Virginia Woolf o la literatura como ejercicio de la libertad por Rosario Castellanos
“no es mi carácter unirme en el odio, sino en el amor” Virginia Woolf |
Sesenta años de vida. Una vida laboriosa, difícil por la complejidad del temperamento, por la excesiva delicadeza de la percepción sensible, por los quebrantos de la salud, por las contradicciones del carácter, por la índole de la tarea escogida, por las circunstancias históricas — que ponen en crisis todos los fundamentos sobre los que descansaba una sociedad, en uno de cuyos sitios de mayor privilegio se encontraba Virginia colocada por herencia. Además, el sentido de justicia en conflicto con los prejuicios de una clase, de una tradición, que sin embargo no puede soportar ver cómo es brutalmente rota. El exterminio, en la guerra, de las ciudades disfrutadas; la angustia ante la incapacidad de impedir estas catástrofes ni el advenimiento de otras peores. La desvalorización absoluta de la vida, que conduce al suicidio. El cuerpo, de que ha sido huésped atormentado, se abandona para que se mezcle amorosamente con uno de los elementos de la naturaleza, presente siempre en su imaginación, en sus palabras, en su paisaje: el agua. Sesenta años de obra: la adquisición de una cultura que abarca desde las lenguas clásicas hasta el pensamiento abstracto, los descubrimientos científicos, las manifestaciones estéticas y el trato con los talentos más notables de fines de la era victoriana. Porque el abolengo de la familia de Virginia no era únicamente social y económico sino también intelectual. Su padre, Sir Leslie Stephen, es una de las figuras más representativas del racionalismo cultivado de 1800 y el autor famoso de los Ensayos sobre el Ubre pensamiento y de la Historia del pensamiento inglés del siglo xviii. El parentesco político unió a Virginia, desde su nacimiento, con Thackeray, después la amistad con un grupo de jóvenes que formaron lo que se llamó “la generación de Bloomsbury”, de la cual fueron ideólogos George Edward Moore y Bertrand Russell, quienes editaron, casi simultáneamente, los Principia ethica y los Principia mathematica respectivamente. Los historiadores y economistas son Lytton Strachev, T. Maynard Keynes y Leonard Woolf. Los críticos, Clive Bell y Desmond McCarthy; los pintores. Roger Fry y Duncan Grant; los novelistas y poetas, E. M. Forster, J. Lowes Dickinson y T. S. Eliot. Virginia Stephen (que por matrimonio con Leonard Woolf adopta este último apellido) no se considera madura para la publicación de ningún libro hasta que cumple los treinta y tres años. Es en 1915 cuando aparece The voyage out y cuando inicia la redacción de su diario. Al través de las páginas de éste se nos muestran, de un modo evidente, sus intenciones, objetivos y métodos como escritora; la extraordinaria energía, constancia y penetración con que se entregaba al arte de escribir y la insobornable escrupulosidad con que corregía y volvía a redactar cada una de sus obras. Pero no es menos importante lo que nos revela directamente acerca de la opinión sobre sus colegas y su pensamiento sobre la vida y el universo. La necesidad de plasmar estéticamente sus intuiciones más repentinas así como sus convicciones más firmes, la hizo cultivar todos los géneros: el teatro (con muy escasa fortuna); el ensayo, muy documentado y ameno; el cuento, prodigio de síntesis, flecha que da en el blanco de lo esencial; la biografía, presidida por la exactitud, la búsqueda de explicaciones y la profundidad; y la novela, donde —según el profesor Blackstone— “hizo, con suma maestría, lo que ningún otro ha intentado hacer”. Su mundo —captado en lo que tiene de más fugitivo, en el matiz imperceptible a otros ojos menos atentos, en su fluir cuyo ritmo escapa a sensibilidades menos agudas— “sobrevivirá, como sobrevive el cristal, bajo la presión de las masas de roca”. En el lapso de treinta y cinco años, treinta y dos títulos publicados, varios de ellos postumos, esto es lo que integra