El cuervo llega último
cuento de Italo Calvino


Traducción de Attilio Dabini
Del volumen "Ultimo vene il corvo", Ed. Einaudu, Turín, 1950
 

La corriente formaba una red de encrespaduras ligeras y transparentes, y por esas mallas se escurría el agua. De cuando en cuando había como un rápido aleteo plateado en la superficie: el dorso de una trucha que desaparecía zigzagueante.

—Está lleno de truchas —dijo uno de los guerrilleros.

—Si tiramos una bomba, todas salen a flote panza al cielo —dijo el otro; sacó una bomba del cinturón y empezó a destornillar el fondo.

Entonces se adelantó el muchacho que los había estado observando, un muchachote montañés con cara de manzana.

—Dame —dijo, y le cogió el fusil a uno de los hombres.

—¿Qué quiere éste? —dijo el hombre, y quería quitarle el fusil.

Pero el muchacho apuntaba el arma al agua como buscando un blanco. "Si tiras al agua, asustas a los peces y nada más", quería decir el hombre, pero ni pudo acabar la frase. Hubo un instantáneo brillo de trucha, y el muchacho había disparado no menos instantáneamente, como si ese brillo hubiese sido lo que estaba esperando. Ahora la trucha flotaba mostrando su vientre blanco.

- ¡Caracoles! —dijeron los hombres.

El muchacho volvió a cargar el arma y la dirigió a su alrededor, el aire estaba terso y tendido: podían distinguirse perfectamente las puntitas agudas en las ramas de los pinos de la otra orilla y las mallas de la red de agua de la corriente. Una encrespadura parpadeó en la superficie: otra trucha. Disparó! ahora flotaba muerta. Los hombres se quedaron mirándolo, y mirando a la trucha.

—Este tiene puntería —dijeron.

El muchacho seguía moviendo la boca del fusil por el aire. Era extraño, pensándolo bien, estar rodeados de aire, así, separados de las otras cosas por metros de aire. Pero si apuntaba con el fusil, el aire se convertía en una línea recta e invisible, tendida desde la boca del fusil hasta la cosa, hasta el halcón que surcaba el cielo con alas que parecían inmóviles. Apretando el gatillo, el aire seguía tan transparente y vacío como antes, pero allá arriba, en el otro extremo de la línea, el halcón cerraba las alas y caía como una piedra. Del obturador abierto salía un grato olor de pólvora.

Pidió más balas. Ya eran muchos, allí a la orilla del pequeño río, a sus espaldas, los que estaban mirándolo. ¿Por qué las piñas de los árboles de la otra orilla se veían y no se podían tocar? ¿Por qué aquella distancia vacía entre él y las cosas? ¿Por qué las piñas, que tenía metidas en los ojos, al punto de que formaban una sola cosa con el, estaban en realidad allá lejos? Pero si apuntaba, se comprendía que la distancia vacía era una ilusión, un engaño: él tocaba el gatillo y en el mismo instante la piña, truncado el pecíolo, caía. Era una sensación de vacío acariciante: ese vacío del cañón del fusil que seguía a través del aire y se llenaba con el disparo, hasta allá, hasta la piña, hasta la ardilla, la piedra blanca. la flor de amapola.

—Este no erra nunca — decían los guerrilleros, y ninguno se atrevía a reírse.

—Tú te vienes con nosotros — dijo el jefe.

—Y ustedes me dan el fusil —contestó el muchacho.

—Claro. Ya se sabe.

Fue con ellos.

Partió con una mochila llena de manzanas y dos quesos. El pueblo parecía una mancha de pizarra, paja y estiércol de vaca en el fondo del valle. Era hermoso marchar porque a cada recodo se veían cosas nuevas, árboles con piñas, pájaros que so volaban de las ramas, líquenes sobre las piedras, todas cosas que estaban en el radio de las distancias ilusorias, de las distancias quo llenaba el disparo tragándose el aire. Le dijeron que no se podía disparar: eran lugares por los que convenía pasar en silencio, y las balas servían para la guerra. Pero en cierto momento una liebre asustada cruzó el sendero entre los gritos y el ajetreo de los hombres. Y estaba por desaparecer entre los matorrales cuando de un tiro el muchacho la dejó tendida.

