Memorias de Altagracia: el arte narrativo y la magia 
Por Alejandro Carreño T.

Por años Memorias de Altagracia, de Salvador Garmendia, vivió en mi memoria.[1] Recuerdo su primera lectura, allá por los setenta, cuando la literatura hispanoamericana ganaba estatus mayor y dejaba, definitivamente, de ser el patio trasero de Europa. Los latinoamericanos exportábamos literatura, y los nombres de Borges, Carpentier, Cortázar, Donoso, Fuentes, García Márquez eran, como hoy, nombres obligados en todos los centros académicos. En este ensayo quiero trabajar un aspecto de la obra de Garmendia que siempre me inquietó: la manera cómo se produce el acto de narrar. Me refiero al arte como procedimiento, y lo asociaré, fundamentalmente, al “capítulo” relacionado con el “andarín”.[2]

 

En 1917, V. Chklovski escribía: “El objetivo del arte es dar la sensación del objeto como visión y no como reconocimiento; el procedimiento del arte es el procedimiento de la singularización de los objetos y el procedimiento que consiste en oscurecer la forma, aumentar la dificultad y la duración de la percepción. El acto de la percepción en arte es un fin en sí mismo y debe ser prolongado; “el arte es un medio de experimentar el devenir del objeto, lo que ya  es ‘pasado’ no importa para el arte”.[3]

 

Por su parte, Jorge Luis Borges, citando a Mallarmé, escribía quince años después: “Nombrar un objeto, dicen que dijo Mallarmé, es suprimir las tres cuartas partes del goce del poema, que reside en la felicidad de ir adivinando; el sueño es sugerirlo”.[4] Entre ambas citas, y casi con una histórica exactitud matemática, podemos colocar aquí las palabras de José Ortega y Gasset formuladas en 1925: “Si yo leo en una novela: Pedro es atrabiliario, es como si el autor me invitase a que yo realice en mi fantasía la atrabilis de Pedro, partiendo de su definición”.[5]

 

Entendemos el arte como una no definición. El arte es recreación. En esta creación recreada, el objeto artístico se va develando no en su corporeidad, que acabaría con el goce estético, sino a través de formas primarias que la propia conciencia imaginativa reviste de contenido sugestivo: es como observar el negativo de una fotografía, cuya imagen velada le confiere a este signo icónico ese carácter surrealista que nos obliga a rearmar el referente.

 

Memorias de Altagracia es más que una fotografía vista por medio de su negativo. Se tiene la impresión, frente a la novela de Salvador Garmendia, de estar asistiendo a una película que exige una constante y activa participación creadora por parte del espectador. Pero no es una película cualquiera; más bien parece un documental dividido en 18 escenas absolutamente independientes temáticamente, pero unidas, y esto es lo realmente importante, por la naturaleza mágica del relato.[6]

 

El punto de vista adoptado por el narrador (nos recuerda El Lazarillo de Tormes), no refleja otra cosa que la propia conciencia narradora del pueblo de Altagracia (diferencia radical con la citada novela picaresca). Altagracia pudo haberse narrado a sí misma, sin lugar a dudas. Y pareciera ser el procedimiento lógico, el más conveniente, puesto que la novela, lo señala el mismo título, no quiere ser más que recuerdos,  evocaciones y leyendas de un pueblo hecho de sangre y de mitos. Pero los títulos son engañosos o, por lo menos, suelen serlo: estas memorias no tienen ni siquiera el requisito básico para serlo: orden. La novela pudo haber comenzado por cualquiera de estos episodios, y en nada habría perdido su peculiar naturaleza en cuanto a su estructura disposicional se refiere. Altagracia narrada por Altagracia tendría, necesariamente, otra disposición, otro orden: una secuencia lógico-natural. La novela perdería, entonces, su misteriosidad, su magicidad. De hecho, no sería más novela. Sería, efectivamente, memorias. Habría sido, como dice Borges, “el resultado incesante e incontrolable de infinitas operaciones”.[7]

 

El procedimiento es otro: Altagracia delega la función narradora a la conciencia mágica de un niño que, ya adolescente, narra retrospectivamente los acontecimientos más sobresalientes de la historia del pueblo. El material narrativo queda, por lo tanto, sujeto a una selección que obedece a instancias bien precisas de la tradición oral, y fijadas en la conciencia del narrador

 

“-Es una andarín –dijo mi tío Gilberto, que se había corrido los lentes a la punta de la nariz; unos quevedos mínimos de un color verde desleído, montados en tiritas de alambre que él sólo usaba para ver de cerca.

