Silencio intencionado
Germán Cáceres

No llegué a noviar con Carolina, aunque haya sido mi propósito. Sólo la vi unas pocas veces en los bares de la zona de la Facultad de Medicina. Las charlas giraban alrededor de nuestros respectivos estudios, pero no eran un plomo, ya que las mechábamos con chistes, bromas e incursiones por el cine y la literatura. Durante esos encuentros, que no alcanzaron a durar dos meses, ella invariablemente llevaba Libertad bajo palabra, un libro de poemas de Octavio Paz.

Carolina estaba a punto de ser gordita, su sonrisa era generosa y su tersa piel lucía una blancura luminosa que contrastaba con el azabache de su pelo. Más que linda era dulce, poseía esa mezcla de sensualidad contenida y de toque maternal que tanto subyuga a los hombres. Ante una chica así, es sabio mandar al diablo el orgullo machista y someterse, pues el camino hacia la felicidad está asegurado.

Por eso casi me vuelvo loco cuando un compañero de Facultad me avisó que Carolina había muerto a la madrugada. No podía decir que la amaba, pero había tejido un montón de ilusiones en torno a ella.

El velatorio fue desgarrador. A la madre apenas pude saludarla, no cesaba de llorar y de lamentarse. La férrea voluntad del padre –un hombre que rondaba los cuarenta– lo habilitaba para exhibir un halo de entereza.

En un momento –ya era tarde– la sala se vació y quedamos sólo un par de personas acompañando a los padres, ya que Carolina era hija única. El padre se me acercó. Era un tipo alto, de pelo negro sin canas y ojos pardos como Carolina. Vaya a saber por qué me comentó ciertos pormenores de la muerte de su hija. Fue de un infarto y mientras dormía, aunque no la encontraron en la cama, sino en el suelo. En la habitación había una mesita con una computadora, y al lado estaba abierto el libro de poemas de Octavio Paz, y marcadas con resaltador las palabras silencio intencionado. “¿Por qué?”, se preguntaba el padre, pero demás está decir que yo no podía responderle.

La vida continuó con su rutina aplastante. Los estudios, el trabajo –medio día en una librería–, la salida de los viernes y sábados... Sin embargo, no me olvidaba de Carolina, y sentía la imperiosa necesidad de conocer las razones que la llevaron a marcar esas dos palabras. Y telefoneé a su padre.

Atendió efusivamente, como si estuviera esperando mi llamado o la de alguien que deseara hablar sobre Carolina. Me invitó a ir a su casa.

Me recibió en un espacioso y espléndido living. Un sinnúmero de cuadros, recuerdos, bibelots y esculturas testimoniaban que había viajado por el mundo. Tomamos café. En la mesa reparé en una laptop, y me contó que era su compañera inseparable: se desempeña como gerente de finanzas en una empresa importante. Luego acordamos que valía la pena indagar sobre la extraña muerte de su hija.

Pasamos a la habitación de Carolina. Era tres veces más grande que la mía. Además de un sofá que se convertía en cama y de la PC, había un televisor, una videocasetera, unos estantes empotrados con libros y posters de estrellas del rock nacional. El padre se fue porque tenía una reunión en la empresa, y me dejó prácticamente solo: la esposa estaba descansando en el dormitorio.

Encendí la computadora. En la pantalla apareció una clave. Intenté con silencio intencionado y con libertad, pero no tuve suerte. Tecleé Carolina –lo más obvio–, y surgió el menú. Quise curiosear en el opción Gráficos y me salió otra clave. No entré con silencio intencionado, pero sí con libertad. 

Desfilaron por la pantalla figuras fijas, como si fueran fotogramas o slides. Parecían paisajes atemporales: un desierto de arena verde con cielo violeta, nubes amarillas y una tropilla de caballos rojos. Una ola gigantesca con espuma de ocres fosforescentes en una mar de tonalidades rosadas. Un bosque de abedules azul cobalto recortado contra un cielo solidificado en un bloque de estrellas luminosas. Y así seguían una veintena de imágenes. En una nota que dejé, le indiqué al padre de Carolina las claves para acceder a los gráficos.

