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El viejo del perro
Cuento de Juan Carlos Caffaro

El ruido es inconfundible, alguien está arañando la puerta de calle y el sospecha de quién se trata, pero sabe que no es posible... su mente trabaja a gran velocidad para tratar de comprender la situación, pero es inútil, está abatido y desorientado, quisiera despertar de esto que parece una pesadilla. Abre la puerta temblando de emoción y el animal entra gimiendo y mirando para todos lados, buscando, husmeando. Luego, sin dejar de gemir, lo mira con infinita tristeza, como esperando una respuesta, una especie de explicación que él no está en condiciones de brindarle.

Coordina Diego Fornía. Diagramación y fotomontaje: Germán Sayago

El viejo del perro era un conocido personaje del barrio "Las Quintas", conjunto de pequeñas fincas, que los años y el progreso fueron integrando al resto de la ciudad, a menos de treinta cuadras del centro. Un barrio tranquilo, con muchos espacios verdes donde vive gente buena y trabajadora. El viejo del perro, (cuyo verdadero nombre era Luis Crisóstomo Pereyra), mostraba un aspecto insignificante. Delgado, de baja estatura, casi calvo, ágil y movedizo, no representaba los sesenta y nueve años que cargaba sobre sus estrechos hombros. Jubilado del matadero municipal, pasó más de cuarenta años degollando reses y siempre se jactó de su habilidad para realizar esa tarea. Lo único que importaba, según sus propias palabras, era evitar el sufrimiento inútil. No soportaba ver sufrir a un animal.

 

Se había ganado el apodo porque todos lo habían visto alguna vez, caminando por las calles acompañado por un viejo perro de graciosa apariencia y raza desconocida que llamaba Felipe. Era evidente que entre ellos existía una relación muy especial y hasta he llegado a pensar al observar sus actitudes, que el perro parecía el amo y el viejo su acompañante.

 

Lo cierto es que desde la muerte de su esposa, ocurrida hace ya bastante tiempo víctima de una terrible y prolongada enfermedad, el viejo, que nunca había sido muy comunicativo con sus vecinos, se recluyó en su pequeña casa, aislándose de todo y de todos. Sólo salía una vez al mes, para cobrar la jubilación y hacer las compras. Cuando caía la noche, o bien temprano por la mañana, paseaba con Felipe por las calles menos transitadas, para evitar encuentros con vecinos y curiosos.

 

Transcurrieron varios años rutinarios y tranquilos, hasta que el domingo víspera de su cumpleaños, ocurrió un acontecimiento que cambiaría para siempre el curso de sus vidas.

 

El día había amanecido muy frío y encapotado, y a media mañana llovía desapacible.

 

Felipe se hallaba acurrucado sobre la manta de lana muy cerca del calefactor, mientras el viejo repasaba los muebles con un trapo, como lo hacía todos los días. En ese momento escuchó que golpeaban la puerta muy suave primero y luego con más fuerza. Extrañado, observó por la mirilla para ver de quién se trataba y como no pudo hacerlo con claridad, entreabrió la puerta sin quitar la cadena de seguridad. Comprobó entonces, que una pequeña mujer de aspecto oriental, muy delgada, mal vestida y completamente mojada, lo miraba suplicante y parecía pedir mediante gestos y sonidos guturales, algo para comer. El viejo, compasivo por naturaleza y muy conmovido por el aspecto frágil y miserable de la mujer, sin pensarlo siquiera, le franqueó la entrada haciéndola pasar al interior. Felipe observaba con gran interés y mucha curiosidad a la inesperada visita, moviendo la cola en señal de aprobación.

 

La mujer, tímida y temblorosa, permanecía inmóvil sobre la alfombra, junto a la puerta. Parecía asustada o desconcertada y sólo después de varios intentos fallidos, el viejo pudo llevarla a la cocina. Tomándola del brazo con mucha delicadeza, le indicó que se sentara a la mesa. Extendió el pequeño mantel azul y colocó sobre él un plato de loza, un vaso, pan y cubiertos, luego sacó de la heladera un trozo de pollo asado de considerables dimensiones y una jarra con agua.

 

Pasó un largo rato antes que ella se decidiera a comer, pero cuando lo hizo, fue lentamente, con gran moderación.

 

Una vez concluido el almuerzo, dirigió al viejo y su perro una mirada tan llena de agradecimiento que logró conmoverlos.

 

Esa mirada profunda y sincera, selló entre los tres un pacto tácito. Así fue como Jo, la pequeña laosiana de triste aspecto y edad indefinida, se quedó para siempre a vivir en la casa.

 

Sobraba una habitación y el viejo la preparó para ella. Así fue que se inició entre los tres una relación muy extraña. Era una especie de amistad sin normas ni compromisos, aunque cada cual, de manera independiente y voluntaria, cumplía un rol bien definido. Casi sin palabras, se comunicaban con gestos y miradas y al cabo de unos pocos días, la comprensión era casi perfecta. El viejo continuaba con sus tareas habituales, limpiando y haciendo las compras, Jo preparaba la comida con gran habilidad, ya que con un trozo de carne y algunas de las especias que guardaba en su pequeño bolso de cuero, era capaz de producir riquísimos

platos que hacían las delicias de todos.