Por frente a la botica y al otro lado de la calle, había cruzado una figura extraña, que al primer momento no pude distinguir con claridad. Me dio la impresión de haber visto una figura pintada. Cuando volví la mirada a mi tío, éste había llevado los vidrios a su sitio y continuaba examinando el récipe que un momento antes le había entregado un cliente.  

-Hacía años que no pasaba alguno –comentó el hombre que había traído la receta.  

Tío Gilberto continuó moviendo los labios en el intento de descifrar los jeroglíficos trazados en la hojita de papel de hilo; sin embargo, dijo claramente, como si otra persona hubiese tomado su lugar para hablar:

-Debe estar llegando de muy lejos.  

-Dicen que son mala señal –advirtió el hombre que vestía de dril color de adobe, polainas manchadas de barro y sombrero velludo sostenido a la espalda por la tira del barboquejo. Olía a lluvia y tenía los ojos dormidos como si se los hubiera ablandado la fiebre.  

Al momento me asomé a la puerta, pero la visión ya debía haber cruzado la esquina y, por el momento, no tuve la intención de seguirla.  

-Hace veinte años un andarín anunció aquí la peste –dijo una mujer blanca y canilluda que esa noche había ido de visita a la casa”.[8]

 

El extenso, pero necesario párrafo citado, describe con meridiana claridad el manto fantasmagórico que se ciñe en torno al mítico personaje: “es un andarín”, “una figura extraña”, “una figura pintada”, “hacía años que no pasaba alguno”, “debe estar llegando de muy lejos”, “dicen que son mala señal”, “la visión debía haber cruzado la esquina”, “hace veinte años un andarín anunció aquí la peste”.

 

O sea, nada concreto, nada que señale una forma perfectamente discernible. Hay, eso sí, una espontaneidad comunicativa, un afán clásico de lo que Borges llama “fuerte apariencia de veracidad”.[9] El mundo de los andarines está contaminado de mitos y de leyendas. Son personajes extraordinarios cuya presencia es difícil de captar y comprender. El narrador nada pide al lector, no lo fuerza a creer: establece la duda necesaria que incita la curiosidad y abre el apetito para devorar la fantasía. Es, en verdad, un acto de fe; esa fe poética como la llama Coleridge y que hace diferente la postulación de la realidad del clásico en relación al romántico.

 

Se trata, en verdad, de lo que V. Chklovski reconoce en L. Tolstoi como el procedimiento de la singularización: “El procedimiento de singularización en L. Tolstoi radica en el hecho de que él no llama al objeto por su nombre, sino que lo describe como si lo viese por primera vez y trata cada acontecimiento como si hubiera sucedido por primera vez; además, emplea en la descripción del objeto, no los nombres generalmente dados a las partes, sino otras palabras tomadas prestadas de la descripción de las partes correspondientes a otros objetos”[10]:

 

“Entonces se pusieron a recordar historias de andarines, que habían llegado al barrio en forma inesperada y con el mismo sigilo desaparecieron. La más curiosa de todas fue la de un andarín del Norte que tenía el pelo rojo y usaba una falda de cuero con cascabeles por encima de las rodillas. Era un verdadero gigante. Medía más de dos metros y podía echarse una marrana al hombro”.[11]

 

“Al día siguiente, le oí decir a un viejo que sacaban a asolear en las mañanas a la plaza, llevado por dos sobrinas gordas: Un andarín no es hombre ni mujer; es un marimacho que tiene cosas de hombre y cosas de mujer al mismo tiempo”.[12]

 

“Estuvo en aquel pueblo una semana. Un día, en una casa, floreó un toronjo macho, que no puede haber peor anuncio de mala suerte; otro, una yegua parió un animal sin cabeza; una mujer que estaba amamantando a su hijo se cayó muerta de repente. El condenado seguía riéndose solo por las calles. Por fin la gente salió a perseguirlo. El viejo corría como loco y no lo podían alcanzar, hasta que al salir a la sabana se quedó parado de pronto, mirando a la gente que venía acechando. Ninguno se atrevió a moverse. El viejo loco los miraba de lo más tranquilo con su risita de muchacho. Entonces les hizo a todos la puñeta –con una mano hizo un arito, mientras la otra vino desde atrás y encajó en él un dedo hasta tropezar en su base sonando como una palmada- y ahí mismo empezó a desaparecer poco a poco en la tierra; se hundía y se hundía poco a poco y mientras tanto les iba haciendo la puñeta, zas, zas, zas, diez veces seguidas, hasta que todo lo que quedó de él fue un chorrito de humo negro que salía de la tierra.

