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La cultura como proceso de no apropiación
Juan Andrés Cardozo
galecar2003@yahoo.es

 
 

Es una costumbre bien generalizada limitar la concepción de la cultura a los ámbitos de las artes y las letras. Cuando se excede esta limitación, también es frecuente distinguirla como una dimensión de la identidad. Y entonces los agentes culturales y las instituciones dedicadas a promover la cultura se mueven en el marco de estas limitaciones. No está mal esta referencialidad, a condición de que una determinada sociedad sobresalga por representaciones dignas de excelencia, ponderación y originalidad en los campos de la imaginación, la creatividad y las artes visuales. O por una cultura identitaria no desfasada históricamente o distanciada de la civilización. El

multiculturalismo y las diferencias, que son dos modos fundamentales de la cultura, por la importancia de la lengua propia y por el respeto que se merece una visión del mundo con valores y aportaciones singulares, no deben sin embargo desconocer la recíproca interacción entre cultura y civilización.

 

Pero aun estas limitaciones son deshistorizantes. Influyen para que la sociedad no pueda superar la ortopedia de su desfasada cultura. Por eso resulta equívoca y nefasta esta extendida creencia de que los fenómenos culturales son exclusivamente aquellas expresiones del talento humano que en las letras y en las artes encuentran su realización. Y de que la cuestión consiste no solo en preservarlas y fomentarlas, sino en que respondan a las exigencias de la estética. La crítica se esmerará para otorgarles ese reconocimiento.

 

Desafío de la modernidad

 

La crítica es necesaria. Pero consiste en la confrontación de la realidad con sus propios conceptos. Y por lo mismo no puede agotarse en una hermenéutica literaria o en las investigaciones antropológicas. Ambas, cuando poseen una metodología lógica y científica, son necesarias, pero desde la Ilustración la cultura supone la autoconciencia de la sociedad y la emancipación del sujeto. Instaura la idea de que su historicidad se manifiesta en una lucha sin cesar por su libertad, la que a su vez deviene en autonomía. Mas ésta solo es alcanzable en el despliegue de una historia donde todos son libres y todos son iguales, porque al mismo tiempo todos son libres e iguales.

 

Es el desafío de la modernidad. Reto actual. Y según como está el mundo, seguirá siendo una postergada utopía. El principio de la autonomía proclama la autoliberación del sujeto. Y en una relación intersubjetiva en la que esta intersubjetividad históricamente tiene que dar cuenta de la paralela vigencia de la libertad  y de la igualdad. Cuando la posmodernidad elude este desafío --y confunde el diálogo transtemporal--, legitima la heteronomía y reivindica sin más el sincretismo. Y peor todavía, no hace otra cosa que presentarse como el mero epifenómeno de la modernidad. De un lugar a otro hunde sus pasos por las orillas de la filosofía de la modernidad, cuya esencia descubre la apertura del ser en movimiento hacia su siempre pretendida  pero demorada emancipación.

 

La incidencia social

 

Entonces, primeramente hay que entender que la cultura tiene una dimensión social irreductible. Por más brillante y universal que llegue a ser un escritor, pertenece a una sociedad. Y aunque su comportamiento sea extremadamente individualista y hasta de subestimación del contexto social, no  podrá evadir la recusación de que la suya es una posición alienante. El “yo” del sujeto es parte inevitable de la mismidad societal, cuyo ser--en--sí (la conciencia) adquiere realidad y ha logrado diferenciarse de la otredad: la alteridad frente al otro.

 

¿Cómo ha sucedido esta diferenciación contrastante? La antropología dice que cada individuo es portador de cultura. O, como señala Cassirer, la cultura es inherente al hombre o éste es un animal simbólico. El lenguaje, la palabra capaz de construir concepto y de elevarse a la razón que coincide con la realidad, lleva de la mano al sujeto a cobijarse en la morada de la cultura: su principal distinción. Y, también, su problemática originaria y trascendental.

 

Por tanto, importa la lengua. La comunidad que posea una particular, ya tiene un rango cultural diferenciador. Pero este complejo aparato de comunicación intracomunitaria, relevante para la mismidad del “nosotros”, sube en su importancia cuando realiza su dimensión poiética  --poética, narrativa y lógica--  y avanza hacia una teoría de la vida y del mundo, entendiendo lo real, el universo y las cosas. De esa manera contribuye a la propia evolución de la historia y a la transformación del mundo.  

 

Hacer, pensar y ser

 

Es así como la cultura es un modo de ser, una manera de pensar y una capacidad de hacer. Definición pluricomprensiva que explica la matricidad de su propio desarrollo.

 

Es un modo de ser porque una nación adquiere con el tiempo su singularidad que, por una  parte, afirma su identidad y, por la otra, hace visible su diferencia. Su forma de existencia, tras la fragua del pasado que moldeó su lengua y fue soldando su cohesión social, permite distinguirla, aunque hable el mismo idioma que hablan otros países. A los valores universales suma los suyos, y hasta sus rasgos físicos tienen un perfil propio, una figura que en una densa metrópolis se desemeja de otras.

