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Acercamiento y distancia
Juan Andrés Cardozo
galecar2003@yahoo.es

 
 

La vida está hecha de distancia y acercamiento. En la experiencia subjetiva el alejarse es a veces una acción voluntaria. Una decisión que se toma concientemente para estar distante de una persona o del lugar, del ser querido o apreciado. O también, del sitio en el que el transcurrir de la existencia hundió sus sentimientos y afinidades en un profundo arraigo. Este alejarse en este caso es un desgarramiento cuyo dolor perdura. Pero el desplazamiento buscado, ya para alejarse de la esfera vivida o de la persona amada, se asume sin mayores pesares. Después de todo, la vida es un movimiento continuo de encuentro y desencuentro.

 

Del mismo modo el acercamiento es un proceso de relación intencional. Participamos de un grupo porque nos une ciertos vínculos afectivos, quehaceres comunes o ideales compartidos. La cercanía nunca es ocasional. La casualidad, como es inesperada, asaz encuentro, pronto desaparece del horizonte de nuestra vida como esas nubes del verano. Y a diferencia del alejamiento, de la distancia que establece una brecha en el espacio físico, la conexión sin barreras produce placer y alegría. La aproximación es la forma de existencia más radicalmente buscada por la condición humana.

 

Además el acercamiento deviene en compromiso.  Las responsabilidades no solo son muchas y de fuertes lazos. A la vez se renuevan sin cesar. Se tiene a la familia, hogar biológico, matriz cultural y psíquica que con fuego marca al ser para bien o para el supuesto “mal” que no existe. Luego está el contexto social,  la estructura grupal de los próximos, los de “nuestro mundo”, donde los extraños pasan a ser nuestros prójimos, incluso compañeros. Según la genética, puedo alejarme de mi familia pero no puedo separarme, romper definitivamente los hilos ocultos que tejen mi cerebro y mi cuerpo. Pero la “autopoeisis”, el autocrearse y reproducirse cognitiva y programáticamente, reenfatiza que ese “mi mundo” cercano, propiamente mío por las vivencias que me han venido sacudiendo, acompañará igualmente el trecho de mi vida. Aun trasladándome de un lugar a otro y cuando mi memoria se ha poblado de rostros nuevos y extraños.

 

También la cercanía extiende sus confines. En verdad, es parte de un espacio vital más amplio. Carece de autonomía, como el considerarse “centro” del círculo es una mera ilusión, fantasía megalómana. Donde estoy es el micromundo o el submundo de un mundo mayor: la sociedad general, el país, la nación. Y en este “contexto” las responsabilidades son inmensas y apremiantes. Lo que “somos” será parte de este mundo. La lengua, “morada del ser” que nos cobija y nos difiere, exigirá de nosotros la defensa de sus asediadas comarcas. La tierra deja de ser simple tierra para convertirse en “nuestro territorio”, en el universo humanizado del “nosotros”. Y entonces el compromiso requiere trascender la juntura, la unión del nosotros. Pide la presencia del ser, el acontecimiento del “somos”. Por ejemplo, somos un país con identidad propia. O somos una sociedad democrática, donde la libertad no es un fin en sí mismo sino un medio para la igualdad, para que mediante el “gobierno de la ley” la equidad sea posible.

 

La responsabilidad científica

 

Podría seguir con estas distinciones subjetivas y ontológicas del acercamiento y la distancia. Pero hay otras dimensiones que son asimismo importantes y útiles. Útiles sobre todo para esta transmundanidad a la que se dirige el tiempo que nos toca remontar, vivir y observar. Estos niveles tienen que ver con el conocimiento, la antropología y la sociología. O  más precisamente, como diría Popper, con la “metodología de la ciencia”,  y con la posterior afirmación de Norbert Elias de que la interacción del acercamiento y la distancia “hace a la ciencia misma”. Las representaciones figurativas del conocimiento son inexactas cuando se fundamentan en el “hecho concreto” o en las hipótesis lógicas de una teoría. Acercarse a una realidad, examinarla por dentro y analizar “microscópicamente” sus tópicos, componentes y detalles son pasos necesarios de la investigación científica.

