Los ojos del antifaz
(Reflexiones sobre sus estructuras textuales y sociales)
Antonio Castillo R.

Los  Ojos del Antifaz, segunda edición de la novela del escritor costarricense Adriano Corrales Arias (EUNED, 2007), evoca en sus estructuras textuales toda una época de paroxismo bélico, revolucionario y contrainsurgente, en un espacio dominado por la geografía costarricense y nicaragüense, así como contextos allende de nuestras fronteras, en donde los personajes, jóvenes universitarios provenientes del campo y la ciudad, en el desarrollo de sus propias carreras, se inician en  los estudios del marxismo-leninismo.

 

En la guerra que se desata a partir de los años sesenta en Centro América, y que toma fuerza una década después,  el  marxismo-leninismo fue considerado, más que un dogma, un instrumento de análisis. Se trataba de preparar en la teoría y en la práctica a cuadros militantes; implementar un programa didáctico diverso que formara integralmente a los incorporados a la guerra. Todo ello debía conducir al triunfo y a la creación de una sociedad justa e igualitaria. Así, se desarrolla lo que se denominó en esa época, la estrategia de la Guerra Popular Prolongada.

 

Los que lucharon con las armas en la mano y quedaron vivos, al reflexionar sobre lo acontecido para tener una visión convergente, deben abrir el debate sin restricciones, para precisar el pasado, paso fundamental para reconciliarnos con el presente y abrazar el futuro. De allí que libros como el de Corrales Arias y otros mucho más testimoniales, y hasta los de corte académico, sean bienvenidos. Las investigaciones historiográficas visualizarán con mayor claridad y precisión lo que aconteció durante la segunda mitad del siglo XX en nuestros vecinos países. De hecho, la literatura y la poesía ya lo están haciendo desde hace mucho rato, desde el corazón mismo de la guerra.

 

Las revoluciones las forjan los jóvenes, de manera que el propósito de la novela es  el de  identificar a un grupo de mujeres y hombres, ticos, del resto de Centro América, e internacionalistas, quienes, en un esfuerzo titánico, se atrevieron a buscar un modelo de convivencia y dignidad nacional diferente, estimulados por una mayor valoración de sí mismos y por el intento de construir posibilidades incluyentes, aún postergadas en Centro América. Todos ellos acompañaron, con sus vidas y con sus muertes, la construcción de una alternativa. 

 

Y es que, la imposibilidad de desarrollar una lucha política legal y abierta le  fue negada a las sociedades centroamericanas, -excepto Costa Rica, después del 48-,  de allí que se planteara la necesidad de llevarla a cabo por la vía armada. Mucha gente no vaciló decidiéndose a participar en ella. En el lenguaje conspirativo de la época, se puede decir, muchos jóvenes fueron “abordados e incorporados” a la guerra. Fue el período de los jóvenes ausentes que hicieron uso de oportunidades en el extranjero, como cobertura pertinente para su preparación bélica. Eran las famosas “becas de estudios” con las que, supuestamente, se dirigían a un país específico, cuando realmente se iban a preparar a campamentos de entrenamiento en Cuba.

 

Sin tener conciencia real de lo que ello significaba, muchos jóvenes se introdujeron en el universo de la lucha clandestina, con sus compartimentaciones y secretos. La guerra de guerrillas así lo demandaba, tanto en el campo como en la ciudad. Sólo la guerra era capaz de templar los nervios, la mente y el corazón.

 

Como la mayor riqueza que todo país tiene es su capital humano, la mayoría de los jóvenes de la época, quisieron ser parte  de un continente del que se sintieran orgullosos, es decir, miembros de una sociedad que provocara satisfacción por su sentido incluyente y solidario. Ellos no se conformaron con islotes de privilegiados, de allí su rechazo a las tesis individualistas y egoístas. Se aspiraba, entonces, a un territorio de humanismo, respeto y diversidad.

