Rodolfo Walsh y el Policial

Los casos del comisario Laurenzi

Analía Capdevila


Publicados por Walsh entre noviembre de 1956 y septiembre de 1961 en la revista Vea y Lea, los seis relatos policiales que conforman la saga protagonizada por el comisario Laurenzi no fueron editados en libro hasta la aparición en 1992 de la antología La máquina del bien y del mal (Clarín-Aguilar, colección "La muerte y la brújula"). El retraso -o el olvido- tal vez se haya debido a la opinión hasta hace poco tiempo casi unánime de la crítica literaria argentina respecto del carácter 'menor' de los relatos que Walsh escribió respetando las reglas del policial clásico, y que configuran una primera etapa de su producción. Opinión que el mismo Walsh contribuyó a imponer como lugar común para críticos y lectores en algunas de sus declaraciones, en las que renegó de su vinculación temprana con ese género que, reducido a puro juego de la imaginación, tiende a alejarse, por vía de la evasión o del escapismo, de la "realidad".

LO QUE SE CUENTA. De estructura simple, estos relatos breves se atienen a un esquema elemental, por otra parte característico del género bajo su forma cuento: en ellos un personaje refiere a otro la historia de un crimen, que es también la historia de su investigación. En tanto en cada uno se plantea un enigma que el detective debe resolver por medio de la razón, según procedimientos verosímilmente lógicos. Todos se inscriben en la tradición del cuento-problema, al estilo de los que protagonizara el mítico Sherlock Holmes, donde tanto la instancia del planteamiento del problema -un crimen misterioso- como la de su resolución -¿quién es el asesino? y ¿cómo se cometió el crimen?-, están propuestas como un "desafío a la inteligencia" (a la de algunos de los personajes en la ficción, a la del autor y también, cuando así lo quiere, a la del propio lector). Considerados en el interior de la historia del policial, en ellos se plantea y se resuelve de un modo específico el problema de la "nacionalización" del género, en particular en lo que se refiere a las dificultades de asimilación que una forma literaria tan fuertemente codificada como ésta plantea en la caracterización de ambientes y de personajes. La respuesta de Walsh al problema no fue la única: como en las historias de "Laborde" de Manuel Peyrou, como en las de "Leoni" de Adolfo Pérez Zelaschi o en las de "don Frutos Gómez" de Ayala Gauna, los detectives autóctonos más famosos, en las del comisario Laurenzi hay un inconfundible "color local", que no es ni más ni menos que el resultado de la verosimilitud realista en función de lograr en el lector una cuota de credibilidad adicional en la que sea posible afirmar el artificio, rasgo esencial de este tipo de ficciones.

En este sentido, podría decirse también que estas historias plantean de un modo singular -tal vez singularmente "argentino", en los casos antes citados-la ecuación de tres términos alrededor de la cual se organiza para ciertos autores la ficción policial: la relación entre la verdad, la ley y la justicia. En las aventuras de Laurenzi no siempre ocurre esa correspondencia, o lo que es lo mismo, que haya ley no significa que haya justicia, o que ésta coincida siempre con la verdad. En cada una de estas historias se narra, además de la historia de un caso policial, la del fracaso de Laurenzi como comisario, en su posición de representante de la ley en la sociedad. De allí su doble condición de "marginado", siempre fuera de lugar: fuera de la sociedad de los delincuentes, al margen de la institución policial. Un esfuerzo sostenido por comprender a los criminales hacia los que se siente secretamente atraído -algo así como un exceso de identificación a lo Dupin, que pretendía "ponerse en el lugar del otro"-, le impide a Laurenzi llegar a comprender bien lo que ocurre. Cuando llegue a comprender, ya es demasiado tarde y es poco lo que queda por hacer. Con el correr de los años y tras repetidos fracasos, Laurenzi terminará por abandonar la institución para convertirse en ese comisario retirado que todas las tardes se reúne con Hernández -alter ego de Walsh y seudónimo con el que firma estos relatos-, siempre en la misma mesa del mismo bar "Rivadavia", en la Avenida de Mayo, para contarle, con el tono nostálgico y poético de quien "se deja llevar por los recuerdos", historias del pasado.