 

Enfrenta además el mundo del trabajo, de la producción y de la solidaridad con una conducta con matices contrastables. Es más proclive a preferir una o dos de estas variantes. Y asimismo de registrar una axiología que se distingue por sus códigos y prácticas diferentes.

 

Es una manera de pensar porque, aun sin conocimiento de la filosofía y la ciencia, la cultura de una nación está impregnada de sabiduría local. Hay interrogantes que con las cavilaciones de sus hombres obtienen respuestas. Su lengua nombra las cosas y representa en las palabras la infinita vastedad y variedad de la naturaleza. Mas el problema es, como sostiene Heidegger, ponerse en camino del pensar. Cuestión muy difícil, porque no se trata de una senda cualquiera. Es el camino de la verdad y del fundamento. Y ese camino está cubierto por las malezas de antiguos y nuevos prejuicios. Por creencias, dogmas, ideologías y opiniones que ocultan la verdad o impiden a la cultura acceder a la reflexión que encamina al pensar por el claro sendero del fundamento. Grecia puso en marcha este pensar, que se detuvo por siglos y hoy apenas en muy contadas culturas sobrevive y avanza. En estas culturas se aprende a pensar, a meditar, con la ayuda de la propia reflexión. Y se transita por el saber porque se inquiere, se investiga, y la duda se “hace metódica”. Toda afirmación es producto de un predicado cuya hipótesis se ha confrontado con la realidad. Pero la experiencia enseña a la vez que su inferencia es transitoria, provisional. Otra deducción vendrá a sustituirla.

 

Mas, ¿por qué en tan pocas culturas el pensar tiene vida? Porque las noches del pensar conjetural están cada vez más iluminadas artificialmente, obstaculizando que el ave de Minerva, la filosofía, emprenda su vuelo. Además, porque a los reducidos contornos de las luces bastardas se unen la enajenación audiovisual y ciberespacial, el pragmatismo y la irracionalidad. O, en su defecto, predominan la ignorancia, la mediocridad y la repetición.

 

La cultura es una capacidad de hacer ya que socializa la acción modificante, transformadora. No deja las cosas como están. Modifica el entorno, urbaniza la comunidad y civiliza la convivencia. A la técnica adquirida, la nueva la vuelve obsoleta. Es un “saber hacer” que pone en movimiento y en constante superación la práctica y el conocimiento. Pero, en vez de rendir culto a la objetualización del mundo, se preocupa y se ocupa de humanizarlo. No es una fuerza cosificadora sino liberadora.

 

Cultura y política

 

En verdad, la cultura instituye la política. La ha creado e influido incesantemente sobre su proceso. Al formarse la ciudad, fuente inagotable de la cultura, se ha dado origen a la política y el hombre ha entrado a la civilización, según reafirma Leo Strauss.  Ha establecido una relación de mutua incidentalidad entre la cultura y la política. Habría que poner orden y sobre todo una jerarquía de principios y valores a la Polis. Así nacieron la República y la Democracia. La primera, para que los ciudadanos comprendieran que el Estado es “cosa de todos”;  y la segunda, para que entendieran que el Gobierno les compete a todos. Constituyen la dirección que se dan a sí mismos los ciudadanos.

 

Pero el telos, los fines de la política, es el principal asunto de la filosofía política, de la sociología cultural. Y así el objeto de la política será la justicia para Platón --el “bien común” para Aristóteles--, a ser infundida por la ética, puesto que ésta define la teoría y las normas del Bien, de las virtudes humanas y de la felicidad. La dicha de vivir no es posible sin autonomía y sin autarquía, bases para que la política se convierta en instrumento del auto-contentamiento.

 

Pero desde Rousseau, Kant y Hegel en adelante, la política ha de estar gobernada por el Derecho. El Estado, el Gobierno y los ciudadanos han de sujetarse al Derecho. Primero, para que gobierne la ley; segundo, para que imperen la libertad y la igualdad; y, tercero, para que nadie quede excluido del bien-estar. Tanto John Rawls como Habermas refuerzan hoy la ecuación de la política con la democracia, y sostienen que ambas están subordinadas a la justicia. No al Poder Judicial, sino a la política social que garantiza y pone al alcance de todos el justo trato, la equidad en el usufructo de los bienes, la ecuanimidad y neutralidad de las leyes, y su administración.

 

La cultura, como un sistema de autorreferencialidad social, es la única mediación que dispone el sujeto para que esta ecuación de la política con la democracia se traduzca efectivamente en el reino de la justicia, entendida ésta como la superación de las desigualdades mediante el salto al suelo firme de la libertad y de la prosperidad sin exclusiones.