Evité sacar conclusiones por un principio metodológico. Prefería estar totalmente abierto a cualquier nuevo dato. En cambio, si ensayaba explicaciones, recibiría las novedades con preconceptos.

Sólo transcurrió una semana, y al volver una noche de la Facultad, encontré en el buzón de correspondencia un sobre para mí. Lo había traído el padre de Carolina porque no tenía mi e-mail.

En la carta informaba que no entendía los gráficos, y que al ingresar al Windows con el mouse y seleccionar el Word se había topado con el siguiente texto:

–Adolfo Bioy Casares: La invención de Morel.

El hombre del jardín, dirigida por Brett Leonard.

–“Apuntes”.

El padre no consiguió entrar en el archivo de “Apuntes” porque la pantalla había solicitado otra clave. Ya tenía ubicada a la película El hombre del jardín en la videoteca de Carolina, y me invitó a verla.

Fui esa misma noche.

El filme está basado en una novela de Stephen King, y resulta fascinante al mostrar las posibilidades de la realidad virtual. En cierto sentido es un videojuego donde el participante usa guantes y dos micro pantallas de televisión en la frente. Se sumerge así en el interior de un escenario psicodélico que puede modificar y en el que él mismo interviene.

Continué con el método de eludir razonamientos apresurados.

De Bioy Casares sólo había leído algunos cuentos aislados en diarios y en revistas que me habían gustado mucho, de manera que me enfrasqué con buena predisposición en La invención de Morel.

La idea es maravillosa. Morel obtiene la inmortalidad de los mejores momentos de su vida a través de proyecciones holográficas que repiten al infinito esos instantes. Como si hubiese un proyector de cine tartamudo o con un disco rayado de imágenes. Pero hay una falla: el procedimiento técnico mata a los personajes inmortalizados, y las imágenes no perciben el mundo exterior porque carecen de conciencia.

Ya me resultaba difícil no bosquejar una teoría. Sin embargo, logré contenerme.

Estuve barajando palabras como posibles claves para el archivo “Apuntes”, y se las fui notificando al padre de Carolina por teléfono. No hubo caso hasta que se me ocurrió Bioy.

Pero debí esperar dos semanas para probar la clave. El papá de Carolina tuvo que viajar por negocios a Chile y llevó a la esposa. Pretendía arrancarla de la profunda depresión nerviosa en que había caído. Estaba en manos de terapeutas y de psiquiatras que no lograban levantarle el ánimo. En una de las oportunidades que los visité, la noté muy desmejorada.

Al regresar de Chile, el papá respondió a mi llamado. Tenía dos buenas noticias: la esposa se estaba reponiendo y la clave era correcta.

Carolina había escrito unas reflexiones. Como yo no tenía fax y no podía recibir mails porque mi notebook se había descompuesto, el papá pasaría con el auto y echaría un sobre en el buzón de la correspondencia.

Éste es el texto que pergeñó Carolina:

“En no pocas oportunidades la ficción es premonitora. Fantasías que sólo trataron de entretener o de expresar sentimientos e ideas, posteriormente fueron confirmadas como verdades científicas.

Los fantasmas invocados por la literatura y el cine existen. No en la forma que se acostumbra a representarlos, o sea listos para aterrorizar a inocentes víctimas femeninas.

“Pasajeros en tránsito”, un cuento que me prestaron en la Facultad y cuyo autor no recuerdo, hace suya una idea de José Saramago planteando que después de la muerte nos convertimos en espectros por unos meses. Luego volvemos a morir. Evidentemente, el narrador no cree en ello, pero tengo la certeza de que es verdad, salvo en lo referente a la segunda muerte: los fantasmas son inmortales.

