Historia de Orlando, loco de amor


cuento de Italo Calvino
De "El castillo de los destinos cruzados", 1973
 

Ahora los naipes distribuidos sobre la mesa han formado un cuadrado, con un contorno enteramente cerrado y una ventana abierta en el centro. Sobre ella se Inclinó un comensal que hasta ese momento había permanecido absorto, la mirada errante. Era un guerrero gigantesco: alzaba los brazos como si fuera de plomo y giraba lentamente la cabeza como si el peso de los pensamientos le doblegara la cerviz. En verdad, un profundo desaliento signaba a este capitán que, no hacia mucho, debía haber sido un mortífero instrumento de guerra.

Aproximó la figura del Rey de Espadas, que buscaba traducir en un retrato único su belicoso pasado y su melancólico presente, al margen izquierdo del cuadrado, a la altura del Diez de Espadas. Y repentinamente nos encegueció la tolvanera de las batallas: oímos el toque de los clarines: las lanzas volaron hechas pedazos: ya los belfos de los caballos, en los encontronazos, fundían sus espumas iridiscentes: ya las espadas, filo, contrafilo y punta, batían sobre el filo, contrafilo y punta de otras espadas: y allí, donde un círculo de vivientes enemigos brincaban sobre sus monturas y al recaer ya no encontraban las cabalgaduras sino la tumba, allí en el centro del cerco estaba Orlando, el paladín, remolineando su Durlindana. Lo habíamos reconocido: era él quien nos contaba su historia, hecha por entero do desgarramientos y lancinantes gemidos, oprimiendo el pesado dedo de hierro sobre cada una de las cartas.

Ahora señalaba a la Reina de Espadas. En la figura de esta señora blonda que entre filosas espadas y láminas aceradas, enarbolaba la inapresable sonrisa de un juego sensual, reconocimos a Angélica, la maga venida de Catay para provocar la ruina de los ejércitos francos y tuvimos la certeza de que el conde Orlando aún seguía enamorado.

Después de ella venía el vacío: Orlando puso sobre éste una carta, el Diez de Bastos. Vimos la floresta ceder disgustada, entreabriéndose al paso del campeón: las agujas de los abetos erguirse como púas de erizos: las encinas henchir el musculoso tórax de sus troncos: las hayas desarraigar del suelo sus raíces para entorpecer su paso. Todo el bosque parecía decirle: "¡No avances! ¿Por qué desertas de los metálicos campos de guerra, reino del discontinuo y del distinto, de las afines carnicerías donde brilla tu talento para desarticular y excluir, y te aventuras en la verde mucilaginosa naturaleza, entre las espiras de la continuidad viviente? El bosque del amor. Orlando, no es lugar para ti. Estás persiguiendo a un enemigo contra cuyas insidias no hay escudo que te proteja. ¡Olvídate de Angélica! ¡Regresa!".

Pero era evidente que Orlando no atendía a estas recomendaciones y que sólo una visión lo ocupaba: la representada por el arcano número VII que ahora ponía sobre la mesa: El Carro. El artista que había miniado con espléndidos esmaltes nuestras cartas, había sentado a la guía del Carro no a un rey como por lo común se ve sobre los países adocenados, sino a una señora con hábito de maga o de soberana oriental, que gobernaba las riendas de dos blancos caballos alados. Era así que la delirante fantasía de Orlando se representaba el avance solemne y encantado de Angélica por el bosque: lo que perseguía era la huella de unos chapines voladores más livianos que patas de mariposa: la traza que le servía de guía en lo intrincado del bosque era una polvareda de oro sobre el follaje como la que dejan caer ciertas mariposas.

¡Desdichado! Todavía no sabía que en lo más espeso de la espesura, un abrazo de amor mórbido y corrosivo, unía en ese momento a Angélica y Medoro. Fue necesario el arcano del Amor para revelárselo, con esa languidez del deseo que nuestro miniador había sabido otorgar a la mirada de los dos enamorados. (Comenzamos a comprender que no empece sus manos de hierro y su aire desvariado. Orlando había retenido para sí desde el principio los naipes más bellos del mazo, dejándole a los demás que balbucearan sus vicisitudes a golpes de copas, de oros y espadas.)

La verdad se abrió ancho camino en la mente de Orlando: en el húmedo fondo del bosque femenino hay un templo de Eros donde cuentan valores distintos de aquellos sobre los que decide su Durlindana. El favorito de Angélica no era uno de los ilustres comandantes de escuadrones, sino un jovenzuelo del séquito, airoso y cimbreante como una muchacha: su figura aumentada apareció sobre la siguiente carta: la Sota de Bastos.

