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Filosofía
 

Juan Andrés Cardozo
         Filósofo

Entre la cumbre y el abismo
Juan Andrés Cardozo
galecar2003@yahoo.es

 

 

 

 

En el campo, la devastación humana es simultánea a la deforestación.
La estrategia es extender las áreas conurbanas, saturarlas de marginalidad, precisamente para “mantener las chusmas a raya”.

Por lo general, es en la vida pública donde el péndulo del tiempo se desliza entre el encanto del poder y la miseria de la desdicha. Aunque también en la esfera de la fama se asciende al esplendor y se baja al ocaso. El drama de la existencia asedia más a quien se arriesga. La ambición tiene su precio. Mientras el talento puede alcanzar la gloria. Efímera, cuando es pura fosforescencia, rayo de luz que se apaga. Perdurable, cuando su virtud persigue, humilde y tesoneramente, la verdad, la belleza del arte, la palabra que resiste a la fugacidad del presente.   

 

Pero en toda la circunferencia humana, la condición de la vida es descenso y ascenso. Solo se escapa de esta inexorable condición mediante el salto a la historia. Para lo cual es inservible la villanía del poder, el cambiante escenario del espectáculo, el refugio precario de la riqueza o el recuerdo del héroe sin la aureola de una idea perenne, memorable.

 

La voluntad de bien y de justicia

 

Pero, por el curso ascendente y descendente de la existencia, ¿podemos aspirar a detener la flecha en la altura de este vuelo condenado a la caída? Una vida honorable, sin más humillaciones que la lucha por sobrevivir, hereda la decencia. Si ella puebla de mayoría una sociedad, eleva lo colectivo hacia una admirable identidad. He ahí la pasión por la ética, coherente en sus debilidades humanas, pero firme en su incorruptible voluntad de bien y de justicia. 

Leonora Carrington

   

Esa firmeza estará dada por la conciencia, filtro que detiene el barro de las simulaciones. Y cuando es crítica, expulsa los desechos que contaminan la política, al Estado y a la sociedad misma. Es la causa por la que, desde la tradición, secular y profética, se obtura su ventana al pensamiento. Se impide la entrada del aire de la duda, de la libertad. Y se la cierra herméticamente a ese espacio del pensar, de la reflexión, para que no irradie de claridad los problemas de las desventuras humanas.    

 

De esta forma, la vida cotidiana es un pasar por la planicie. Ni subida ni pendiente tienen que alterar el corazón, menos inquietar la mente. Lo que se enseña debe sedimentar de conformismo el espíritu humano. Total una esperanza transmundana llenará de quietud el transcurrir de sus días. A esa oscura ilusión, milenaria, hoy se agrega la entretención. Los símbolos, las imágenes y todo movimiento cinético contendrán las miradas y las acciones de las masas, y aun de los distintos estratos sociales, en las corrientes de los espectáculos que se suceden. Incluso la música abandonará la melodía, y el verso rebelde, siguiendo el plan de imponer la apatía, para ensordecer de metálico ruido a una juventud, con cuya enajenación se comercia.

 

La deserción de la lucha

 

Se asegura, así, un porvenir sin sobresaltos. Una mañana tranquila. El futuro no amenaza porque las nuevas generaciones envejecen y quedan en retaguardia ante las precedentes. Las banderas de las contestaciones se arriaron. Los viejos dueños del mundo pueden dormir confiados.  

 

Si eso es grave, más pesado aún es el retroceso de los que solo tienen para vender su fuerza de trabajo. Dispersos en desarrapados y vulnerables  grupos, abandonan sus largas reivindicaciones. La unión deja de ser la utopía liberadora, que es la fuerza que motoriza la transformación de la historia. En todo caso, hay que pelear para no perder los decrecientes espacios laborales, en los que también pugnan por ocupar los golpeados por la despiadada precarización.  

 

En el campo, la devastación humana es simultánea a la deforestación. La estrategia es extender las áreas conurbanas, saturarlas de marginalidad, precisamente para “mantener las chusmas a raya” (Chomsky).    

 

En este contexto, se deshistoriza el presente. La opacidad de la inteligencia nubla también el qué hacer. No se trata de la ausencia del megarrelato que la “condición posmoderna” (Lyotard) ha extrañado, puesto que se lo ha reinventado, reciclado, para la globalización de la pantalla-mundo, ancha y minúscula, instantánea y omnipresente. Se trata sí de levantar paredes contra el pensamiento crítico, la razón socialmente movilizadora. Paredes invisibles a través de las industrias culturales, y de la glorificación de fabuladores que han reducido la literatura al lenguaje coloquial. Y paredes visibles con la mimetización de la política en policía. En policía de una legalidad que no ampara a todos y segrega discrecionalmente.

 

La caída al abismo

 

No obstante, el neoscurantismo cubre también de nubes la cumbre. No tanto los caminos para subirla, ahora abiertos sin rígidos estatutos. Sí, en cambio, para bajar de la altura, y para profundizar el abismo. Es la férrea dialéctica hegeliana del “amo y del esclavo”. Al cerrar los pasos de la emancipación de los de abajo, la política también clausuró el retiro triunfal  desde el poder. Al desentenderse de los “imperativos categóricos” de la ética o del respetable saber del ilustrado, excavó más grande la tierra del ostracismo. Y así destierra a la geométrica avaricia del poder de la historia.   

 

En la temporalidad vivimos. Es la morada del ser. El pasado ya está. Nada podemos hacer respecto a él sino aprender de sus lecciones. El presente es transitorio. Nos sirve para aferrarnos al futuro. Lo conseguiremos siempre que sembremos lo durable. Esto es, aquello que puede permanecer enhiesto al embate del tiempo: la construcción de una sociedad más horizontalmente próspera, justa, libre.

 

Juan Andrés Cardozo
galecar2003@yahoo.es

 

Publicado, originalmente, en Última Hora (Asunción, Paraguay) http://www.ultimahora.com/ el 23 de febrero de 2013

Autorizado, para Letras-Uruguay, por el autor

 

En letras-Uruguay desde el 24 de marzo de 2013

 

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