 

En América Latina y en el Paraguay la política se desentiende de este imperativo de la cultura. Más del 40 por ciento de la población continental, unos 200 millones de habitantes, subvive en la pobreza. En el Paraguay los pobres se elevan al 46 por ciento. Son los datos de la CEPAL que aplazan a los políticos y a los que ejercen el poder fáctico.

 

Para salir de esta situación, la cultura debe apelar a la educación. Le impele instruir a los políticos acerca de sus deberes como tales. Hacerles saber y procurar que su acción se ajuste a los preceptos de la Política. Y le es forzoso conseguir que el Estado y la sociedad destinen sus recursos y su voluntad para convertir a la educación en la gran industria que elimine la pobreza para que la totalidad de la población viva decorosamente. Con dignidad y autosuficiencia. Con conocimiento y tecnología para edificar una nación cabalgando sobre el progreso. Y con eticidad, honradez y civismo para instituir una democracia gobernante, pluralista e incluyente.

 

Proceso de no apropiación

 

Por consiguiente, la cultura es un proceso de no apropiación. Es diferente a la simple erudición. Ésta sirve si contribuye a producir conocimientos nuevos, pensamientos propios e imaginaciones originarias. No introduce a un pueblo a la historia si su cultura se reduce a imitar y copiar. O, en el mejor de los casos, a lograr una simple transferencia de tecnología. Ello no niega el transculturalismo o la cooperación e interacción intercultural; incluso el relativismo. Pero si una sociedad es incapaz de participar y de ser una interlocutora en el debate teórico, en los descubrimientos científicos y en la renovación creadora del mundo contemporáneo, está condenada a mirar su ego en un espejo residual. Y a recoger, por lo tanto, su imagen marginal. Autoexcluida y subvalorada.  

 

El conocimiento existente y último, de validez universal o de sabiduría local, sirve. Y es obligatorio esforzarse por llegar a su dominio. Pero en actitud de diálogo y en el marco de una hermenéutica que educa y ayuda a pensar, como sugiere Gadamer. Incluso con la predisposición de criticar, cuestionar y superar sus verdades, teorías y paradigmas, como exige el desarrollo científico y ha justificado posmetafísicamente Habermas. La educación que se empeña en un mero acceso al conocimiento no es suficiente. Y termina por fomentar e introyectar una enseñanza apenas nemotécnica, de simple memorización, y a producir una cultura de repetición.

 

Esta es la cultura de la apropiación que congela el saber. Y hace impotente el pensar.

 

Su consecuencia es una sociedad a-científica y a-histórica. Su cultura sobrevive al margen de la evolución del saber.

 

En el arte ocurre igual discontinuidad, nefasta involución. En la música, por ejemplo, un Agustín Pío Barrios (Mangoré) o José Asunción Flores seguirán siendo unos valores representativos y emblemáticos de nuestra cultura. Y en la narrativa, un Augusto Roa Bastos, nuestro más excelso escritor. Pero si tras ellos se interrumpe la continuidad, el espacio cultural lo saturan la inferioridad creativa y la medianía en las letras, y la apropiación identitaria del pasado estético resulta infértil. En el presente, la poiética no deviene en autopoiética, no se sostiene ni se autorreproduce el arte. Por el contrario, se  empobrece su expresión o se vacía su estética. El campo está minado de pura esterilidad creativa.

 

Sin pensar no hay futuro

 

En el pensar, la cuestión será peor. La cultura atravesará el momento más crítico de su desintelectualización. Y entonces la sociedad estará preñada de incertidumbre, pues sin pensamiento el porvenir se oscurece. No hay futuro. Ni mapa de navegación histórica. Y la ética de la responsabilidad que prometió la Ilustración, para que el derecho realice los principios de autonomía humana y de igualdad emancipatoria, entrará en un callejón sin salida.

 

Para que eso no ocurra, la educación no debe divorciarse de la cultura. Y no se trata de una separación institucional, sino de que la educación sea pertinente para la contemporaneidad y la producción de conocimientos, y la cultura, alimentándose de esos conocimientos, se convierta realmente en un saber hacer, en un saber pensar y en un modo de ser.

 

Es la tarea de la educación y de la cultura. Mientras esto no se comprenda, no tendremos un sistema de educación útil al desarrollo y a la contemporaneidad del país; tampoco una cultura autorreferente y protagonista, con sello propio, de la civilización de nuestro tiempo.  Y ambas –la educación y la cultura-- capaces de contribuir a impulsar al conocimiento sin límites coactivos, petrificantes o reaccionarios, y a la creatividad humana, a su moral y a su práctica para superar las desigualdades, las injusticias y las discriminaciones que impiden que todos seamos libres e iguales.     

 

Ello, tolerando nuestras diferencias y singularidades.

 

 

Juan Andrés Cardozo
galecar2003@yahoo.es

 

Publicado, originalmente, en Revista del Bicentenario (Asunción, Paraguay)

Autorizado, para Letras-Uruguay, por el autor

 

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