas de Sorel y Lukacs, fuentes goetheanas y un polemismo de estirpe krausista, como una valija que se porta en el desván de la memoria, camino hacia los lindes. Benjamín fracasa frente a la palabra cadavérica, obvia, político-cientificista, sociológico-académica, como anticipándonos, en su figura de “derrota”, nuestro mundo de servilismos teóricos, avemarías conceptuales y recitados metodológicos, con que la cultura del conocimiento sigue defendiendo, desde su pequeña novelística mediocre, los poderes políticos acumulados.

Pero también la solitaria arrogancia de fracasar, de amar bibliotecas en desuso, de elegir “el no saber”, de fabular lo real para encontrar la realidad, o darse cita con la filosofía en callejuelas bohemias, también ese derrotero se paga. Benjamín avizoró los bordes últimos de una inmensa época que, proveniente del legendario XIX, concluía en el fragor de la Europa fascista. Una época que entre camisas pardas y estéticas reventadas se despedía definitivamente, junto con Benjamín y una sobredosis de morfina asumida una noche pero pensada desde antes. Su pasión, la crítica literaria en clave filosófico-cultural, era un arte de vieja data en aquella modernidad agonizante con sabor alemán.

Walter Benjamin | Por Dario Sztajnszrajber

7 abr 2015

Ensayo de  Nicolás Casullo
 

Publicado, originalmente, en: Babel N° 4, Revista mensual, Año I, Nº 4, Setiembre 1988

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/babel-revista-de-libros-no-4/

Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas

Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte

 

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