 

Todos nos miramos a las caras y comenzamos a reír”.[13]

 

Parodiando a Borges podríamos decir que Salvador Garmendia se encuentra en la misma posición de Morris: “El arduo proyecto de Morris era la narración verosímil de las aventuras fabulosas de Jasón, rey de Iolcos.[14] Memorias de Altagracia no representa otra cosa que una lucha constante frente al problema de la verosimilitud.

 

El capítulo que hemos seleccionado para la discusión de este ensayo nos coloca, indudablemente, ante el fenómeno del “extrañamiento”, que no es más que lo que Chklovski (en la traducción portuguesa) denomina como “procedimiento de la singularización”.[15]

 

El andarín es un personaje tan fabuloso como los personajes de la mitología clásica. Su figura es figura de todos y, por lo mismo, de ninguno. Su descripción, siempre en términos dicotómicos, le confiere ese carácter de fantasmagórica ambigüedad: aparece y desaparece con la misma naturalidad como se suceden el día y la noche; es un gigante o un enano; un niño o un viejo; puede ser un hombre o una mujer. Un andrógino.[16]

 

Una narración de esta naturaleza requiere, de parte del autor, todo un proceso de persuasión que coloque en la conciencia del lector la capacidad de creer en su historia. Dicho en otros términos, que su historia se configure como “verdadera” y que el lector la sienta como tal. El proceso es gradual: la narración comienza, de inmediato, por despertar la curiosidad del lector (ver nota [8]). La conversación sostenida por el tío Gilberto, el cliente y la mujer blanca y canilluda, que trata del andarín “sólo” en determinados momentos, no provoca la atención únicamente del propio narrador.

 

El lector también se siente aludido y quiere saber pero, sutilmente, la narración se interrumpe, dando la impresión de que los disfrazados resortes apelativos en torno del personaje, quedarán encerrados en el breve diálogo. La narración ahora, proveniente de tía Augusta, nos informa acerca del cometa Halley y su aparición en el pueblo. Así, la historia del personaje central queda “in suspenso”, para ser retomada posteriormente (ver notas 11, 12 y 13). La narración interpolada que tía Augusta hace del cometa Halley no es, como podría imaginarse, fortuita. Ella obedece a un plan narrativo rigurosamente elaborado:

 

“Tía Augusta comenzó a hablar entonces del cometa Halley, que una vez había aparecido encima de la casa, mismo sobre el caballete de la galería. Al marcharse después de muchos días, casi todos los relojes de las casas se habían parado por completo y muchos de ellos no volvieron a andar otra vez. Casi nadie se quedaba en las casas en esos días, como no fuera por las noches, cuando ni hombre ni mujer se atrevían a ir más allá de los portones. Las ventanas permanecían abiertas hasta muy tarde y los interiores iluminados en exceso, pues ni un solo rincón debía quedar en sombra: adonde no alcanzaba la luz de los bombillos, se encendía velas o lámparas de aceite. El resplandor salía a las calles y el silencio que dominaba en ellas tenía una aureola extraña y sorprendente, pues las salas y los corredores parecían haber sido abandonados en medio de grandes saraos”. [17]

 

El procedimiento de persuasión que utiliza el escritor venezolano es fuertemente analógico. La figura interpolada del cometa Halley no representa más que la necesaria presencia de un andarín peculiarísimo en la construcción de lo imaginario como procedimiento narrativo. Sin embargo, esto es lo que está en la superficie del párrafo que comentamos, es lo “obvio”. Es, lo que podríamos llamar, “su realidad aparente”. La analogía es mucho más sutil y, por lo mismo, más poética: hay en la narración una gran metáfora: la “metáfora del miedo”. No del miedo particular, sino de un miedo generalizado que proviene de la conciencia mítico-popular. Es lo que denominamos “la realidad profunda del texto”.[18]