la totalidad de su bibliografía. Los móviles para una dedicación tan sin tregua han de brotar de lo más hondo del instinto. A propósito de la frustración de la maternidad, Virginia Woolf apunta (diciembre de 1927): “Por raro que parezca, apenas deseo ahora tener hijos propios. Este deseo irrestañable de escribir algo antes de morir, este sentimiento devastador de la brevedad y fiebre de la vida me obligan a aferrarme, como un hombre a una roca, a esta única ancla.” Junto a este instinto explícito de conservación, otro, tan urgente, tan aguijoneado: el instinto de defensa, ante la fragilidad de la propia constitución, ante la lucidez y la “inhumana severidad” de su mente, que no retrocede ante la visión del vacío. “Soy una melancólica de nacimiento [reconoce]. El único nudo de mantenerme a flote es trabajando. Apenas dejo de trabajar me voy a pique. Y siento, como siempre, que si me hundo del todo voy a llegar a la verdad. Es el único consuelo; una especie de nobleza. Solamente. Me obligaré a encarar el hecho de que no hay nada, nada para ninguno de nosotros. Trabajar, leer, escribir, son todos como disfraces; y las relaciones con la gente. Sí, hasta tener hijos no serviría de nada.” A medida que pasa el tiempo, que la obra se va realizando, siendo conocida por el público y enjuiciada por los críticos, la actitud de Virginia Woolf va haciéndose cada vez más y más profesional. No sin nostalgia observaba en sí misma lo poco que le queda del aficionado soñador. Pero cuida celosamente de su independencia; no permitirá que la encasillen, que la clasifiquen, que la claven con un alfiler, como a una mariposa muerta: “la marca de un escritor maestro es su poder para romper implacablemente su molde”. Rehúsa ser “famosa, grande”. Afirma: “Seguiré corriendo aventuras, abriendo mis ojos y mi espíritu, rechazando todo sello que me estereotipe. Lo importante es liberarse; encontrar nuestras propias dimensiones sin impedimentos.” Aquí aparece, por primera vez (1931), muy claramente expresado un concepto: la literatura es para ella no un medio para satisfacer su vanidad con los elogios, ni para situarse en un lugar de honor dentro del ambiente intelectual, sino un instrumento de liberación propia. No se detendrá aquí. Paulatinamente ha de convertirse en un instrumento útil también a los demás, cuando Virginia alcance la experiencia de la solidaridad en el desamparo, en la injusticia, en la brutalidad de ciertos hechos que se padecen cuando se convive, y que no son destino sino circunstancias que los seres humanos pueden y deben modificar. Y si ésta es una tarea reservada para algunos, los más idóneos son los artistas, “gente más honesta que todos estos reformadores sociales y filántropos que albergan tantos deseos inconfesables bajo el disfraz de amar a sus semejantes”. En el ejercicio del arte, de la literatura, el sentido del deber se afina, se aclara, se vuelve más exigente. Con frecuencia, Virginia acepta compromisos que no le producen la satisfacción de ningún interés intelectual inmediato, ni le hacen esperar ninguna recompensa, únicamente porque tiene la certidumbre de que es su deber. Y sus deberes son más trascendentales mientras su nombre va adquiriendo más resonancia, sus libros mayor difusión y sus opiniones mayor respeto. Tal fenómeno no escapa a su inteligencia, siempre alerta. Sabe, y lo declara con sencillez, acaso con un poco de preocupación, “que es la única mujer de Inglaterra que tiene libertad para escribir lo que se le antoje”, y sabe también que de esa libertad no puede hacer uso más lícito que si la pone al servicio de la raza humana. ¿Pero cuál es la manera, el camino? Muchos, a quienes admira, le dan el ejemplo. Así que se afilia al partido más progresista de la Inglaterra de entonces. Asiste a congresos, a deliberaciones. Se le fortalece el sentimiento de que la vida es trágica para quienes atraviesan esos años en que no hay titular de periódico que no nos arroje un grito de agonía de