¿Dónde se habían fugado los amantes? Cualquiera fuera el sitio adonde hubieran ido, la sustancia de que estaban hechos era demasiado tenue y evanescente para caer presa de las manazas de hierro del paladín. Cuando ya no hubo dudas sobre el fin de su esperanza. Orlando hizo algún movimiento desordenado —desenvainar la espada, aguijar la espuela, extender la pierna en el estribo— luego algo se rompió dentro de él, saltó, se quemó, se fundió, y bruscamente se apagó la luz de su intelecto y quedó a oscuras.

Ahora el puente de naipes trazado a través del cuadrado tocaba el lado opuesto, a la altura del Sol. Un amorcillo huía volando, llevándose la luz de la sabiduría de Orlando: se cernía sobre la tierra de Francia disputada por los infieles, sobre el mar que las galeras sarracenas habrían de surcar impunemente ahora que el más robusto campeón de la cristiandad yacía en las tinieblas de la demencia.

La Fuerza clausuraba la fila. Cerré los ojos. No podía sufrir ver aquella flor de la caballería transformada en una ciega explosión telúrica, tal un ciclón o una tormenta. Del mismo modo que antaño segaba las filas mahometanas con su Durlindana, ahora el remolino de su garrote abatía a las bestias feroces que en el marasmo de las invasiones había pasado del África a la costa de Provenza y Cataluña: un manto de pieles de felinos, aleonadas y jaspeadas y manchadas, había recubierto los campos trasmutados en desierto por los cuales él pasaba: ni el prudente león, ni el tigre esbelto, ni el retráctil leopardo, habrían sobrevivido a la masacre. Luego le habría tocado al leonfante, al oto-rrinoceronte y al caballo-de-río, o sea el hipopótamo: una capa de pieles de paquidermo estaba por almohadillar la callosa y fría Europa.

El dedo férreamente puntilloso del narrador tornó al comienzo, es decir que se dispuso a deletrear la línea de abajo, comenzando por la Izquierda. Vi (y oí) el estallido de los troncos de encina, desarraigados por el obseso, en el Cinco de Bastos; añoró el ocio de la Durlindana, suspendida a un árbol y olvidada en el Siete de Espadas: deploró el despilfarro de energía y de bienes en el Cinco de Oros (agregado para la ocasión al espacio vacío).

La carta que ahora él depositaba allí, er el centro era La Luna. Una fría reverberación brilla sobre la tierra oscurecida. Una ninfa con aspecto demencial alza la mano hacia la dorada hoz celestial como si tocase un arpa. Es verdad que de su arco pende la cuerda rota: la Luna es un planeta derrotado y la Tierra es conquistadora y prisionera de la Luna. Orlando recorre una Tierra definitivamente lunar.

La carta del Loco que nos fue mostrada inmediatamente después era de sobra elocuente. Desagotado ya el más grueso nudo de su furor, el garrote al hombro como caña de pescar, flaco como una calavera, desgarrado, sin calzas, la cabeza llena de plumas (se adherían a sus cabellos cosas de todo tipo: plumas de tordo, zurrones de castañas, agujas de muérdagos y escaramujos, lombrices que succionaban los sesos extinguidos, hongos, musgos, líquenes, sépalos). He ahí que Orlando había descendido profundamente en el caótico corazón de las cosas, en el centro del cuadrado de naipes y del mundo, en el punto de intercesión de todos los órdenes posibles.

¿Su razón? El Tres de Copas nos recordó que estaba en una ampolla custodiada en el Valle de las Razones Perdidas, pero dado que la carta representaba un cáliz caído entre dos cálices erguidos, era probable que ni siquiera en aquel depósito se hubiera conservado.

Las últimas dos cartas de la hilera estaban allí, sobre la mesa. La primera era La Justicia que ya habíamos encontrado, coronada con su guarnición que representaba un guerrero al galopo. Señal de que los caballeros de la armada de Carlomagno seguían la pista del adalid, velaban por él. no renunciaban a reconquistar su espada para el servicio de la Razón y la Justicia. ¿Era por lo tanto la imagen de la Razón esa blonda justiciera con espada y balanza, con quien él debía concluir rindiendo cuentas? ¿Era la Razón del relato que se incuba bajo el Caso combinatorio de los naipes desparramados? ¿Quería decir que del mismo modo que se gira, después viene el momento en que lo atrapan y lo ligan. Orlando, y le vuelven a meter en el pecho el intelecto rehusado?

En la última carta se contempla al paladín atado, con la cabeza hacia abajo, como El Colgado. Y finalmente he aquí que su rostro se ha tornado sereno y luminoso, el ojo límpido como ni siquiera antes, en el ejercicio de sus pasadas razones. ¿Dice algo? Dice: —Dejadme así. He dado toda la vuelta y he comprendido. El mundo se lee al revés. Todo es claro.

 

Italo Calvino (trad.: Ángel Rama)

De "El castillo de los destinos cruzados", 1973

Revista "Crisis" Nº 16
Buenos Aires, 1974

 

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