 

En definitiva, lo que el narrador quiere mostrarnos es esta conjunción mágico-científica que envuelve la conciencia de los altagracianos. Los habitantes de Altagracia colocan al lado de los fenómenos puramente científicos los fenómenos que escapan a cualquiera consideración racionalista y, ambos, son vistos con la misma simplicidad analítica, con la misma ingenuidad interpretativa. De ahí la importancia que tiene para el procedimiento de persuasión la narración interpolada del cometa Halley. “El milagro no es menos forastero en ese universo que en el de los astrónomos. Todas las leyes naturales lo rigen, y otras imaginarias. Para el supersticioso, hay una necesaria conexión no sólo entre un balazo y un muerto, sino entre un muerto y una maltratada efigie de cera o la rotura profética de un espejo o la sal que se vuelca o trece comensales terribles.

 

Esa peligrosa armonía, esa frenética y precisa causalidad, manda en la novela también”.[19]

 

Es esta causalidad mágica de la que habla Borges la que suscita la persecución del andarín (ver nota [13]): su presencia y su comprensión, ya establecidos en las conciencias por la tradición oral-mítico-popular (propia de la tradición juglaresca), se convierte en el elemento nefasto de esta relación mágico-causal. La superstición engendra, entonces, la comprensión de lo científico y lo mágico.[20] La desaparición del andarín en las entrañas de la tierra, significa el último eslabón en esta etapa de persuasión: el narrador ha establecido las leyes mágicas que rigen el relato, estableciendo la analogía metafórica del miedo. La superstición engendra el miedo. Tanto se teme lo real como lo irreal. La verosimilitud ha sido alcanzada. Es, en realidad, la postulación clásica de la realidad. 

 

Notas y bibliografía

 

[1]. Garmendia, Salvador, Memorias de Altagracia, Barcelona, Barral Editores, 1974. Colección “Hispánica Nova”, N.93.

 

[2]. El episodio del andarín se encuentra entre las páginas 53 y 62 de la citada edición. En “La aventura de narrar”, Salvador Garmendia nos dice: “Yo fui a buscar una realidad que creí enferma o agobiada, me apropié de la parte que me pareció más apropiada a mis propósitos, quité de ella lo que me estorbaba y rehice lo demás a mi gusto. En realidad, lo inventé todo. Muchas personas que habían pasado antes por aquellos lugares no vieron lo mismo que yo. Todos ellos estarían dispuestos a jurar que nada de lo que dije estaba allí, y seguramente tendrán razón. Es necesario que el escritor asuma esa responsabilidad. La responsabilidad del falsario. Después de todo, no hay por qué asustarse. La literatura es casi completamente inofensiva; y muchas veces, los tonos más sombríos, el patetismo y la crueldad pueden ser motivo de predilección y goce estético”. Ver: A propósito de Salvador Garmendia y su obra, Bogotá, Editorial Norma, colección “Cara y Cruz”, 1991, página 22. Forma parte de este volumen, Sobre la tierra calcinada y otros cuentos. “La aventura de narrar” apareció en la revista Quimera, edición latinoamericana, N. 6, páginas 39 a 44.

 

[3]. Traduzco de: V. Chklovski, “A arte como procedimento”, en: Teoria da literatura. Formalistas russos, Porto Alegre, Editora Globo, 1976, página 45: “O objetivo da arte é dar a sensação do objeto como visão e não como reconhecimento; o procedimento da arte é o procedimento da singularização dos objetos e o procedimento que consiste en obscurecer a forma, aumentar a dificuldade e a duração da percepção. O ato de percepção em arte é um fim em si mesmo e deve ser prolongado; a arte é um meio de experimentar o devir do objeto, o que é já ‘passado’ não importa para a arte”.

 

[4]. Borges, Jorge Luis, “El arte narrativo y la magia” en Discusión, Obras Completas, Barcelona, Emecé Editores, 2001, Tomo I, página 229.

 

[5]. Ortega y Gasset, José, “Ideas sobre la novela” en Meditaciones del Quijote, Madrid, Ediciones de la Revista de Occidente, octava edición, 1970, colección “El Arquero, página 159.