alguien. Esta tarde es McSwine y la violencia en Irlanda; o que habrá huelga. La desdicha está en todas partes; ahí, detrás de la puerta; o la estupidez, que es peor”. Su actividad, dentro del Partido Laborista, no le produce, sin embargo, la satisfacción de la eficacia. Redactar protestas, suscribir manifiestos, sustentar conferencias, no deja de tener un carácter abstracto y una conexión muy remota con los problemas contra los que se está luchando. Además se siente sola, excepcional, en desventaja frente a la “vida masculina sin ataduras. Deliberada, compuesta, despreciativa e indiferente hacia lo femenino . .. ¡ Qué extraño es mirar este frío mundo de los hombres! Tan de compartimientos estancos; oficinistas de seguros, siempre en la cúspide de su trabajo; sellados, autónomos, admirables; cáusticos, lacónicos, objetivos; y completamente provistos de todo”. En el seno de esta especie diferente, y aun enemiga de la suya, Virginia Woolf goza de privilegios. Pero ella se resiste a no compartirlos, insiste en que a las otras mujeres se les dé también la oportunidad de conquistarlos. Y no es una utopía. Durante los años más difíciles de la Primera Guerra Mundial las mujeres demostraron que eran capaces de trabajar y de suplir a los hombres que faltaban en fábricas y oficinas. Exigieron, a cambio, el derecho de voto. Hubo de serles concedido. Pero un derecho político es inoperante si no está respaldado por una situación económica independiente, y ésta requiere una preparación profesional indispensable. ¿ Dónde pueden adquirirla? Virginia Woolf da la batalla por la educación de la mujer, en dos tomos de ensayos: el que se edita en 1929 bajo el título de Un cuarto propio y el que aparece en 1938 con el nombre de Tres guineas. Un cuarto propio es una conferencia, sustentada ante una asociación femenina que deseaba escuchar a la famosa escritora en una disertación acerca del tema “La mujer y la novela”. Con ese estilo tan peculiar suyo —fluido, aparentemente caprichoso y sin rumbo, esmaltado de imágenes felices— Virginia Woolf va exponiendo, con precisión, sus ideas sobre la creación literaria, artística, intelectual en fin. El genio creador (contra lo que supone la mayoría) no es una aptitud segura de sí misma y de sus posibilidades, armada y entera, desde el instante de su surgimiento, cómo Minerva, ni poseedora de una brújula fija siempre en el punto orientador. Abundando en este aspecto con la afirmación de Scheler de que “lo más alto es lo más débil”, Virginia Woolf define al genio creador como instrumento excesivamente delicado, muy susceptible de padecer las condiciones y variaciones de la atmósfera que lo rodea, e inepto para soportar, ya no la hostilidad, pero ni siquiera la falta de estímulo, de aprecio, de elogio. Además el genio creador no vaga por los aires como un espíritu sublime, sino que se encuentra alojado en un cuerpo que, como el de cualquier otro hombre, está sujeto a las necesidades y miserias de su naturaleza. Tajantemente sostiene Virginia Woolf que “uno no puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si ha comido mal”. Recurriendo al testimonio de Sir Arthur Oviller Couch (para cimentar mejor su tesis de que la poesía depende de la libertad intelectual, y ésta de cosas materiales ) añade que “la teoría de que el genio poético sopla donde quiere, parejamente en ricos y pobres, tiene muy poco de verdad. De hecho, nueve de los grandes poetas ingleses del siglo pasado eran universitarios, lo que quiere decir que de algún modo consiguieron la mejor educación que puede suministrar Inglaterra. De los tres restantes, uno era rico, el otro gozaba de una renta regular, y no es un hecho casual el que Keats, sin recursos, haya muerto joven, como John Clare en las mismas circunstancias consumió sus últimos días en el manicomio, y James Thomson narcotizó con láudano su fracaso”. Ahora bien, las condiciones de vida de las mujeres inglesas a través de su historia han sido particularmente