 

Sin embargo, en el transcurso de los acontecimientos, estos jóvenes aprendieron que la guerra era más que emoción por las canciones de protesta alrededor de una mesa de tragos, soñando libertades y condenando injusticias, y que las marchas reivindicativas, no eran medidas suficientes para exigir y lograr los cambios. Además, la crueldad y la insensibilidad de las fuerzas militares, no tuvieron, a la hora de reprimir y desarrollar la contrainsurgencia, murallas históricas, ideológicas ni geográficas. El asesinato, la tortura y la violación fueron sus instrumentos idóneos.

 

A pesar de todo esto, se luchaba  en contra de lo que  causaba rechazo e indignación: un sistema excluyente, individualista, egoísta y avasallador. Como bien lo diría en su momento un Comandante Guerrillero guatemalteco, el señor Santiago Santa Cruz Mendoza: el ser guerrillero es uno de los doctorados más prolongados, difíciles y complejos que existen. Las pruebas de admisión, la culminación y preparación, no se miden por exámenes escritos o evaluaciones magistrales. Tampoco se respaldan con cartones para colgar en la pared de una clínica u oficina. Todo es fruto de las pruebas diarias, que sólo la convivencia y la confrontación –cruda, dura e intensa-, le  imponen al guerrero.

 

De allí que todo aquel combatiente que se habituó a funcionar con el miedo a cuestas y cercado de riesgos, en medio de los cuales se viera obligado a tomar decisiones de vida o muerte, merezca nuestro respeto. Esto lo digo porque muchos jóvenes no desarrollaron las condiciones ideológicas idóneas para combatir. Una serie de condicionamientos sociales, culturales y económicos,  propios del sistema, se los impidió. El miedo y el paroxismo fueron también aliados del enemigo,  de modo que no debemos juzgarlos tan cómodamente.  En el escenario de esa conciencia están la moral burguesa versus moral proletaria, que bien pueden simbolizarse a través del idilio que viven los personajes centrales de la novela: David simboliza la moral proletaria, Lucía la  burguesa.

 

La lectura renovada de Los  Ojos del Antifaz nos dice que somos producto de un sistema y una cultura dominante entronizada hasta donde se termina la espalda, de un establishment que hay que romper en algún momento y que, en la segunda mitad del siglo XX, se rompiera con todo y todo. Fue una época de buen rock, drogas y tapiz; y de personajes alquimistas, guerrilleros, comandantes, poetas, pintores, literatos, intelectuales de peso, y toda una gama de contestatarios. Una época de sueños y pesadillas, de la alternancia del pensamiento occidental y el  oriental, es decir, del happy hour de la existencia.

 

Cuando se entra a la guerra se deja todo atrás. Como niños se piensa en nuestra madre, la familia y los amigos. Vamos encogidos en forma fetal, con el miedo a cuestas,  (como la chica de la portada del libro), vamos, además, con un antifaz que oculta el miedo. Este sirve para que no te miren el interior, el alma, quizás porque ideológicamente no estabas preparado. De allí la imprecación de David, convertido en Aquiles: ¡Qué putas hago en esta guerra!  Sabía que  el fusil que llevaba en ristre, ya no era de juguete y los enemigos ya no eran los amiguitos con los cuales jugaba a las guerritas, sabía pues que la guerra era de verdad y que el enemigo mataba despiadadamente, como bien supieron entrenarlos gringos e israelitas. Por ello, la novela de Adriano Corrales es de corte psicológico, aunque sea una novela de guerra, porque la guerra es una locura.

 

Y había que hacerla: 500 años de injusticia, de hambre, miseria y dolor, no son jugando. Las dictaduras que se entronizan a partir de la segunda mitad del siglo XIX en Centro América, particularmente en Guatemala, tampoco fueron jugando. Los despojos de tierras a campesinos, el racismo desmedido en contra del indio, el latifundismo, las concesiones excesivas de nuestros recursos naturales para que compañías extranjeras las usurparan, las republicas bananeras, la UFCO, las invasiones norteamericanas, el asesinato de líderes sindicales y el exterminio masivo de estudiantes, profesionales, campesinos, religiosos, obreros, amas de casa, así como la desaparición de cientos de aldeas con napalm, parecieran actos surrealistas, pero no lo son: ¡fueron reales! Por eso en la actualidad hay en Centro América  tanto lisiado, huérfanos, viudas y dementes.