 

[6]. Ángel Rama en su ensayo “Salvador Garmendia: culminación de una narrativa”, publicado en La palabra y el hombre, N.10, México, 1974, páginas 17 a 22, dice: “Aunque insólitamente la editorial la define como una novela, Memorias de Altagracia, es una colección de textos narrativos independientes (dieciocho en total) que oscilan entre las tradicionales formas del género cuento y las del género estampa, cuya versión moderna quizás debería designarse, más correctamente, aprovechando la lección introducida por Rimbaud, como iluminación”. Nosotros lo tomamos de A propósito de Salvador Garmendia y su obra, texto citado en la nota 2, páginas 32 y 33. La palabra “iluminación” aparece entre comillas.

 

[7]Borges, Jorge Luis, Ob. cit., página 232. El autor reconoce dos procesos causales en el desarrollo de la novela: “He distinguido dos procesos causales: el natural, que es el resultado incesante de incontrolables e infinitas operaciones; el mágico, donde profetizan los pormenores, lúcido y limitado. En la novela, pienso que la única posible honradez está con el segundo. Quede el primero para la simulación psicológica”. En el citado ensayo “La aventura de narrar”, Salvador Garmendia escribe: “Quizás, lo que he pretendido siempre al escribir, es alterar la constitución de la materia y hacerla que parezca moldeable entre mis manos y sometida a mis caprichos. Se trata de un juego que se reanuda cada vez, aun sabiendo que la vida real (o esto que habitualmente tomamos por tal cosa), una vez más, no se dejará sorprender del todo”. Página 23.

 

[8]Memorias de Altagracia, páginas 53 y 54.

 

[9]. Borges, Jorge Luis. En el citado ensayo, página 226, el ensayista argentino analiza la obra de William Morris The Life and Death of Jasón. El problema que enfrenta Morris es el problema de la verosimilitud. Al respecto, dice Borges: “El arduo proyecto de Morris era la narración verosímil de las aventuras fabulosas de Jasón, rey de Iolcos. La sorpresa lineal, recurso general de la lírica, no era posible en esa relación de más de diez mil versos. Ésta necesitaba ante todo una fuerte apariencia de veracidad, capaz de producir esa espontánea suspensión de la duda, que constituye, para Coleridge, la fe poética. Morris consigue despertar esa fe; quiero investigar cómo”. Luego de comentar ésta y otras obras, Borges concluye con las palabras citadas. Evidentemente, en Memorias de Altagracia, estamos frente a una narración donde prevalece el carácter mágico anunciado por los pormenores del relato.

 

[10]Traduzco de V. Shklovski, Ob. cit., página 46: “O procedimento de singularização en L. Tolstoi consiste no fato de que ele não chama o objeto por seu nome, mas o descreve como se o visse pela primeira vez e trata cada incidente como se acontecesse pela primeira vez; além disto, emprega na descrição do objeto, não os nomes geralmente dados as partes, mas outras palavras tomadas emprestadas da descrição das partes correspondentes em outros objetos”. Umberto Eco en su ensayo “Achille Campanile: lo cómico como extrañamiento”, dice: “Ante la muerte, Campanile pone en práctica una regla que los formalistas rusos habían atribuido al arte serio: el efecto de extrañamiento. Mostrar una cosa, para Tolstoi, según Sklosvki un caballo, como si la viéramos por primera vez. Con Campanile vemos a menudo la muerte por primera vez”. Muy interesante la distinción que Eco hace en este ensayo, entre lo cómico y lo humorístico, y su relación con el extrañamiento como proceso de singularización del universo narrativo.  El mencionado texto se encuentra en Entre mentira e ironía, Barcelona, Editorial Lumen, colección “Palabra en el Tiempo”, N. 289, 1998, página 117.

 

[11]. Memorias de Altagracia, página 55.  

[12]. Idem., página 58.  

[13]. Idem., páginas 61 y  62. El mismo procedimiento lo encontramos en “El guardagujas”, cuento de Juan José Arreola, que integra Confabulario, 1952: “En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudentemente, al encuentro del tren”. Cito por: Seymour Menton, El cuento hispanoamericano, México, Fondo de Cultura Económica, tercera edición, volumen II, 1970, página 124.  Recordemos también a Remedios la Bella, la hermosa muchacha de Cien años de soledad, cuya belleza sobrenatural la transforma en un ser de otro mundo, y termina desapareciendo por los aires de Macondo, en un acto de puro mágico encantamiento. Este procedimiento narrativo lo encontramos, también, de un modo muy elaborado, en las novelas del tempranamente fallecido escritor peruano, Manuel Scorza. Por ejemplo, Redoble por Rancas. Tampoco puedo dejar de mencionar a Altazor, de Vicente Huidobro, cuyo último verso del último canto, no es más que la desintegración del propio mundo del poema que destruye la esencia misma del lenguaje: “Ai a i ai a i i i i o ia”. Antes y después de Salvador Garmendia: desde siempre la literatura parece haber sido escrita por un solo escritor que es uno y varios al mismo tiempo.