 

Laurenzi es un gran narrador, que sabe manejar el suspenso, que conoce las leyes dramáticas de la narración, el efecto que sus palabras provocan en el que escucha. Hernández, periodista y escritor, es en la ficción su mejor Watson, alguien que simula no adivinar, que se deja engañar, que se sabe sorprender, y que con cierto humor se distancia un poco de la evocación a veces apenada del comisario. Con las aventuras que Laurenzi le cuenta entre partidas de ajedrez o de casín, Hernández escribe cuentos policiales para una revista -"Para el género fantástico- bromea y se disculpa ante Laurenzi- hace falta talento". Así, del diálogo que ambos mantienen, nos enteramos que Laurenzi -"hombre de la ciudad", "hombre de Buenos Aires"-. ha trabajado en varias comisarías del interior del país. Que aunque es "un hombre de la civilización", ha llegado a compenetrarse con el ambiente de las provincias (de su aventura en un pueblito polvoriento de Santiago del Estero confiesa: "Me convertí en la imagen perfecta del comisario tomando mate"). Que cree haber llegado a comprender a las gentes del interior - esos "pobres diablos", que son "mi gente"-, aunque para ellos este comisario que viene de otra parte, del que se dicen "tantas cosas buenas y otras regulares", nunca dejará de ser un forastero.

TRAMPAS DE LA APARIENCIA. Para Laurenzi siempre hay otro punto de vista, que no es "el de la realidad escueta", desde el cual se pueden evaluar los acontecimientos, y es desde ese punto de vista nuevo que es posible llegar a la resolución de los casos. Así, de cada historia, Laurenzi desentraña una legalidad de la que esa historia es su afirmación, y que él mismo formula bajo la forma de la sentencia o de la analogía. Del primer caso son ejemplos "Simbiosis" -"ciertas atmósferas (de miseria y de ignorancia) generan monstruos"- o "La trampa" -"hay cosas que no pueden describirse por su aspecto. El aspecto que tiene es la forma de su engaño". Del segundo, "Zugzgwang" -"en la vida (como en el ajedrez) hay veces en las que se pierde porque cualquier cosa que uno haga está mal" o "Transposición de jugada", relato que es una recreación del acertijo geométrico del lobo, la cabra y la col.

 

Llegar a comprender en cada caso la razón de esa legalidad parece ser también el primer momento de un aprendizaje secreto de Laurenzi, el tiempo en el que accede a cierta "sabiduría de la experiencia". Después, cuando Laurenzi siente que ni la sabiduría ni la experiencia alcanzan para entender la complejidad del mundo, que ambas son insuficientes para reparar sus injusticias, ocurre la revelación de otra verdad, mucho más triste y dolorosa. Una verdad que excede lo policial, o en la que lo policial fracasa. "El corazón secreto de la gente -le dice a Hernández-, Ud. no lo comprende nunca. Y eso es asombroso, porque soy un policía. Nadie está en mejor posición para ver los extremos de la miseria v la locura. Con tres o cuatro palabras -agrega con ironía- explicamos todo: un crimen, una violación, un suicidio... ¡Pobre de usted si me trae un problema que no se pueda resolver en términos sencillos: dinero, odio ¡Yo no puedo tolerar, por ejemplo, que usted me salga matando a alguien sin un motivo razonable y concreto"!. Entonces Laurenzi decide dejar de ser un comisario.

 

La historia de esa decisión está elípticamente narrada en "Dos montones de tierra", el mejor de los cuentos de la saga de Laurenzi y uno de los más logrados relatos de Walsh. Allí, un narrador en primera persona, que asume la voz de los habitantes del lugar, aunque por momentos adopte la visión de Laurenzi en estilo indirecto libre, nos cuenta la aventura del comisario en el partido de Flores, en el sur de la provincia de Buenos Aires. Recién llegado al lugar, Laurenzi debe resolver el crimen del viejo don Carmen, asesinado en la estancia de don Julián, dueño de casi todas las tierras de los alrededores y encarnación de una ley -"la ley visible de las cosas, escrita en cada parte y en cada ramita"- a la que deberá enfrentarse el comisario. Aún a pesar de la reserva o de la reticencia de los lugareños, sin entender del todo las cosas que ocurren en ese mundo nuevo y desconocido, en una noche de asma y de insomnio, Laurenzi resuelve el caso al descubrir al asesino. Pero esto no es lo único que el comisario descubre en esta historia. Laurenzi descubre también una verdad que le hará cambiar el rumbo de su destino. Comprende que de seguir en la policía, ahora que la justicia ya no le importa, y que la flojera se le ha instalado en el alma, su vida seguirá siempre asociada a la violencia y a la fatalidad -"él y la desgracia, él y los hombres que se mataban, él y la sangre en los boliches"-. Imaginamos que es ese el momento preciso en que Laurenzi, conmovido por la revelación, decide dejar de ser un comisario.

Analía Capdevila
El País Cultural Nº 345
14 de junio de 1996

Editado por el editor de Letras Uruguay

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