adversas. En primer lugar la ley les negaba el derecho a poseer el dinero que pudieran ganar o heredar. La fortuna era siempre usufructuada por los varones de la familia: padre, hermano o esposo. También era a ellos a quienes se reservaba la posibilidad de adquirir una instrucción teórica o práctica, que acababa por redundar en beneficio económico, posición social y prestigio académico. A pesar de todos estos obstáculos, las mujeres inglesas comenzaron a escribir libros desde fines del siglo XVII. Las causas —no de la preferencia por esta actividad sino de sus posibilidades de realización— son muy claras, y las enumera Virginia Woolf en unas páginas dedicadas a las carreras femeninas en La muerte de la mariposa nocturna. “Escribir —dice— era una ocupación honorable y sin peligro. La paz familiar no se rompía por el deslizamiento de una pluma. No era preciso recurrir a los fondos del presupuesto paternal: por diez chelines puede comprarse el suficiente papel para copiar todas las piezas de Shakespeare si a uno se le antoja. No son necesarios para el escritor ni pianos o modelos, ni París, Viena o Berlín, maestros ni maestras. Digamos que el precio modesto del papel es la razón por la cual las mujeres comenzaron por abrirse paso en la literatura antes de hacerlo en otras profesiones.” Los nombres van sucediéndose y revelando, al mismo tiempo, los cambios históricos y los desplazamientos del poder, del dinero, de la instrucción, de una clase a otra. Lady Winchelsea, de noble linaje, sin los cuidados de la maternidad y con un marido tolerante, pudo dedicarse a la redacción de poemas. Pero estaban tan cargados de indignación, de resentimiento, de odio hacia el sexo opuesto, que no lograron alcanzar la categoría de obras de arte. Los mismos conflictos emotivos e intelectuales desfiguraron la obra de la duquesa Margarita de New Castle, quien grita airadamente: “Las mujeres viven como murciélagos o lechuzas, trabajan como bestias y mueren como gusanos”. Evidentemente que estos estados de ánimo son los menos propicios para la serenidad contemplativa que requiere, no únicamente la creación, sino la mera vida norma'. El nudo imposible de desatar, la angustia, la rebeldía o la lástima ante la propia condición de inferioridad, pueden exacerbarse hasta la locura — como en el caso de Margarita Cavendish, cuyo ejemplo ahuyentó de la carrera literaria aun a personas tan dotadas como Dorotea Osborne, la cual tuvo que limitarse al género epistolar. Pero cuando el cultivo de las letras dejó de ser extravagancia de aristócratas para convertirse en oficio de mujeres de la clase media, el panorama cambió. Por lo pronto Aphra Behn demuestra algo elemental: que escribir es una manera de ganarse la vida. Desde ese momento —ya en el siglo XVIII— la profesión de escritora apareció con una aureola de prestigio que atrajo a multitud de mujeres, que pudieron así mantener a sus familiares o pagarse sus propios caprichos. El resultado no iba a ser, cualitativamente, muy apreciable. Obras mediocres o pésimas, traducciones infieles. Pero de una manera inadvertida se preparaba el advenimiento de seres dotados de mayor talento y seriedad. Es ya hora que citemos a Jane Alisten, las hermanas Bronté, George Eliot. Ninguna de ellas tuvo el aislamiento suficiente para entregarse sin cortapisas a su vocación. Trabajaban en la “sala común”, porque carecían de un cuarto propio: las interrumpían constantemente y ellas (que ocultaban pudorosamente su labor) tenían que recurrir a todos los trucos para no ser descubiertas: la página, a medio redactar, era colocada precipitadamente bajo un papel secante o un simulacro de bordado. El libro concluido se amparaba tras un pseudónimo. En Jane Austen la placidez de su temperamento, la despreocupación por el otro sexo, la armonía entre sus circunstancias y sus ambiciones, en vez de limitarla le proporcionaron un equilibrio fecundo. En cambio las Bronté, con sus ansias contenidas, apresuraron su muerte y