Bitácora erótica en la Kabanga
(Kabanga de Adriano Corrales, Editorial Arboleda, San José, 2008)
Carlos Calero

Más allá de lo fisiológico, da salud conocer y leer a Adriano Corrales, pues alcanzamos un equilibrio del ánimo. Dicha salud proviene de revertir la propuesta literaria de un escritor fronterizo en una geografía vecina que ha sabido sospechar, sopesar, entrever, tocar, con algo más que la inteligencia, la literatura nicaragüense; lo unen el texto y la actitud humana, ya que se nos ha vuelto, en alguna medida, embajador del corpus poético y literario no solo de Costa Rica y Nicaragua, sino de Centroamérica.  

Adriano Corrales, nace en Venecia de San Carlos, Costa Rica (1958). En su bitácora lleva anotadas dos novelas: Los ojos del antifaz y Balalaika en clave de son. Entre sus poemarios, además de Kabanga (2008), están Tranvía negro (1995), La suerte del andariego (1999), Hacha encendida (2000), Profesión u oficio (2002) y Caza del poeta (2004). Tiene un texto de cuentos, El jabalí de la media luna (2003); además elaboró una estupenda antología de la poesía costarricense contemporánea, bajo el título de Sostener la palabra; también coeditó la publicación Poesía de fin de siglo. Antología de la poesía costarricense y nicaragüense.  Pero, además de narrador y poeta, es dramaturgo y ensayista, y ha representando a Costa Rica en múltiples festivales, ferias de libros y encuentros de escritores.  

A propósito de Kabanga, el poeta y filósofo mexicano, Vicente Baca, en su texto “Kabanga, o el texto y el cuerpo”, afirma que el poemario es una especie de burilación de los tatuajes, pues por la tematización del cuerpo femenino flota la incidencia del eros y el deseo. Yo intento ir más allá. Creo que la vocación de la emoción humana se incrusta en el misterio simbólico de la carne para dejar la tinta como signo que marca la eternización del cuerpo por medio de la sugerencia poética. El poeta se posiciona del símbolo y lo trastoca, lo traduce, lo sesga, lo trabaja en una versión historiada de ese deseo, o experiencia literaria, al organizarlo en un corpus o texto literario. El poeta es un orfebre entre el ideal de perennizar los elementos, llámense cuerpo, mujer, paisaje, fauna y otros, y el afán, terrestre y doloroso, de deificar el oficio poético del signo erótico en el texto, lo que Baca llama tatuaje: “De manera dolorosa, es su connotación flaubertiana de la creación, se mueve entre una poesía de tatuajes. De tatuajes porque sus versos se refieren sobre todo en la segunda parte al cuerpo, al cuerpo de la mujer”  

Desde el proscenio el poeta establece un diálogo epigráfico con autores que, de alguna manera, permean el contenido general del libro. Empezamos a sospechar una exuberancia contenida acerca de la belleza, lo breve de la existencia, la paradoja de la resurrección al recapitular la frivolidad de la existencia mientras la memoria se vuelve arqueología del ser, atisbo del pasado y futuro cuando la ética implica ontología para el compromiso de escribir. Son poemas, frisos, muestrarios, tatuaciones, daguerrotipos del cuerpo donde el ojo oficia con desenfado y honestidad en un mundo nutrido de conocimientos, vivencias y confesiones en el íntimo reclamo de la cabanga.  

La cabanga se denota como tristeza o nostalgia, pero el poeta ficcionaliza el concepto y lo hace trascender hacia un estado de ánimo en que se confrontan la memoria, la historia, el paisaje, la geografía, sus ciudades, el aroma del cuerpo femenino y la confesión del ser que roza con lo ético y hasta el compromiso político e ideológico. Cabanga no es solo un impulso emocional, o un estado existencial, sino trasciende a lo ontológico y a la praxis en una sociedad vacua, fragmentaria y cruzada por los desvalores más absurdos y difíciles de tolerar.  