 

Pero el conocimiento que expone una verdad objetiva necesita elevarse a la abstracción, para lo cual se ve obligado a tomar distancia. Distancia física, como el aislarse en un laboratorio o en una biblioteca, dialogando y discutiendo con los libros y a través de ellos con los científicos, sabios y pensadores. Este particular alejamiento es un adentrarse en el claroscuro, fosforescente e iluminado espacio, denso ámbito y compleja longitud de la mente.

 

En la antropología, por su parte, la medición y la estadística son las herramientas con las que el etnólogo trabajará la información que enviará al interesado centro colonialista. Y de ese modo contribuirá a describir si el núcleo social y sus tierras son convenientes para la explotación. Pero estos “estudios de campo” también pueden servir al acercamiento. Ocurre cuando el antropólogo abre su curiosidad a la cultura, al modo de autoconcebirse la etnia o el estrato social; aunque en su interior le es difícil penetrar sin conocer la lengua del otro, del “buen salvaje” rousseauniano. Allí se topa con el problema de la referencialidad, de cómo traducir la cosa, deconstruir su significado, razón por la cual la cercanía del otro no pasa a ser ajena a su conciencia. Y a entrar en contradicción, pues ahora solamente le interesará la ciencia.

 

La sociología quiso liberarse de esta manipulación informativa y monográfica. Fue el gran desafío que enfrentaron Max Weber y Karl Mannheim, echando las bases de la “sociología del conocimiento”. Pero los teóricos del “análisis estructural” y del “sistema”, como Merton y Parsons, quisieron describir y hasta fundamentar cómo opera, funciona, el actor social. Y cuáles son sus “roles”, “pautas” y “relaciones” que orientan y atraen su “acción” para lograr su inserción tipificada y la articulación del “sistema”. Por eso no sorprende que el funcionalismo instrumentalice finalmente la “sociometría” y la axiología societal, estadistizando e hipostasiando la sociología. Desde esta perspectiva la “ciencia de la sociedad” se convirtió en un aparato maleable de la política.

 

Ya lo habían advertido de este peligro Adorno y Horkheimer. Y al calificar esta desviación pusieron de moda la palabra “reificación”, transpolando el concepto hegeliano de alienación. Pero no obstante habría que avanzar en el conocimiento de la sociedad, de la cultura y de la política, sin entregar la autonomía de la sociología al “poder fáctico” o al  “mercado”, sino retomando el hilo conductor que enlaza en una heteronomía a la filosofía con la teoría de la sociedad. El resultado de este giro pragmático de la epistemología social es la imponente obra de Jürgen Habermas. La filosofía ha vuelto a mirar con los ojos cercanos la realidad social y con el pensar que se sube a la abstracción, para analizarla en su totalidad, en la pluralidad de su conjunto, y así aprehenderla en una teoría consensual de la verdad. En una justificación de la veracidad fundamentada mediante una argumentación lógica y una coincidencia intersubjetiva.

 

Pero este renovado erguirse de la filosofía a fin de otear analíticamente el denso panorama de la vida no es “para dejar las cosas como están”, como proponía Wittgenstein. Por el contrario, es para reconvertirla en la razón crítica de la historia. De la historia ahora sí entendida como acontecimiento que fractura el pasado. Y con ello emancipar al porvenir, tal como sugería Norbert Elias  --el pensador holandés de tan vasta influencia-- con la ayuda del saber, la ciencia y la tecnología al servicio de la humanidad.

 

Juan Andrés Cardozo
galecar2003@yahoo.es

 

Publicado, originalmente, en ÚltimaHora (Asunción, Paraguay) http://www.ultimahora.com/

Autorizado, para Letras-Uruguay, por el autor

 

 

 

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