—Buen tiro — dijo el jefe en persona —. Pero aquí no vamos de caza. Aunque veas un faisán, no debes volver a disparar.

No había pasado una hora cuando otros disparos resonaron en la fila.

—¡Otra vez ese muchacho! —se indignó el jefe, y lo buscó.

El muchacho se reía, con su cara blanca y rosada de manzana.

—Perdices —dijo mostrándoselas. Una bandada que había levantado vuelo desde un cerco.

—Perdices o grillos, ya te lo he dicho. Dame el fusil. Y si me fastidias otra vez, te vuelves al pueblo.

Al muchacho no le gustó mucho; no tenia gracia eso de marchar desarmado; pero mientras siguiera con ellos tenía la esperanza de que le devolvieran el fusil.

Durante la noche durmieron en un refugio de pastores. El muchacho despertó cuando el cielo empezaba a aclarar; los otros seguían dormidos. Escogió el mejor fusil, llenó la mochila de cargadores y salió. Había un aire tímido y terso de madrugada. Cerca del refugio había una morera. Era la hora en que llegaban los grajos. Apareció uno: disparó, corrió a recogerlo y lo puso en la mochila. Sin moverse del punto en que lo había recogido buscó otro blanco: ¡un lirón! Asustado por el primer disparo, buscaba refugio entro las ramas de un castaño. Muerto, parecía una rata grande, de cola gris, que perdía mechones de pelo al tocarla. Estando al pie del castaño vio, en un prado que pendía algo más abajo, un hongo rojo con puntos blancos: venenoso. Lo desmenuzó de un tiro, luego fue a ver. Era un juego interesante ir de un blanco a otro blanco: acaso uno podía así dar la vuelta al mundo. Vio, sobre una piedra, un caracol; apuntó, y cuando fue a ver sólo halló la piedra esquirlada y con una manchitas de baba irisada. Así se había ido alojando del refugio, bajando por prados desconocidos.

Desde la piedra vio una lagartija en un cerco; desde el cerco, un charco y una rana; desde el charco, un cartel en la carretera que zigzagueaba abajo: y por ella avanzaban hombres uniformados, con las armas empuñadas. Al aparecer ese muchacho armado de fusil, sonriendo con su cara blanca y rosada de manzana, los soldados gritaron y le apuntaron. Pero el muchacho ya había visto botones dorados en el pecho de uno de los soldados y había hecho fuego apuntando a uno de los botones. Oyó el grito del hombre y los disparos, en ráfagas o aislados, que silbaban sobre su cabeza: ya estaba tendido en el suelo, tras un montón de piedras, al borde de la carretera, en ángulo muerto. Podía moverse, pues el montón era largo, asomarse en puntos insospechados, ver los relámpagos en la boca de las armas de los soldados, el gris grasiento de sus uniformes alemanes, apuntar a un galón, a un distintivo. Y en seguida echarse al suelo y arrastrarse hacia otro lugar para volver a hacer fuego. Al rato oyó ráfagas de disparos a sus espaldas, pero pasaban por encima de él y herían a los soldados: eran los compañeros que sobrellegaban con ametralladoras.

—Si el muchacho no nos despertaba con sus disparos —decían—, estábamos fritos.

El muchacho, protegido por el fuego de los guerrilleros, podía apuntar con más tranquilidad. Pero de pronto un proyectil le rozó una mejilla. Volvió la cabeza: un soldado había conseguido llegar por la carretera a un punto más elevado. Se tiró en la cuneta, y entre tanto ya había hecho fuego, sin herir al soldado, pero machacándole la recámara del fusil. Vio que el soldado no conseguía volver a cargar el fusil y lo tiraba al suelo. Entonces el muchacho salió de su escondrijo y le disparó al soldado que huía: le hizo saltar una charretera.