restaron objetividad a su obra. Y George Eliot, mejor pertrechada intelectualmente que las demás, lanzó un desafío a los convencionalismos sociales para vivir de acuerdo con sus propias exigencias. Ello implicó la soledad y el repudio colectivo. En un ambiente tan desfavorable casi no hay intento que no se malogre. Las autoras no se atreven a volcar enteramente su atención, su inteligencia, en el trabajo. Regatean la entrega de sus dones de observación y expresión porque están continuamente espantando el tábano de los agravios que se les infligen, o tratando de justificar una actitud de cuya legitimidad ellas mismas no acaban de estar seguras. Porque —para Virginia Woolf— “nada es más fatal para quien escribe que pensar en su sexo”. Obliga a un comportamiento que corresponde a la imagen forjada por el sexo contrario, o que quiebra esa imagen. Transforma en un ser relativo, impide el desarrollo de la personalidad propia. Es paradójico, mas para escribir como una mujer es preciso olvidar que se es una mujer, “de modo que las páginas estén llenas de esa curiosa calidad sexual, que sólo se adquiere cuando el sexo no es consciente de sí mismo”. Para alcanzar tal estado de trance es preciso —añade Virginia (refiriéndose a su propia experiencia en La muerte de la mariposa nocturna)— luchar con cierto fantasma. Este fantasma se llama “El Hada del Hogar”. “Es ella la que se interpone entre el papel y quien escribe, la que turba, hace perder el tiempo y atormenta.” ¿ Por qué ? Su imagen, según la descripción woolfiana, no es desagradable. El Hada del Hogar “es extremadamente comprensiva, tiene un encanto inmenso y carece del menor egoísmo. Descuella en las artes difíciles de la vida familiar. Se sacrifica cotidianamente. Si hay pollo para la comida, ella se sirve el muslo. Se instala en el sitio preciso donde atraviesa una corriente de aire. En una palabra, está constituida de tal manera que no tiene nunca un pensamiento o un deseo propio, sino que prefiere siempre ceder a los pensamientos o deseos de los demás. Y sobre todo —¿es preciso decirlo?— el Hada del Hogar es pura. Su pureza es considerada como su más grande hermosura, sus rubores como su mayor gracia”. “En los últimos días de la reina Victoria cada Hogar tenía su Hada.” En cuanto una mujer se inclinaba sobre un cuaderno para escribir, veía la sombra de sus alas oscurecer su página, escuchaba el rumor de sus faldas en la pieza. Inclinándose, murmuraba a la escritora: “Mi querida, eres una mujer. Sé comprensiva, sé tierna. Halaga, engaña, usa todos los artificios, todas las argucias de tu sexo. No permitas a nadie adivinar que tienes una idea tuya. Y, sobre todo, sé pura.” ¿Es posible, siguiendo tales consejos, escribir un libro? Evidentemente no. Pero tampoco es fácil matar al fantasma. Por su propia naturaleza se evade, cambia de forma, resucita. Perseguirlo arrebata un tiempo que podría emplearse mejor en aprender los secretos de la profesión o adquirir experiencias vitales. Y eso, suponiendo la victoria, como en el caso de Jane Austen, y (¡por cuán distinto camino!) en el de Emily Bronté. Para ellas la admiración; para las otras, que se empeñaron en una lucha sin tregua y sin desenlace, para las que no alcanzaron más que el fracaso, la gratitud. Porque su contribución, por mínima que sea o insignificante que parezca, sirve para ir construyendo una tradición. En Orlando está plenamente expresado: un libro no es sino la continuación de libros anteriores y la promesa de libros futuros. Pero la literatura se nutre de otras materias culturales. Por eso Virginia Woolf reclama a sus contemporáneas (que han conquistado el derecho de trabajar y poseer el dinero que ganan, de intervenir en política, de fundar centros de enseñanza propios, de formarse intelectualmente en ellos) que dirijan su afán de conocimiento hacia todos los rumbos. Que investiguen, que descubran, que mediten. Todo, a la postre, vendrá a desembocar en un enriquecimiento íntimo que se