 

[14]. Ver nota 9.

 

[15]. He mantenido la traducción literal del portugués “singularização”, considerando que ella reproduce, a cabalidad, el sentido de lo singular, de lo característico, en relación al “extrañamiento”. Más aún, cuando en español existe “singularizar”, cuya primera acepción se refiere a “Distinguir o particularizar una cosa entre otras”. Cito por el Diccionario de la Lengua Española,  Madrid, Real Academia Española, vigésima segunda edición, Tomo II, 2001.

 

[16]. Al propio Platón le preocupaba este ser ambiguo. En el Banquete, y cito por el Diccionario de Símbolos de Juan Eduardo Cirlot, Barcelona, Editorial Labor, 1969, “dice que los dioses formaron primeramente al hombre en figura esférica, integrando los dos cuerpos y los dos sexos”, página 75. Esto nos comprueba, prosigue Cirlot, “hasta qué punto el autor de los Diálogos sometía los aspectos reales a los simbólicos e ideativos y cómo –en concepto muy helénico- permitía que los mortales participaran de cualidades, como la androginia, reservadas a los dioses más primitivos”. La conciencia mítico-popular, sobre todo en un continente donde lo “real maravilloso” se confunde con las cartas de nuestros conquistadores, construye, cada cierto tiempo, seres extraordinarios que, como andarines mágicos, aparecen en un lado y otro de la geografía de nuestra América del Sur. El último que ha acaparado los titulares de los medios, en este tiempo, es el llamado “Chupacabras”, mezcla aterrorizante de ser humano y animal que diezma los corrales y siembra el pánico en la población, especialmente rural. Como un Rebis arrancado de un libro alquímico, pero con la alquimia, tal vez del estrés de la vida del 2005, es posible ver reproducciones de este ser ambiguo y extraño, en diarios, revistas y, cómo no, en las pantallas de los televisores.

 

[17]. Memorias de Altagracia, página 54. Desde siempre los fenómenos de la naturaleza han estado asociados a acontecimientos extraordinarios: “Comienzo a cantar a Poseidón, dios poderoso, sacudidor de la tierra y del límpido mar”. Así comienza el XXII himno homérico. De hecho, a Poseidón (Neptuno en la mitología romana) se le atribuían los terremotos, los maremotos y las tempestades que hundían los barcos. Homero, La Odisea y Ulises bien saben de esto. Siglos más tarde, Manuel González Zeledón, “Magón” (1864-1936), fundador del costumbrismo costarricense, nos deleita con su “El clis de sol”, una historia donde un humilde campesino le explica el origen de sus rubias hijas gemelas: “Usté sabe que ahora en marzo hizo tres años que hubo un clis de sol, en que se escureció el sol en todo el medio; bueno, pues como unos veinte días antes, Lina, mi mujer, salió habelitada de esas chiquillas. Desde ese entonces, le cogió un desasosiego tan grande, aquello era cajeta; no había cómo atajala, se salía de la casa de día y de noche, siempre ispiando pal cielo; se iba al solar, a la quebrada, al charralillo del cerco, y siempre con aquel capricho y aquel mal que no había descanso ni más remedio que dajala a gusto”. “Magón” interrumpe a ñor Cornelio, que así se llama el campesino, preguntándole qué tiene que ver esto con que sus hijas sean rubias, a lo que ñor Cornelio respondió: “¿Pos que no ve que jue por ber ispiao la mama el clis de sol por lo que son canelas? ¿Usté no sabía eso? Cuando “Magón” le pregunta de dónde obtuvo esta información, el campesino le responde: “Usté conoce a un mestro italiano que hizo la torre de la iglesia de la villa? ¿Un hombre gato, pelo colorao, muy blanco y muy macizo que come en casa dende hace cuatro años? Ante la negativa respuesta de “Magón”, concluye el relato de ñor Cornelio: “Pos él jue el que me explicó la cosa del clis de sol”. Sabrosa estampa que une ignorancia, ingenuidad y tradición mítica, oral y popular  vinculada al quehacer de la naturaleza. “El clis de sol” se encuentra en la obra citada de Seymour Menton, volumen I, entre las páginas 110 y 113. (Ver nota 13).  