En la primera parte el poeta empuja al lector a ser cómplice cuando cita: “Lo que nos derrumba después es la nostalgia”, aludiendo a un poeta garífuna. Ambos poetas conjuntan una bisagra para abrir la puerta de la cabanga, ante la “inminencia del derrumbe”, lo que comporta una acuciosa preocupación ante un mundo descoyuntado, sórdido y carente de integración, porque se ahonda en los abismos del caos. A manera de aforismos, o sentencias, se alude a la belleza, al misterio y al poeta antropólogo. Con esto define, si se pudiera hacerlo, su propio paradigma escritural para proponer el discurso poético a lo largo de todo el libro. Desde el centro de su pirámide se tensa la emoción hasta casi destrozar los ángulos donde la belleza, el misterio de lo que ésta implica cuando es tocada por la emoción y el conocimiento, se vuelve huella, vestigio, texto; perennidad pretendida únicamente por la memoria.  

En la segunda parte el aeda tiene que “fablar”, decir las cosas engarzadas por la experiencia. ¿Será que esa emoción, de pretendida nostalgia, se torna paradoja porque el poeta con salud y oficio da vida al buen poema y lo entrega como acto de lectura para hacernos felices? Entonces la cabanga ya no está en él, sino que se vuelca al lector quien disfruta, como refracción, lo leído. ¿Estaremos ante una anti-cabanga? Esto ya no es asunto del poeta o escritor, sino de las progresiones semánticas del texto poético, de su connotación y migración hacia el lector. Asistimos al encuentro, la poesía con forma de mujer se cita para el gozo de escribir sin reloj. En la contemplación de la belleza femenina el oficio no tiene pretextos para estar con  la  “mujer al abismo de las horas”.  

Lo interesante es que se crea un espacio con locaciones geográficas (Granada, Tortuguero, etc.) para hacernos sospechar de lo escriturado como creíble. Y la mujer es el receptáculo, el cuerpo que se funde y refunde con el paisaje: “La playa se recoge en tu pecho, oleaje donde anoto mis fatigados poemas.” Hay simbiosis, amalgama, alquimia textual y vivencial, lo que contribuye a un erotismo visual. La mujer es carne que se transmuta en paisaje: “Y porque asedio tu respirar adentro impetuoso Caribe”. Hay una agrimensura del paisaje tropical y su carga erótica que fluye como un mar que podemos tocar con los sentidos. En esto tiene razón Vicente Baca cuando nos llama a reflexionar en una veta de la poesía de Adriano Corrales: la tatuajística del concepto. Pero también, pienso, es síntesis de la emoción, ejercicio de la reflexión y profanación del deseo, desacato, transgresión, con solo referir el espíritu de Lilith, o espíritu primigenio controvertido: el cuerpo la belleza profanados por el ojo acucioso, maestro, horadador; ojo adentrado en la urdimbres de la naturaleza salvaje, ya de viaje, en tránsito y vuelta, como heraldo del ímpetu y sabor telúrico de un poeta que transita en muchos de sus prosemas sin trastocar las formas, sin un lenguaje retorcido, aunque a veces nos deja con el aliento en el vacío, casi rozando el enigma que se dilucida al acabar de leer todo el poemario.  

El poeta pretende trasegar con el cuerpo, ante el cual especula, reflexiona, elucubra. El afán consiste en practicar una axiología forense acerca del cuerpo donde coexisten el encuentro y el desencuentro, y hasta el interés de la ficción por aprehender lo inasible: el símbolo, lo ajeno, el numen poético textualizado, transmutado únicamente por la poesía: “cuando ya no hay verso sino tu cuerpo abierto sobre esta página”… “donde me pierdo y me reencuentro en otro tu cuerpo, el de siempre, a cultivar ficciones” … Así el cuerpo se ve como una amanecida, un descubrimiento, un espejismo y una conciencia. Hay un acto ritual, casi mágico, esotérico, sacerdotal y profano: “Percibir su aura en el fragor de los apetitos.” Pero todo se consuma en la anunciación y develación del gozo corporal y espiritual, ya sea en la certeza o en la duda.  

Si pudiéramos hablar de una contrapartida será ante el mismo gozo, aunque la cabanga se vierte al no poseer lo poseído, como contrasentido, lo que tienta al poeta a ficcionalizar, a pesar de que el mundo imponga rutinas, lo prosaico, el desasosiego, los subterfugios, la nada grata arquitectura social, económica y cultural. Entonces confronta, denuncia, se defiende, propone, ausculta, anuncia y denuncia lo que estruja su propio destino, y se torna vidente, juglar, enunciador de posibles vertientes para lo feliz, roza al elegido, lo arcano, y con su palabra-herramienta trata de construir la defensa de la memoria: “Y nos marchamos a nuestros nichos poseídos por el secreto”. Ante esto se ve empujado a fabular y desata un rencor que cuestiona, racionaliza y hace historia. Lo erótico se imbrica con la idea de sensibilizar la percepción del entorno para resistir la alienación, el control y la anulación ideológica con todos los medios y recursos de una tecnología que socava los espacios personales para ejercer una hegemonía del poder por el poder: “O la bestia del sistema que enajena y explota a los congéneres”, sentencia.  

