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Ferrito, el pequeño gigante
Maestro del humor gráfico, todavía lleva a sus criaturas de la mano, como en tiempos de Patoruzú

Por Hugo Caligaris
LA NACIÓN

Es fácil saber de quién hablan los grandes del humor dibujado argentino cuando se refieren al maestro. Sin duda, se refieren a Eduardo Ferro (de 82 años), hombre que pasa con toda comodidad, en la vida y en el papel, por esa prueba definitiva y temible que es el test de los colegas.

Desde Mordillo y Napo hasta Fontanarrosa, pasando por Caloi, a Ferrito se lo admira y se lo quiere, aunque él preferirá seguramente invertir el orden de los términos. Tiene una modestia de las peores, porque es auténtica, y estará más dispuesto a abrir la puerta de su casa de Wilde -donde vive con su esposa, Carmen, mujer encantadora- y a sentar a su mesa a los amigos que a aceptar elogios que merece por mil y una razones.

Para decirlo rápido y sin censura, Ferro es el máximo artista del humor gráfico local, aunque él jamás hablará de arte, sino de oficio. Si se lo presiona sin piedad, admite que lo tiene, pero es capaz de salirle a uno con exhibiciones de humildad insostenibles. Cuenta que una vez, en los años 50, Landrú hizo una doble página en la revista Vea y Lea "llena de cuadritos, y tres de ellos eran con mis personajes. Cuando vi cómo había dibujado a Chapaleo, además de sentirme halagado, me di cuenta de que lo había hecho con muchísima más gracia que yo".

Lo bueno de Ferro es que es persona de quedarse. Lleva 59 años de casado con Carmen (el matrimonio causaría la envidia de veinteañeros) y trabajó junto a Dante Quinterno en Patoruzú durante la friolera de 47 años. Trabajó en la revista desde 1937 hasta 1976, cuando cerró, pero siguió ligado a los famosísimos Libros de Oro anuales hasta 1984.

El ya había dibujado en otras partes, pero en sus comienzos en Patoruzú era, a ojos del gran Quinterno, un pichi. Hasta que una tarde se animó. Había una reunión de creativos -entre ellos, su hermana Laura- para tirar las líneas del próximo episodio de El fantasma Benito y a nadie se le ocurría nada. Rapidito, garabateó un guión y lo presentó "por si sirve para algo". Sirvió, el jefe le pidió que hiciera otros "para ver si no fue casualidad" y pronto tuvo escritorio propio.

En esos tiempos el humor era una gran industria. Una tira nueva tenía la gravedad de una cuestión de Estado. Cuando, andando por la calle, Ferro escuchaba que alguien llamaba a otro bólido sabía que Bólido, su cadete gordito y distraído, gozaba de perfecta salud.

Patoruzú tenía una tirada que hoy envidiaría cualquier publicación, del género que sea. En sus momentos mejores, se vendían 500.000 ejemplares por semana. Cuando el célebre Divito se fue del plantel para crear su propia revista, Rico Tipo, la estantería pareció temblar. Pero no ocurrió nada. O mejor, ocurrió algo prodigioso: tanto Rico Tipo como Patoruzú llegaron a vender medio millón de números por semana. Potenciaron el mercado, como diría un especialista en marketing de este esmirriado fin de siglo.

Ferro dibujó infinidad de chistes de tapa para la revista, y creó una extensa galería de personajes. Bólido reemplazó al buzo Chapaleo. Después llegaron Pandora, Tara Service, Cabeza Fresca, y tantos otros hijos del oficio, como insiste en llamarlos papá.

Langostino es, de esos hijos, el más constante. Nació por pedido de Quinterno, que quería "un émulo de Vito Dumas que salga a buscar aventuras por el mar", para la revista Patoruzito. Después de unos 20 episodios, el pícaro marinero se fue, con su lancha Corina, para aguas muy distintas de las que imaginaba el patrón, que convocó a Ferro para decirle que se había dado cuenta del cambio. "Pensé que en ese momento me mandaba al diablo. Pero no. Me dijo que le metiera, que siguiera adelante, nomás."

Rescatada como tira de culto, nuevas historias de Langostino fueron creadas hace pocos años, y aparecieron en La Maga.

por Hugo Caligaris
LA NACIÓN, Bs. As. (Arg.)
Domingo 30 de mayo de 1999

Autorizado por el autor

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