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El horror de los milagros
por Miriam Cairo
cairo367@hotmail.com 

También hay mucho de qué horrorizarse fuera de uno mismo:

La anciana muerta detrás de los rosales.

Las palabras estancadas en la costumbre, por descargo de conciencia.

Los hombres que salen a matar.

La combustión del petróleo.

Los que firman sus propias defunciones con tal de no perder el sentido común.

Los que impiadosamente toman una palabra para ir tras la caza de ideas y nivelan sus personajes a la media de sus jaulas.

Hay muchos a quienes temer además de uno mismo:

Los que no encuentran el quinto punto cardinal.


Los que hacen alarde de su estilo puramente informativo y escriben: "El juez, con un sobretodo negro, se retiró del tribunal a las cinco de la tarde."

Los que no han podido fundir su cuerpo con lo no visto, lo no dicho lo no escuchado.

El perro con cara de hombre, el hombre con la túnica de dios, dios con la baba del diablo.

El asma de los toros.

El reloj que suena.

Los gallos y los hombres que se comen los ojos.

La bondad de los indiferentes.

La omisión de los generosos.

El perdón de los pecados.

Wall Street.

La resurrección de la carne.

Schwarzenegger.

La desproporción del hambre y la mezquindad de la riqueza.

El Vivaporú.


Y atención, porque también hay otros culpables además de nosotros:

Los que prefieren el sistema a la fulguración.

Los que mataron a Búfalo Bill.

Los que aterran.

Los que lanzan el a?b?c de sus transgresiones y revientan en un rollo que comienza con el título y termina en el punto final.

Los que profesan para que sea oída su voz narrativa.

Los que dan patadas al aire antes de lamerle los labios a una mujer hermosa.

Los que proyectan su percepción literaria y sus impulsos creadores según el calendario comercial.

Los que no enseñan al diablo a ser bueno ni a dios a ser diablo.

Los que exigen verdades fijas, concluidas, irrefutables.

Los que repiten síes y noes que no significan.

Los lacayos de las retóricas preestablecidas.

Los que no dejan de hablar del fin del mundo y por lo mismo impiden que se acabe de una vez.

Los que no saben de dónde han salido ni con qué penas.


Y hay muchos a quienes admirar:

Los que avanzan por el camino menos transitado.

Los tristes.

Los que adhieren el conocimiento a la invención. La invención a la perplejidad. La perplejidad a la hermosura. La hermosura al espanto. El espanto a la inteligencia. La inteligencia a la percepción. La percepción al hombre y sus centauros.

Los que no se salvan y escriben.

Los que cantan su canto más apartado.

Los posesos.

Los que van a la deriva con el mundo.

Los que mueren y al mismo tiempo van naciendo.

Los que aún no han empezado. Los que aún no han sido vistos.

Los que emprenden la retirada hacia alguna clase de silencio que borra el alrededor.

Los que andan dentro de sí mismos, aterrados y conmovidos por lo que encuentran.

Las criaturas de pechos devorados.

Los que son a la vez lo único y lo múltiple.

Los que hacen salir, de su pequeña individualidad, una compleja cooperación con el mundo.

Los que hacen de su escritura un presentimiento, una ignorancia que tantea y adivina.

Los que accionan el timbre melancólico y sereno de su pequeñez, de su plenitud.

Los que abrillantan con su perplejidad el medio circundante.

Los que dicen sí, sí, soy yo, aún estando a punto de no ser.

Los que se detienen porque son tan bellos.

Los vaciados de todo sentido anterior.

Los que inventan lo existente como si no existiera.

Los que retuercen sus posibilidades.

Los que creen en la poesía, no en el paraíso.

Los que no esperan que sean virginales sus vírgenes y adoran las manchas de sus vulvas.

Los que encuentran en la grieta de la pared descascarada el mapa de su reino.


Y sobre todo, hay mucho que agradecerle a la poesía porque se aferra a los que irradian la peste del amor.

Porque sacude sus muslos de lirio liberado.

Porque llena de silencio al cañaveral.

Porque ella propone y el lector dispone.

Porque puede ofrecer al mundo su pecho de nacer y de morir.

Porque fecunda peces deslumbrados.

Porque la gente no acude a ella como acude a las farmacias.

Porque sus besos no atan las bocas.

Porque para ella las realidades nunca son lejanas.

Porque tiembla desnuda donde el terror no se atreve.

Porque su dolor mantiene despierto el corazón de todos los hombres.

por Miriam Cairo
cairo367@hotmail.com 
Originalmente en Página12 (Rosario) 

Martes, 22 de noviembre de 2005
Link a la nota: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-1061-2005-11-22.html 

Autorizado por la autora

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