En el itinerario aflora la comedia humana, la animalización, y el dramatismo existencial de encontrar la razón en condiciones no visibles, no explicables en términos de una cultura del ser, del respeto a la persona y del espacio que sólo puede llenarse con la satisfacción de necesidades elementales, como sufragar la memoria de un mundo feliz; una memoria que no conduzca al olvido progresivo. El ritual comunitario debe ser la defensa de la vida, y no su deterioro. Este afán de perennidad también insufla la cabanga, y no es para menos. Pero el poeta registra que los sujetos del éxtasis son las mujeres: “Porque al final el amor es el rostro de tantas mujeres que pasan: senos apetecidos, cabelleras, labios y pezones en el intersticio de otros labios”. “Y siempre se vuelve a la mujer”.  

En la segunda parte el poeta esgrime el intertexto con eficacia y atinado sentido. Es su voluntad corresponder las voces de los otros, que de alguna manera atisban y condimentan su poética: Propercio, un poeta latino elegíaco; Cardenal el amoroso y épico; Carlos Martínez Rivas como ícono de la resistencia subterránea, solitaria, como el poeta del “no”; y así continúa con su nómina de escritores y poetas: Khayyam, Netzahualcóyotl, Eunice Odio, Yolanda Oreamuno, etc. Todos y todas atraviesan la conciencia del poeta, lo apertrechan en su égida por defender el oficio de la poesía. En el cierre de este apartado el aeda subjetiva la Kabanga, le reclama, la increpa, acosa, acoge, la aproxima y le habla porque fue quien le condujo hasta los burdeles a primar las balbuceantes experiencias sexuales; y nos aclara que no es su propia cabanga, sino también la de esos seres sacudidos y devorados; seres estacionados en la gran plataforma invisible del dolor humano; ellas, las marginadas, las no oídas ni correspondidas tienen también su propia cabanga: “Esa que apunta con el índice como un fusil, la que exige con frenesí su poema”.  

En el tercer apartado el poeta abre el ojo para despejar la memoria; accede a la puerta de la infancia a través del desdoblamiento de una entrada urbana en los tiempos actuales, por donde asoma la paisajística costarricense con rumor nostálgico y exuberante. El poeta desborda el paisaje interior y expande su visualidad en el divertimiento actual: La Costa Rica del daguerrotipo, la parcela imaginaria recorrida por el poeta que con cierto eco borgeano indica: “Una puerta cerrada son mil puertas abiertas Kabanga”, como ocurre en el cuento La casa de Asterión. Es la ciudad del holocausto, el sacrificio, el mal estimulado por los mitos como una crucifixión críptica: “Sal y vinagre transmutándose en vino”. Antes ya lo había dicho: “Tatuajes de la bestia”. Sólo la cabanga, con un poco más de cabanga, nos hace conscientes de nuestra propia cabanga.  

En este espacio de la bitácora, el poeta registra la inquietud medular y existencial de su ser: “Levanto la mano para saber quien soy Kabanga, de dónde he venido, hacia dónde voy…” Pero el ser subyace en los laberintos de la memoria, asoma con rostro en la cabanga y abre el paisaje de la inocencia, de las consejas y cuentos de camino: “luna en sus múltiples conejos y tradiciones”. También aborda el tema de las fronteras, su periplo no cesa a lo interno de Costa Rica, sino se desplaza a Managua: “Un bar sobrevive del Gran Hotel en el centro de las ruinas de Managua”. En esa transmigración se inserta en el proceso histórico revolucionario de Nicaragua: “afiches sepia invisibilizando los crímenes de la satrapía”, y su ulterior devenir que ha ido a menos: “como si el lago detuviera su fauna de revolución pirateada por la lujuria, el asco de los neocomandantes, su graznido”. Y transita a Guatemala salpicada de travestis, una capital de la sodomía, el retrovisor en el que se atisba la mercancía en la “no Centroamérica”.  