Otro aporte del cuentista es la descripción de la vida sexual de esos espíritus. Sacando partido de su condición de seres inmateriales, se solazan retozando con los humanos sin que éstos lo adviertan. En su euforia transmiten energía a quienes son víctimas de esa violación intangible. Tal energía es la causa de que hombres y mujeres a veces se sientan excitados sin ningún motivo.

Los fantasmas prefieren hacer el amor cuando los humanos duermen. Esta circunstancia es intuida por algunas personas, que ponen en funcionamiento el mecanismo de la represión y trasladan el impacto de la energía hacia lo onírico. Sus sueños son bellísimos y alucinatorios, similares a las quimeras de un pintor surrealista.”

Y allí finalizaban las notas. Carolina ni siquiera permitía vislumbrar qué se proponía con sus elucubraciones.

Una tarde estaba estudiando en un bar próximo a la Facultad de Medicina, y una chica me saluda desde una mesa. Era pelirroja, delgada y simpática.

Me acerqué con expresión de desconcierto –sabía que no era un levante–, ella me aclaró que nos habíamos visto en el velatorio de Carolina. Me senté a su mesa.

Fueron compañeras y habían cursado juntas varias materias.

La chica –se llama Beatriz– era enfermera en la Sección Radiología de un hospital. Habló de cómo ambas se habían hecho pata infinidad de veces. Una mañana temprano Carolina –muy agitada y con cara de sueño–, le pidió que le hiciera una radiografía del cerebro.

Beatriz se sorprendió de que las placas exhibiesen manchas de colores, como salpicaduras de tinta china. Se las enseñó a un médico, que las invalidó porque infería que estaban sucias.

Las placas se habían extraviado en el torbellino burocrático del hospital. Beatriz no agregó nada más sobre este episodio.

Esa noche no dormí. Acostado en la cama rebobiné todos los detalles e hilvané una hipótesis.

Dado que hay un universo paralelo donde habitan fantasmas, y que éstos perciben y se comunican con este mundo, si se logra corporizarlos en imágenes, se obtiene su inmortalidad. Porque esas figuraciones que Carolina procuraba concretar mediante la realidad virtual, tenían su correlato anímico en el mundo paralelo. Los paisajes insólitos que se sucedían en la pantalla de la PC eran un registro de los sueños provocados por los espíritus en sus contactos con Carolina. Y los puntos de colores que se veían en las placas radiográficas reflejaban los residuos de la manifestación energética recibida por ella la noche anterior.

Ni bien los fantasmas comprendieron las intenciones de Carolina, se opusieron terminantemente. Por un lado temían que el experimento saliese mal y terminara en una colisión tan catastrófica como el contacto entre la materia y la antimateria. Además, no les interesaba ser inmortales en la Tierra. Ya bastante habían sufrido cuando transitaron por el planeta.

Y decidieron eliminarla. Un grupo numeroso de fantasmas se unió a ella mientras dormía y le transfirió tamaña carga de energía que le provocó un infarto. Carolina, ya moribunda, pudo llegar hasta la PC y, rápidamente, introducir claves que guiaban hacia la revelación de su descubrimiento. En el libro señaló silencio intencionado para sugerir que la habían asesinado.

Ahora bien, es lícito entender esta historia como una fabulación mía, como uno de mis tantos rayes. Y las claves y los paisajes, como una consecuencia de los juegos que practicaba Carolina en la computadora. En cuanto a las palabras resaltadas: ¿quién es capaz de desentrañar los motivos que conducen a un lector a marcar los textos? Respecto a los “Apuntes”, no eran más que una sinopsis, pues no es aventurado suponer que Carolina tuviese aspiraciones literarias.

Entonces ¿de qué murió? De exaltación, de ese fuego interior que la impulsó hacia una actividad feroz, a una carrera desbocada por hacer cosas y hurgar en los libros. Carolina, la novia que no pudo ser, había muerto de amor por el conocimiento. 

Germán Cáceres
De "Por amor al crimen" - Apariciones

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