reflejará en el arte como variedad de temas, originalidad en su planteamiento y desarrollo, profundización de los caracteres, sutileza de los matices, finura en las descripciones y verdad en la relación que establece un personaje consigo mismo, con los demás y con el mundo. Sin embargo, cabe preguntar en esta época de crisis: ¿vale la pena tanto sacrificio por hacer literatura, cultura, cuando la civilización que la humanidad ha construido está en inminente peligro de perecer, amenazada por la catástrofe de una conflagración mundial? Virginia Woolf responde afirmativamente, y sin la menor vacilación, a la primera pregunta. Vale tanto la pena que es preciso, a toda costa, evitar la guerra. Pero cuando un pacifista inglés le pide colaboración para esta causa, Virginia se la niega en la primera de las epístolas que integran el volumen Tres guineas. No hay contradicción en esta actitud. El pacifista apela a Virginia como individuo, y ella sabe que —en esta calidad— su acción no puede ser más que fútil o nula. Quiere responder como conjunto. Pero gracias a las leyes y a las costumbres inglesas la guerra ha sido, y continúa siendo, asunto de hombres. Las mujeres ignoran los impulsos que arrastran a ella a los hombres, los intereses que defienden, las codicias que satisfacen, los ideales que enarbolan, los heroísmos que veneran. Y si las mujeres no conocen las causas que desencadenan los conflictos, mal pueden acertar con la manera de evitarlos. Suponiendo que se les instruyera al respecto, lo primero que descubrirían es que no basta dirigir un discurso a un grupo de gente que no es la responsable y que, además, está convencida de entemano de la evidencia de lo que se le está diciendo. Tampoco es suficiente firmar una declaración ni contribuir con una moneda. “Parece que hay algún método más enérgico, más activo de expresar nuestra creencia de que la guerra es bárbara, de que la guerra es inhumana, de que la guerra —como lo dice Wilfred Owen— es insoportable, horrible y bestial.” Mas de estos métodos enérgicos no pueden hacer uso las mujeres, que carecen de influencia política y de poder económico. Quedan a su alcance, es claro, las armas de Lysistrata o la negativa (aconsejada por la señora Normantón) de seguir abasteciendo a los ejércitos de carne de cañón, al rehusarse a tener hijos. Ambas medidas, sin embargo, rebajan a la mujer a un nivel puramente biológico que, quienes aspiran a la dignidad humana, no pueden ni deben aceptar. Virginia Woolf propone que el llamamiento a la paz (que no se dirige a las mujeres en general, porque son incapaces de responder a él, sino exclusivamente a las mujeres educadas) instigue a estas últimas a examinar las instituciones marciales, a exhibir su incongruencia, su vanidad, su ridiculez. Que las profesionistas, aptas para ganar dinero y para disponer de él, lo entreguen a colegios y universidades donde los cursos que se impartan produzcan “la clase de sociedad, la clase de gente que ayudará a impedir la guerra”. Aunque esta medida parezca utópica, en una sociedad organizada como la nuestra, no es inútil. Porque la historia nos muestra que ni las costumbres son inmutables ni los cimientos, por sólidos que se consideren, son indestructibles. El fin, indudablemente, está remoto. Pero Virginia, para acelerar el proceso, no envía la guinea solicitada por la asociación pacifista a su tesorero, sino a la directora de una escuela para mujeres. Sólo que bajo ciertas condiciones. En esa escuela se capacitará a las alumnas para desempeñar un trabajo, se les concederá un título que les permita aspirar a una remuneración adecuada. Y ya se sabe que de la independencia económica surge la independencia de criterio. Sin embargo han de evitarse los riesgos que hacen indeseable toda profesión, riesgos en los que los hombres han caído, arrastrando consigo a la sociedad a que pertenecen, hasta el exterminio y la inminencia de la desaparición. Para conjurar esos riesgos Virginia enumera cuatro