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El día que todos se fueron
Cuento de Juan Carlos Caffaro

Durante todo el día el calor había sido insoportable.

 

Transcurrían los últimos días del mes de enero, de un verano tórrido y húmedo, sin lluvias, que no hacía más que agravar la espantosa situación económica del país y la crisis institucional.

 

El desánimo, la impotencia y la incertidumbre me embargaban y lejos de intentar vislumbrar posibles soluciones, el futuro se me presentaba carente de expectativas y muchas veces me sentía a un paso del abismo y la desesperación. 

Coordina Diego Fornía. Diagramación y fotomontaje: Germán Sayago

Esa noche me acosté temprano, pero las preocupaciones me impidieron dormir hasta muy tarde, casi de madrugada. Cuando por fin lo hice, no tuve un descanso apacible y los sueños más extraños e incomprensibles me invadieron, sumiéndome en un letargo frío y viscoso muy parecido, creo, a lo que debe ser la muerte.

 

Cuando por fin desperté cerca del mediodía, me sentía totalmente agotado, sin fuerzas y decidí esperar un rato antes de levantarme.

 

Me incorporé a medias, trabajosamente y encendí la radio para escuchar las noticias, pero ésta no funcionaba. Sólo emitía un sonido agudo que taladraba los oídos. La apagué con rabia, pero después me tranquilicé pensando que era mejor así, para escuchar malas noticias...

 

No sé cuanto tiempo estuve como adormecido vagando con la mente y recordando antiguas imágenes, queridas, lejanas...

 

Sentía una extraña opresión en el pecho y algo raro en el ambiente que no podía precisar. Era como una especie de melancolía, un vacío, un extraño silencio...

 

Me incorporé de nuevo y presté atención... Sólo se escuchaba el tic- tac del reloj y mi respiración entrecortada …..Todo estaba en silencio... ¡Eso era, un total, absoluto y monstruoso silencio! Un silencio pesado, corpóreo, tangible, que ocupaba todos los espacios...

 

Me vestí rápidamente y salí a la calle, no podía creer lo que veía.

 

¡Todo estaba desierto, no había nadie! Ninguna de vecinas barriendo la vereda, ni los niños jugando a la pelota, ni las señoras haciendo las compras o conversando en la puerta, todo era igual a una gigantesca y silenciosa postal, sin personas, sin pájaros, sin vida...

 

En un primer momento desorientado y confuso, no alcanzaba a comprender la gravedad de la situación y buscaba explicar estúpidamente lo que no tenía explicación. Pensaba que durante la noche pudo ocurrir alguna emergencia y tuvieron que evacuar todas las personas de esa cuadra, pero en ese caso ¿Cómo no me avisaron, cómo no me enteré de nada?. Intenté nuevamente escuchar la radio, pero nada. Sólo ruidos y descargas.

 

Probé con el televisor, tampoco funcionaba... Por fin me decidí a caminar por el barrio, tenía que encontrar a alguien y enterarme de lo que había pasado. Cuando llegué a la Avenida San Martín ya estaba muy preocupado, no había nadie en las calles. Me detuve en la esquina y observé en todas direcciones. Nada. Ni un automóvil, ni vina persona, todo estaba desierto... Pero lo que más me asustaba era ese silencio espantoso, penetrante...

 

Comencé a caminar despacio hacia el centro como lo hacía habitualmente todos los días, pero les puedo asegurar que el paisaje era totalmente diferente, esa soledad...

 

Los negocios estaban cerrados y observé que las bolsas con residuos no habían sido recolectadas diarante la noche y permanecían en los cestos y las veredas. Ningún perro aprovechaba la situación...

 

La panadería estaba cerrada, y a través de sus vidrieras observé que había pan y facturas en los estantes. Cuando pasaba frente al viejo tanque del agua, la puerta de la guardia estaba cerrada y no había operarios en el playón que me saludaran, como todos los días...

 

Levanté la vista hacia las grandes palmeras y los árboles que están en el parque al lado del playón tratando de ver entre sus ramas algún pájaro, una paloma, pero fue inútil...

 

Cuando llegué a la plaza, ya había perdido la esperanza de encontrar a alguien, todos los taxis estaban en su lugar, vacíos...

 

Me detuve un momento frente a la calesita que estaba en el centro de la plaza. Se hallaba cubierta por la lona que la protegía y por un momento añoré con tristeza la música y la risa de los niños abrazados a sus caballos y girando sin cesar...

 

Después de unos minutos de cavilaciones, crucé la calle en dirección a la Catedral.

 

La casa de Dios estaba abierta y la semipenumbra de su interior y el olor a incienso reconfortaron mi corazón. ¿Cuánto tiempo hacía que no entraba a una iglesia?

 

Avergonzado me arrodillé frente al altar y comencé a rezar en voz alta, con inusitada vehemencia y profunda desesperación. Por momentos me asustaba el sonido de mi propia voz en medio de ese silencio sepulcral preguntando una y otra vez ¡Dios mío! ¿Dónde están todos, dónde se han ido?

 

Fue en ese momento que un extraño presentimiento me impulsó a salir abruptamente. Al cruzar el atrio, una ráfaga de aire helado me arañó el rostro y al mirar hacia arriba descubrí horrorizado, que el cielo estaba rojo, como de sangre...  

Juan Carlos Caffaro
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
12 de setiembre de 2010

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