[18]. Cuando hablamos de “conciencia mítico-popular” lo hacemos dentro de la comprensión de una determinada cultura que, del mismo modo que fabrica ciencia, fabrica lenguaje, mitos, y religión. Como lo postula Ernst Cassirer en Antropología Filosófica, México, Fondo de Cultura Económica, colección “Popular”, N. 41, 1971: “La característica sobresaliente y distintiva del hombre no es una naturaleza metafísica o física sino su obra”. (Página 108). Más adelante, en la página 111 postula: “Si el término humanidad tiene alguna significación quiere decir que, a pesar de todas las diferencias y oposiciones que existen entre sus varias formas, cooperan en un fin común”. Oposición, por ejemplo, habida entre el pensamiento científico y el pensamiento mítico. El primero, dice Cassirer, “contradice y suprime” al segundo. Sin embargo, ambos coexisten. El cometa Halley representa, desde su primer registro en la historia, un signo de la cultura popular que trasciende los paradigmas científicos y se inserta, de modo irrefragable, en el pensamiento popular. Así queda demostrado en una pequeña historia sobre el cometa Halley para los niños brasileños. Se trata de Cometa Halley, fascinante e belo, São Paulo, Círculo do livro, 1985, de Ruth Rocha. Traduzco una de las historias: “Cerca de Belgrado las tropas del Papa Calisto III estaban preparándose para una batalla contra el ejército del califa Maoma II. De repente vieron en el cielo el cometa Halley y los soldados del califa vieron una cruz y creyeron que perderían la batalla. Por su parte, los soldados del Papa creyeron ver un yatagán, que es una pequeña espada curva que los musulmanes usaban, y pensaron exactamente lo contrario. Fue en ese momento que el Papa Calisto instituyó la “hora del Ángelus”, cuando todos los cristianos al medio día, debían rezar por la victoria de sus tropas. Todas las iglesias tocaban las campanas para llamar a los fieles a la oración. Más tarde esta práctica pasó para las seis de la tarde, y existe hasta hoy”. Como dice la autora en otro pasaje: “La aparición de este cometa siempre provocó mucha emoción. Antiguamente, cuando las personas tenían más supersticiones que nosotros, la llegada de un cometa provocaba siempre una ola de miedo. Las cosas desconocidas causan siempre mucho miedo...”.  Mucho más reciente,  el libro El paso del cometa: Estado, política social y culturas populares en Costa Rica, Editorial Porvenir y Plumsock Mesoamerican Studies, 1994, edición a cargo de Iván Molina Jiménez y Steven Palmer, nos presenta los siguientes contenidos del capítulo 6,  “El paso del cometa Halley por la cultura costarricense de 1910”, a cargo de Iván Molina Jiménez: 1. El temido cometa Halley; 2. Nuestras almas necesitan prepararse; 3. Sin querer alarmar; 4. El miedo era espantoso; 5. Por él moriremos.

 

[19]. Borges, Jorge Luis, Ob. cit., páginas 230 y 231.  

[20]. José Ferrater Mora, estudiando el concepto de mito en su Diccionario de Filosofía, Barcelona, Editorial Ariel, 2001, página 2423, comenta la concepción de Ernst Cassirer: “ha considerado que el mito no es objeto únicamente de investigaciones empírico-descriptivas ni es tampoco una manifestación histórica de algo ‘absoluto’. Aunque son necesarias las investigaciones y descripciones empíricas, éstas se hallan enmarcadas por la idea del mito como modo de ser o forma de la conciencia: la ‘conciencia mítica’, la cual explica la persistencia, reiteración y estructura similar de muchos mitos. Según dicho autor, hay un principio de formación de los mitos que hace que éstos sean algo más que un conjunto accidental de imaginaciones y fabulaciones. La formación de mitos obedece a una especie de necesidad inherente a la cultura, de modo que los mitos pueden considerarse como supuestos culturales”.

Alejandro Carreño

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