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Filosofía
 

El saber necesario
Juan Andrés Cardozo
galecar2003@yahoo.es

 
 

La política, originariamente en su concepción filosófica, era inseparable de lo social. En su visión del individuo, del sujeto, se enunciaba la palabra “yo” con relación al “otro”, y en reconocimiento de que el ser humano vive en alteridad con sus congéneres. De igual manera, en su concepción de un colectivo social, la sociedad se autonombraba en presencia de otras sociedades. Y la política surgía como la organización de los ciudadanos, puesto que su aparición conceptual provenía de la Ciudad, para defender primariamente su libertad. Luego, en la modernidad, pasaría a promover con sólida fundamentación la idea de la igualdad “entre los hombres”.

 

Al asumir su condición social, la política se identificó con una forma de gobierno a la que llamó “democracia”. Este régimen es coherente con sus postulados de la aprehensión de lo humano con la libertad y la igualdad. Pero ya la significación etimológica de la democracia como “gobierno del pueblo” inquietó a los pensadores acerca del litigio de la correspondencia. Si la palabra “pueblo” era difícil de determinar, el problema era aún más grave con la terminología “poder”, en particular porque el rostro del pueblo no se reconocía en el gobierno. El “poder del pueblo” era una ficción. Y en la medida en que la realidad de la política perseguía el poder, habría que tolerar también su simulación.

 

Paradoja de la política

 

Es la interminable paradoja de la política. La filosofía ha tratado hasta hoy de descifrarla en una lógica del discurso –y en una ética-- sobre la autopercepción del sujeto humano y de los fines de la sociedad. La ciencia política, por su parte, para la justificación de las instituciones y organizaciones de la sociedad. Pero las contradicciones continúan, a pesar del conocimiento que ha situado la historia en el marco irrebasable de la responsabilidad humana.

 

No obstante, la política se ha reafirmado en su vínculo comunitario. Hubo un momento de radicalidad en que su identificación social constituía la razón de ser de la política. Mas en la época del pragmatismo y del utilitarismo, formas dominantes de la ideología globalizadora, la política se retrae hacia lo “común”: la cosa que nos interesa a quienes conformamos un espacio identitario. Es así como se establecerá unas normas de convivencia, convertidas en leyes; en legislación y práctica judicial. El aparato que garantizará su funcionamiento es el Estado.

 

Pero como seguía pendiente la solución en la adecuación efectiva, real, entre “poder” y “pueblo”, las teorías constitutivas de la política moderna asimilaron la idea de gobierno a la de legitimación. Entonces, la democracia se ha instituido en nuestro tiempo como simples fórmulas procedimentales de legitimidad. El poder del pueblo se reduce al voto. Y mediante ese periódico procedimiento delega su poder a los representantes, verdaderos titulares de las decisiones que obligan al “común”. Legitimidad es la figura fantasmal de una coacción que deviene en gobierno, mientras que el pueblo –esa parte de los sin partes en el reparto del poder (Ranciére)-- es aquello que se contabiliza para hablar de consenso.

 

Ahora en más el pueblo es esa población que se distingue, que se autodefine frente a otras. Una especie de etnicidad que se diferencia de otras etnias. En esta distinción se basa su juridicidad activa, política, económica y culturalmente de dominio espacial, territorial. Fuera de esta población están los excluidos. En Europa,  son los inmigrantes. Y en América latina, los pobres, los desposeídos.

 

La ciudadanía, usurpadora de la “soberanía popular”, está asimismo en conflicto dentro de la democracia parcelada en su acceso al poder. La política, en su nombre, actúa como la “selección natural” por los manipuladores de la “voluntad general”, para la producción del consenso sobre los gobiernos y sobre la ley, lo que dice y exige respeto.  

 

“Ciudadanía” y consenso  

 

La ciudadanía no opera siquiera como filtro selectivo, conciencia crítica que premia y castiga. El poder mediático y la política los despolitiza, enajenan su opinión. Pero esta descivilización lleva a la ciudadanía a la aculturación por dos carrilles: el de su propia acriticidad y el de una seudocultura de violencia represiva. Al carecer de crítica, no se erige en fuerza que participa de las decisiones que le atañen, ni incide como contrapoder fiscalizador. Y frente al derecho de la multiculturalidad reduce y discrimina los derechos humanos al derecho consensuado por los políticos. Derecho sesgado por la discriminación.

 

Pero esta discriminación no se detiene solo ante la alteridad ciudadana. El derecho a la propiedad, al trabajo y a la educación –universales en la Declaración—se aplica finalmente para la segregación social. Los excluidos de los niveles sociales con estatus de privilegio, sufren de la política un papel de policía. Ese papel lo ejercen los jueces, en calidad de Estado. Los políticos también. Pero la sensibilización e intelectualización de sectores progresistas de los políticos  conseguían cierta dialéctica de la política. Es decir, mediación, negación y movilidad. Y, en consecuencia, la política era el motor social de la historia.

 

El consenso, que unifica criterios e intereses, ya de cuño hegemónico o clasista, divorcia ahora a la política de esa proa que rompe los hielos de lo establecido. Había logrado la mixtificación de la democracia. No contento con subordinarla a un sutil sistema político al servicio de la acumulación, separa a la política de lo social. Pero esta separación es insostenible. Los sumergidos tardan, a veces, en quebrar las duras losas que los aplastan, pero siempre acaban por destruirlas. Y para bien de la humanidad.   

 

Juan Andrés Cardozo
galecar2003@yahoo.es

 

Publicado, originalmente, en ÚltimaHora (Asunción, Paraguay) http://www.ultimahora.com/

Autorizado, para Letras-Uruguay, por el autor

 

 

 

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