Lo persiguió. El soldado ora desaparecía en el bosque, ora aparecía a tiro. Le quemó la punta del casco, después una tirita del cinturón. Entretanto, perseguido y perseguidor llegaron a un pequeño valle escondido, donde ya no so oía el rumor del combate. Llegó un momento en quo el soldado ya no tuvo ante si bosque por donde seguir huyendo, sino un claro diseminado de rocas entre matorrales. Pero el muchacho ya estaba por salir del bosque: en el medio del claro había una roca grande; el soldado apenas tuvo tiempo para acuclillarse detrás de la roca, con la cabeza entre las rodillas. Por el momento allí estaba al abrigo; tenía bombas de mano consigo, y el muchacho no podía acercársele, sino tan sólo vigilarlo con su fusil para que no se le escapara. Ciertamente, si con un salto lograba meterse entre los matorrales y deslizarse oculto entre ellos por la pendiente, que aparecía más arbolada, se salvaba. Pero tenía que cruzar ese trecho pelado. ¿Y hasta cuándo iba a seguir allí el muchacho? ¿Y nunca iba a cesar de apuntarle? El soldado decidió probar: puso el casco en la punta de la bayoneta y lo levantó un poco por sobre el borde de la roca. Un tiro y el casco rodó abollado.

El soldado no se acobardó; sin duda, apuntar allí alrededor de la piedra era fácil, pero si él se movía rápidamente no le alcanzaría. En eso un pájaro cruzó rápidamente el cielo. Un disparo y cayó. El soldado se enjugó el sudor que le chorreaba por el cuello. Cruzó otro pájaro un tordo, y también cayó. El soldado tragaba saliva. Ese debía ser un lugar de paso. Seguían volando pájaros, todos diferentes, y el muchacho tiraba y los pájaros caían. Al soldado se le ocurrió una idea: "Si presta atención a los pájaros, no puede prestármela a mi. En cuanto tire, yo me largo". Quizás, antes, le convenía probar otra vez. Recogió el casco y lo tuvo listo, sostenido en la punta de la bayoneta. Pasaron dos pájaros juntos esta vez: dos becadas. El soldado lamentaba desperdiciar una ocasión tan propicia para largarse, pero no se atrevía. El muchacho tiró a una becada, entonces el soldado asomó el casco, sintió el disparo y vio saltar el casco por el aire. Ahora el soldado tenía un sabor de plomo en la boca; apenas si se dio cuenta de que también caía, a un nuevo disparo, la otra bocada. Sin embargo, no debía perder la calma: detrás de esa roca, con sus bombas, estaba seguro. ¿Y por qué no tratar, sin asomarse, de tirarle una bomba? Se recostó de espaldas en e! suelo, tendió el brazo tras si, tratando de no descubrirse, reunió sus fuerzas y lanzó la bomba. Un buen tiro; iba a llegar lejos; pero a mitad de su parábola un disparo de fusil la hizo estallar en el aire. El soldado se agazapó todo lo que pudo.

Cuando volvió a levantar la cabeza, vio que había llegado el cuervo. Por encima de él, en el cielo, un pájaro, un cuervo, volaba dando vueltas. Sin duda, el muchacho le iba a tirar. Pero el disparo tardaba en hacerse oír. ¿Sería porque el cuervo estaba muy alto? Sin embargo, había matado a otros que volaban a mayor altura y más veloces. Al fin, sonó un tiro: ahora, sin duda, el cuervo se desplomaba; pero no, seguía volando en vueltas lentas, impasible. En cambio, cayó una piña de un pino cercano. ¿Se ponía, ahora, a tirarle a las piñas? Una de las piñas iba cayendo con un golpe seco. A cada disparo, el soldado miraba al cuervo: ¿caía? No: el pájaro negro volaba cada vez más bajo sobre él. ¿Era posible que el muchacho no lo viese? Quizá no existía, no había ningún cuervo, era una alucinación suya. Quizá cuando uno está por morir ve pasar a todos los pájaros: y cuando ve al cuervo, significa que ha llegado la hora. Sin embargo, era preciso avisar al muchacho, el cual seguía disparando a las piñas. Entonces el soldado se puso de pie y señalando con el dedo tendido al pájaro negro:

—¡Ahí está el cuervo! —gritó, en su idioma.

La bala le dio exactamente en el centro de un águila de alas abiertas que tenia bordada en la pechera de la casaca.

El cuervo, dando vueltas, descendía lentamente.
 

Italo Calvino
Gaceta Literaria Nº 5 - junio de 1956

Gentileza de Razón y Revolución - Centro de Estudios e Investigación en Ciencias Sociales
http://www.razonyrevolucion.org/ceics/GACETA1/gaceta/GL5.pdf (versión en .pdf)
 

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