 

El tiempo transcurría en armonía, sin sobresaltos y Felipe, ya no mostraba como antes tanto interés en acompañar a su dueño en las caminatas por el barrio. Prefería en cambio, quedarse en la casa con la mujer, por la cual demostraba un gran afecto.

 

Ese día, el viejo salió muy temprano. Fue al banco a cobrar la jubilación y luego debió realizar algunos trámites en las oficinas de la Municipalidad, por lo que tuvo que soportar largas colas y perder varias horas antes de regresar.

 

Cuando llegó a su casa, cansado y hambriento, eran las cuatro de la tarde. Al abrir la puerta, un delicioso aroma a carne estofada flotaba en el aire por lo que se dirigió presuroso a la cocina, destapó la olla y se sirvió en forma abundante. Estaba muy rico el estofado, y caliente aún. No recordaba haber comido antes algo tan sabroso, aunque la carne era fibrosa y de un color un poco oscuro. (Seguramente debido a su tardanza se había cocinado de más o quizá tomó ese color de alguna de las especias que utilizaba y que le daba ese sabor tan especial).

 

Cuando terminó de almorzar, muy satisfecho, decidió hacer una siesta y se dirigió al dormitorio. Las persianas bajas producían una fresca penumbra. Guardó los papeles y el dinero en un cajón y se acostó.

 

Estaba quedándose dormido cuando le pareció escuchar un ruido leve, característico, como el que produce la ropa de mujer al quitarse del cuerpo y caer al piso... Abrió los ojos y creyó que estaba soñando: parada al lado de su cama, completamente desnuda, Jo lo observaba llena de ternura. Con movimientos felinos, levantó muy suave las sábanas y se deslizó a su lado. Aquel cuerpo pequeño y ardiente, junto al suyo, la turgencia de sus senos y esa entrega incondicional e inesperada, despertaron antiguos deseos postergados, olvidados... Paso a paso, lentamente, ambos fueron recorriendo ese camino ascendente, apasionado, donde no se reconocen límites, excepto los del cuerpo y los sentidos... Para el viejo, ésta fue una relación única, extraordinaria, jamás había experimentado algo igual, nunca, ni siquiera con su amada esposa ...

 

Agotado y feliz, durmió hasta bien entrada la noche y cuando despertó, recién se dio cuenta de que se había olvidado por completo de Felipe y se mostró extrañado de no haberlo visto por la casa. Luego de buscarlo por todos lados sin resultados positivos, llamó a los gritos a la mujer para preguntarle, pero no obtuvo respuesta, por lo que se dirigió a su habitación. Allí la encontró llorando sin consuelo, muy asustada y como si tratara de dar explicaciones con su extraña lengua y sus gestos desesperados, que él no podía comprender.

 

Sin embargo, algo creyó ver en sus ojos pequeños y enrojecidos que le hicieron presentir lo peor, algo así como una culpa o un arrepentimiento, por un acto irreparable y brutal.

 

Su desesperación crecía con el paso de las horas y esa mujer que no dejaba de llorar!!!

 

Felipe había desaparecido, pero ¿qué podía haber ocurrido durante su ausencia? Una idea espantosa restalló de pronto en su mente. ¡Dios mío! Exclamó enloquecido ¡El estofado de ayer, esa carne oscura y fibrosa...

 

Recordó haber leído en alguna revista que los chinos comían perros y que en algunos mercados los vendían por trozos y los exhibían en los ganchos de las carnicerías, como si fueran pollos.

 

Sintió ganas de vomitar. Ciego de dolor y de ira, comprendió sin dudas lo que le había ocurrido a Felipe. Esa mujer no tenía sentimientos, era peor que un animal, por lo tanto, no merecía vivir ...

 

Salió al patio y buscó entre sus herramientas el filoso cuchillo con el que había realizado su labor durante tantos años. Humedeció la piedra y asentó el filo de la hoja como sólo él solía hacerlo. Luego tomó la pala y cavó un hoyo en el fondo, junto al paredón, una vez finalizada esa tarea, con el cuchillo en la mano y gesto impávido fue en busca de la mujer...

 

Ella estaba recostada en su cama, no lloraba y lo miraba sin expresión. Seguramente imaginaba lo que estaba por ocurrir, pero se mostraba tranquila y resignada. Para su razonamiento oriental, ella presentaba simplemente un objeto, y el hecho de haber recibido durante tanto tiempo, techo y comida, le daba a su benefactor el derecho de disponer de su vida, o de su muerte …

 

Cuando el viejo se acercó, ella cerró sus ojos, sin un gesto, ni un gemido, entregada por completo a su destino...

 

El cuchillo manejado con gran habilidad, cruzó el aire como un relámpago de izquierda a derecha, a la altura del cuello, seccionándolo con mortal precisión. Un ahogado estertor y la oscura sangre resbalando por el cuerpo ya sin vida, señalaron el final de la tarea,

 

Doblando los extremos de la frazada como si fuera un paquete, cargó sin esfuerzo el pequeño cadáver hasta el hoyo en el patio, depositándolo con mucha delicadeza en el fondo, para cubrirlo con tierra que luego apisonó.

 

Un poco más tranquilo, limpió todo y se acostó sin cenar...

Juan Carlos Caffaro
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
22 de agosto de 2010

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