El poeta reedita la cabanga con la presencia de poetas y personajes leídos, seres interiorizados como Balzac, Edith Piaf, Gertrude Stein, Jim Morrison. Todo esto da vida, pero ella misma nos permite cuestionarla: “No es contra vos, sino con tu voz que aspiro a romper el círculo del cálculo de onanistas, aduladores de la efigie en primera plana, el prólogo, la reseña, el abrazo de araña, la sonrisa del escalpelo”. Por otra parte contrapone el símbolo, no el concepto, de cabanga ante las actitudes no éticas del corpus social, pues ello también le produce desazón, más cuando acontece desde los entornos del ejercicio literario. Son los pequeños vicios  y debilidades de un artista. La responsabilidad está en justificar este comportamiento ético y socialmente frágil, de quienes ejercitamos la poesía como un oficio 

¿Será acaso nuestra actitud, consciente o no, de la fragmentación posmoderna, la vocación hacia el caos? Solo el acto de la autocrítica genera el espacio ético en las zonas oscuras de la cruel inteligencia: “Me refugio de mí mismo para no saltar sobre el temor de estar siempre dividido”. El poeta muestra una actitud defensiva-confrontativa ante la presión social: “la lealtad que le debo a las palabras y la rabia de usarlas para lo contrario de lo que ladran“. Cuando no se logra lo anterior la fragmentación se consuma: “Pero se muda a ninguna parte”. En consecuencia, el ser humano entra en crisis y escepticismo: “rehuyendo por la calzada del tropiezo, buscándome otra vez, como siempre, sin dar conmigo en la noche atroz”. Entonces, el poeta se exalta: “¡Adriano, aquél soy vos!” Y cierra el respiro del desasosiego con cierto tono de Poe: “y el cuervo se cuela y la noche se derrama en el óleo infinito del escritorio…”  

El poeta aparece amoroso en la primera y segunda partes, luego trastoca su tono, su actitud y centra su discurso en señalar, dardear, horadar, en su propia y ajena condición: “¿Qué sucede con el poeta que no goza de recursos para el viaje, para el pasaporte, para el homenaje…?” Aquí está la invisibilización como recursiva estrategia de quienes manipulan el poder, en cualquiera de sus órdenes, que circunda la vida del poeta; en su imaginario padece el virus de la existencia, la bilis que ahoga el derecho a ser reconocido y compensado: “El poeta se esquinea en las sombras de la vida, pero sin ceder un ápice en su corrida.” Llega el momento en que no puede más; ha resistido, sobrellevado la carga de la nostalgia, la carga de su cabanga; pero por otra parte, da sabor al paisaje costarricense, sus frutos, su cromatismo, sus olores, su exotismo cívico con árboles, animales y la propia tierra. Y otra vez retorna a la cabanga en el numeral 28 de la tercera parte.  

El poeta sabe que está, pero lo conmueve el futuro, porque lo no olvidado atenaza y sobrecoge al mismo tiempo, en eterno retorno: “A veces el contralor exige los tiquetes, le pregunto a qué hora llegaremos y nunca sabe.” “Por eso siempre regresamos al expreso”; y con tono irónico escribe “o al trencito del círculo, y continuamos con el éxodo.” Como los padres, o los ancestros, un día partieron, nosotros los hacemos volver con la cabanga de nuestra memoria. La línea del tiempo se rompe, se bifurca; el hombre la ata, la endereza; hace suyo el rastro por donde el tiempo inicia y regresa. Sólo así el yo lírico vuelve a su auténtica casa, la de la creación, la del oficio con sus nostalgias, acideces y desmemoria; vuelve, pero el éxodo lo azuza y en su inventiva se apropia del universo que también es inusitado y circular, como el poema que nunca se acaba con el pretexto de buscar una forma para expresar la cabanga: “Y por eso se nos agota la fantasía, Kabanga, se nos agota y nos derrota.”

 

En la cuarta parte nos sobrecoge el diálogo que establece con las voces maestras intertextuales, las anuncia y prologa; hace de ellas sus confidentes, sus camaradas y juntos extienden la voz de la biografía poetizada de este poeta, y de los otros, un poco darianos, que nos rodean y que también llevamos profundamente adentro.  

Carlos Calero
Poeta nicaragüense residente en Costa Rica

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