 

Además, la impunidad que propició la lucha contrainsurgente, permitió que los ejércitos centroamericanos se vincularan con el crimen organizado, encontrando en las actividades ilícitas del sicariato, el narcotráfico, el secuestro, el robo de  vehículos y el contrabando, instrumentos de enriquecimiento rápido y arbitrario, que a algunos llevó a renunciar a la dignidad y al ideal que decían defender. También reclutaron disidentes de izquierda, los cuales por dinero y a cambio de la salvación de sus vidas entregaron a sus propios compañeros. Todo esto era parte de la guerra, de su misma dinámica y dialéctica.

 

El autor señala en su discurso polifónico,  cómo esa guerra fue recreada por medio del canto y la palabra. En medio del dolor y la tristeza se oían las agresivas cuerdas de Hendrix y las cándidas melodías de Jara, Alí Primera, los hermanos Mejía Godoy, la Nueva Trova Cubana y otros tantos artistas musicales, quienes no sólo denunciaban la represión y el hambre, sino que anunciaban un “nuevo amanecer”. Así, una nueva visión artística, plástica y literaria, luchaba contra la cosificación. Se cantaba a la vida, al amor y a la pasión revolucionaria.

 

Fueron muchos los que oyeron clandestinamente la canción protesta, y fueron muchos también los que leyeron en la clandestinidad a Neruda, Cardenal, Otto René Castillo o Roque Dalton. También fueron muchos los que con sexo, marihuana y ron, rompieron las recetas y los manuales izquierdizantes. En Los Ojos del Antifaz, las secuencias textuales evidencian acciones cotidianas y extracotidianas de esa realidad.

 

¡Qué putas hago en esta guerra!, se pregunta de nuevo David, convertido en Aquiles, su nombre de guerra, cuando su talón es víctima de la flecha incrustada al fragor del combate. Pero es la guerra que  él mismo libra con su propia conciencia. Es el miedo a ser y a no ser: el espejo sin rostro: el antifaz. David, como muchos, al regreso de la guerra se descubre, no como un combatiente, sino como un transeúnte por la vía de los que nunca se descubrieron. Un tipo avinagrado por las aduanas y las trampas en que suelen caer muchos viajeros. Ese era el antifaz que había llevado siempre, el suyo o el del otro, de los que no entendieron, ni entienden, que la guerra centroamericana  hay que verla en su larga duración, más allá de los 500 años, hasta la supuesta firma de la Paz centroamericana.

 

No bastó el fusil, el guerrerismo, la tergiversación del marxismo-leninismo, o el machismo–leninismo, termino inventado por aquellos que pensaban que el fusil era la extensión del falo.  Era más bien,  cuestión de largos años de lucha en la montaña o en la clandestinidad urbana. Tampoco era un acto de agallas, aunque había que tenerlas, era cuestión de una formación humanista y humana sin cuartel.

 

Quizá por ello la guerra centroamericana aún no ha terminado, falta mucho por ver y por hacer. Las estructuras económicas de dominación no fueron, ni han sido, desarticuladas, más en tiempos de globalización, o sea, de consolidación de la  dominación imperialista, con TLC o sin TLC. La Paz, pues, nos fue arrancada. Sin embargo, queda, como siempre, la utopía. En palabras del autor:

 

 

Somos portadores de la estafeta más profundamente humana, la antorcha que arde por dentro y que debemos avivar  constantemente para que el soldado que se anime a quemar el mesón la tome y avance, porque el asunto no es sólo de güevos, de pelotas, sino de entereza ideológica, de fortaleza emocional”.

 

Y como bien dijera Eduardo Galeano:

 

Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve: para caminar”.

Antonio Castillo R.
Profesor UCR, Sede Guanacaste.

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