virtudes fundamentales: pobreza, castidad, mofa y libertad con respecto a lealtades irreales. Definamos los términos. “Por la pobreza se significa dinero bastante para vivir. Es decir, debe ganarse el dinero suficiente para quedar independiente de cualquier otro ser humano y comprar ese ambiente de salud, descanso, conocimiento y demás, que se necesita para el pleno desarrollo del cuerpo y la mente. Pero nada más. Ni un penique más.” “Por castidad se significa que cuando haya ganado una mujer lo suficiente para vivir de su profesión, debe negarse a vender el cerebro por tener más dinero. Es decir, que debe cesar de practicar su profesión, o practicarla sólo por la investigación y el experimento; o si es una artista, por el arte solamente; o dar el conocimiento adquirido profesionalmente a quienes lo necesitan, sin cobrarles. Pero en cuanto la noria empiece a hacerla girar, que rompa el círculo. Que apedree a la noria con risas” “Por mofa —palabra mala, pero ya hemos dicho que el idioma tiene gran necesidad de nuevas palabras— se significa que la mujer debe rehusar todos los métodos de publicidad del mérito y sostener que son preferibles el ridículo, la oscuridad y la censura, por razones psicológicas, a la fama y la alabanza. Apenas le ofrezcan placas, órdenes o grados, arrójelos a la cara de quien los da.” “Por libertad con respecto a las lealtades irreales se significa que debe librarse del orgullo de la nacionalidad, en primer lugar; también del orgullo religioso, del orgullo del colegio, del orgullo de la escuela, del orgullo de la familia, del orgullo del sexo, y de las lealtades irreales que de ellos se derivan. Apenas lleguen los seductores con sus seducciones, para sobornarla y llevarla a la cautividad, desgarre los pergaminos: niéguese a llenar los formularios.” “¿ Quiere usted saber cuáles son las lealtades irreales que debe despreciar, cuáles las lealtades reales que debe honrar? Piense en el distingo de Antígona entre las leyes y la Ley. Es una declaración de los deberes del individuo para con la sociedad mucho más profunda que las que pueden ofrecernos nuestros sociólogos. Las palabras de Antígona ("no es mi carácter unirme en el odio, sino en el amor") valen por todas los sermones de todos los arzobispos. Pero insistir sería impertinente. El juicio privado es todavía libre en privado; y esa libertad es la esencia de la libertad.” Si una mujer accede a estos términos podrá unirse a las profesiones y no ser contaminada por ellas. “Podrá librarlas de su afán de posesión, de sus celos, de su combatividad y de su codicia. Podrá emplearlas para tener una mente suya, propia, y una voluntad suya. Y podrá usar esa mente y esa voluntad para abolir la inhumanidad, la bestialidad, el horror, la locura de la guerra. A esto, pues, conduce un feminismo bien entendido: a hacer de las mujeres colaboradoras eficaces de los hombres en la construcción de un mundo nuevo, luminoso, habitable para aquellos en quienes lo mejor de la humanidad se manifiesta: la inteligencia, el amor, la justicia, la laboriosidad. Intentar poner las bases de ese mundo no es todo, pero es bastante para una sola persona y una sola vida. Virginia Woolf, en un momento de reconciliación consigo misma, se absuelve: “Sabe Dios que hice mi parte, con mi pluma y con mi voz, en pro de la especie humana. Sí, merezco una primavera. No le debo nada a nadie.” Los deudores somos nosotros, a quienes obliga, con su ejemplo, a continuar su lucha, su tarea, su obra. |
por Rosario Castellanos
Publicado, originalmente, en: Revista de la Universidad de México 12 / artículos / Agosto de 1961
Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México
Link del texto: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/160cdd4e-3c24-48f0-ab49-605f2ec0782d/virginia-woolf-o-la-literatura-como-ejercicio-de-la-libertad
Ver, además:
Virginia Woolf en Letras Uruguay
Rosario Castellanos en Letras Uruguay
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