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Un desencuentro en La Habana 
Por Mario Casas López

Apenas podía distinguir a través del cristal del auto del  ’50, impecablemente conservado. La lluvia de un otoño atrasado en noviembre impedía que aquel auto siguiera la marcha a toda velocidad. Josefina intentaba hilvanar recuerdos, casi siempre de  lumínicos y carteles que anunciaban algo de moda. No era capaz de darse cuenta de que ya estaba llegando; las personas que lograba divisar eran sólo siluetas. El taxímetro ausente; pero la conversación del taxista no se detenía. Para ella era como algo lejano que la aturdía por momentos. Poco equipaje, sólo una cartera de cuero y un bolso de mano, ambos recién comprados para su viaje y que no la acompañaban… iban en el asiento delantero.

El taxista la miró y le dijo: - Ya me detengo señora. Esta es la dirección que usted me pidió que la trajera.

Ella, extrañada, obedeció con cierto recelo, se bajó y miró a su alrededor: vio un portal de lo que había sido alguna bodega o tal vez una tienda, ahora cerrada con madera.

Unos hombres que disfrutaban lo último de una botella de ron, o de no sé qué otra cosa porque la botella no tenía rótulo, irrumpieron con voz ebria: - ¡Coño! ¡Si esta mujer es igual a la difunta Josefa!.

Una y otra imagen llegaban a la mente de aquella mujer como si fueran una descarga de fotografías de la década del ’50. Ya estaba cerca. No se animó a preguntar por nadie, sólo buscaba el 111 hasta que, por fin, lo encontró a su lado, pero ya no en la pared sino rotulado en la misma puerta.

Al segundo toque pudo oír una voz lejana que decía: - Ya vaaaa….., empuje ahora y suba despacio.

En el segundo piso, un señor de casi setenta años desciende seis u ocho escalones, se pone lentamente los espejuelos que colgaban de un cordón en su cuello. Inquieta, ella sube otros seis u ocho peldaños; no sabe qué decir ni cómo comenzar. El señor se vira y sube otros tres y le dice: - Sube y ten cuidado que vienes cargada. El  pasamano está flojo; puedes acomodar el equipaje ahí mismo, que si quieres lo recojo cuando subas.

Ella toma la iniciativa de subir rápidamente; la cartera se iba trabando en la estrechez de la escalera. Ya frente a él irrumpe en llanto mientras comienza a decirle: - Nunca llegué a tiempo a ningún lugar.

En el rostro de él había una mezcla de dolor y amor. Se abrazaron fuertemente hasta que él la separó un poco, con tanta delicadeza como cuando se quiere terminar sin dañar. Balbucearon palabras entre suspiros y lágrimas, frases como “mi ida”, “mi vida”, “me dejaste solo”, “qué tu vida”, “cuánto te llamó”, “yo te llamé”, “no di contigo”, “yo estaba, te voy a explicar”, “no importa, me las arreglé”, “me duele tanto”…

Con un vaso de agua delante, medio vacío, Josefìna dijo: - Antonio, aún tenemos tiempo de hacer algo juntos, por la familia por supuesto. Mamá nos está viendo y sé que está feliz. Dios sabe cuánto he rezado por este encuentro y también porque descanse en paz. No dejo de ir a la Iglesia, no sólo los domingos, ya me es poco, y voy dos veces más en la semana. Tengo ahorros y es momento de empezar; no vas a necesitar nada.

- También eso me dicen mis hijos…

- No, no, no… Déjame terminar, no es lo mismo, te lo digo en serio. Sé como te portaste con mima, y si no estuve presente fue por vergüenza.

- Mira Josefina, yo ya vivo con poco y todo esto está lleno de mis olores, y digo los olores porque apenas veo. También siento los de la vieja y hasta los del abuelo que me son tan familiares. Aún cuando no hay luz soy capaz de andar por este caserón sin tropezar. La vieja, momentos antes de que muriera, preguntó por ti... Se cuestionaba en qué había fallado contigo… También el porqué te fuiste sin despedirte.

- Antonio, no tuve tiempo….

- No entiendes, no es a mí… Hablé con una amiga colega del colegio para que hiciera cartas con una caligrafía parecida a la tuya, y así se las leía a la vieja comentándole que un día vendrías y que la echabas de menos; también te disculpabas… Recuerdo que me faltaba poco para jubilarme… ¡No sabes cuánto tuve que inventar para estar más tiempo en casa!, unido a la salida de mis hijos y a la no llegada de Rubencito que estudiaba fuera. Mucha gente me decía “Antonio, necesitas una mujer”, ¡Qué carajo mujer!, si mi problema era tan grande que lo que hacía era espantar a todo el que se me acercaba. Por suerte tengo alumnos, todavía, que me dan una vuelta, o que me ven en el agro y me recuerdan con afecto...

- … Antonio, – inquiere Josefina con aire ajeno a lo que su hermano estaba diciendo - ¿qué diablos es esto que me molesta al sentarme?

- ¡Cuidado que esa es la gaita del abuelo Toño!. La arreglé y me ha dado por aprender ahora, digo ahora porque los años no pasan… desde hace mucho me ha dado por eso.

- No recuerdo ese aparato...

- Josefina, no te conformaste y te fuiste y eso es todo; no tienes que castigarte. Eso sí, si quieres ve a la Iglesia si eso te ayuda.

- Déjame contarte que luego de irme me uní, a los seis meses, con un americano que según yo me adoraba, me decía ‘honey’… El muy hijo de puta, una vez que me embaracé me llevó a una clínica privada donde me durmieron. Cuando desperté nunca más lo vi. El muy maricón no apareció más. Finalmente, después de mucho andar, conocí a un ex preso político que me interesaba tan poco como para pensar en qué se ganaba el dinero; pero me dio una vida… ¡tremenda vida!, con la condición de que no se podía hablar de Cuba en la casa, ni tampoco tener ningún vinculo con la isla. No sabes cuánto tuve que inventar para poder mandar lo poco que mandé con la enfermedad de la vieja. Pero pregúntale a tus hijos, esos que están por esos países raros, que a todos les envié algo de dinero cuando llegaron. Total no tenía hijos, y eran los tuyos… Luego ninguno más me escribió. ¿Sabes de ellos?

- Sí. También como tú dicen que vienen, me envían algo de dinero, los nietos que no conozco me envían una postal de Navidad, suficiente para mí, y me imagino que más que suficiente para ellos.

Antonio miraba cada lugar de su caserón de Centro Habana: el balcón, las rinconeras, el desorden, el techo con algunas telarañas… También observaba que la lluvia no cesaba, pero que de todas formas, iba saliendo un sol tenue. Pensaba, mientras Josefina hablaba de la libertad esperada y de la real…su libertad. Se abrazaron nuevamente. También ella había reparado en el deterioro del lugar. Entonces Josefina, todavía enternecida entre los brazos de su hermano, le susurró al oído: -Tengo pasaje para dentro de siete días. Los he querido siempre.

por Mario Jesús Casas López

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