Serendipity
Germán Cáceres

Por fin resolví escribirle al juez de la causa.

Era una forma de terminar una situación, de completar una etapa, de concluir una historia en la que estuve metido. No le di al juez mi nombre, no deseaba incriminarme en una causa penal, aunque no se me podía acusar de nada, salvo de ingenuidad o desvarío.

Tampoco quería mezclar mi nombre con una cuestión horrible y bastante morbosa. Asimismo, no tenía pruebas para ofrecerle al juez, mi interpretación del caso es totalmente mental, sin soportes que convaliden mis argumentos.

Todo comenzó cuando el dueño de la galería de arte a la que estoy vinculado me pidió una nota para las muestras individuales de dos de sus pintores. Le advertí que sólo escribiría un comentario bueno si las obras lo merecían.

Tengo muchos compromisos con el galerista, ya que me paga las reseñas que preparo para los catálogos de los pintores que exponen en su local, y como tiene una editorial de libros de arte, me ha publicado varios ensayos sobre pintura contemporánea, especialmente argentina. Por suerte, trabaja con artistas de calidad, de manera que mis elogios siempre fueron sinceros.

Primero visité a la pintora, que, como es bastante usual en el medio, tenía su taller en San Telmo, en la habitación que daba al patio de una casa a punto de caerse.

La muchacha no estaba mal. Bueno, tampoco era muy muchacha ya que pasaba  los treinta. Pero tenía un look particular que me impactó: pertenecía a ese espécimen de flacas con pechos portentosos que combinan encantos con ambigua sensualidad. Su perfil –pude verlo como si se tratara de una fotografía– dibujaba una línea perfecta, como si labios, nariz y ojos fuesen un producto de esa escuela de la ilustración que abrevó en Andrew Loomis.

Pintaba muy bien. Su técnica era segura y no tenía problemas en armonizar colores limpios. Entre sus cuadros me llamaron la atención los dos protagonizados por mujeres.

En uno se destacaba una cocinera que extraía de un libro la receta para la comida. Deslumbraba la luminosidad de la tela, que nacía de la misma cocinera, una bella mujer estilizada con un blanco vestido incandescente. Se podría hablar de realismo fotográfico, o más apropiadamente de hiperrealismo, pero la sutileza plástica de la pintora, que se manifestaba en el claroscuro de la mesa donde se apoyaban los elementos de cocina, lograba que la obra no se adscribiese a ningún “ismo”.

El otro cuadro me trastornó. Una joven estaba leyendo sentada en un sillón, al lado del ventanal que daba a un jardín. La ejecución era impecable. Las arrugas de las telas de los pantalones y de la blusa constituían una proeza pictórica y revelaban a una gran dibujante.

Para mí la concepción era literaria. Porque un cuadro de estas características no es más que una novela sintetizada dentro de un marco. En estas telas hay una historia que debe descubrir o inventar el que la contempla. Así, en esta pintura el misterio residía en ese jardín que apenas se vislumbraba por el ventanal, pero que yo imaginaba enorme y poblado de plantas gigantescas y exóticas. No sé por qué me acordé del Aduanero Rousseau y de su universo onírico. El jardín invitaba a la fantasía, a pensar en duendes y en elfos, en los monstruosos trolls y los malvados trasgos, en fin, en extrañas e insólitas criaturas propias de un mundo paralelo. Y de pronto me invadió una visión. O si se prefiere un vaticinio.

En uno de los tantos senderos zigzagueantes del jardín, detrás de un árbol parecido a un baobab, surgía en el suelo la siniestra figura de un hombre brutalmente asesinado. En ese momento no sabía que se trataba de una premonición.

Ese mismo día fui a visitar al pintor que también residía en San Telmo, pero ya en un confortable loft que a la vez utilizaba como vivienda.

Se trataba de un hombre mayor, cuya frente impresionaba por el cúmulo de profundas arrugas, como si fueran hendiduras en la piel. A las dos ojeras que le colgaban como bolsas, las limitaban surcos que parecían cicatrices y que se prolongaban a los costados de los ojos dando la sensación de que eran auténticas garras que le estaban desfigurando la cara.

El pintor poseía un oficio de primera. Se notaba que eran años de trabajo sostenido por el estudio de la técnica. Había dos cuadros que podrían formar parte de una escena cinematográfica. En uno, se veían libros sobre la mesa, al modo de una naturaleza muerta. Pero así como ante un bodegón nos invade las ganas de morder una fruta, en este caso deseé tomar un libro para leerlo, como hacía el estudiante sentado a la mesa en la tela que tenía al lado. Es más, si por mí fuese, hubiera saltado con la imaginación hacia los abismos de ese jardín cuyos bordes había insinuado la pintora en el cuadro de la chica que leía.

Hubo una pintura que me confundió: un monje totalmente cubierto por una capucha escribía sobre un libro inclinado. ¿Qué quería significar? ¿La lucha que tuvo lugar en la Edad Media para preservar el espíritu y los libros de la devastación de los bárbaros?

Cuando se lo dije al pintor, éste, con su voz seca e inconclusa, deslizó una mueca a modo de sonrisa, como si en mi persona se burlara de todos los críticos que en su afán de interpretar adosan sentidos que no tienen nada que ver con el cuadro que analizan.

Le pregunté qué intentaba representar, y me respondió con el lugar común de que muchas veces lo que quiere decir un pintor nadie lo ve, y, en cambio, se detectan cosas que aquél jamás pensó. Si bien es cierto que muchos artistas recurren a esta frase hecha, luego no pueden contenerse y explican lo que intentaron expresar. Pero no pude sacar una opinión de esa boca que se torcía al hablar.

En ese cuadro había algo, ignoraba qué, pero estaba segurísimo que contenía algún mensaje velado. Fue otra intuición.

El artículo lo tuve listo a los dos días. Pero jamás lo publiqué.

Cuando llamé al galerista para decirle que iba a entregar la nota al día siguiente en un diario de la mañana, me dijo que la tirara. Y empezó a tartamudear.

El pintor había sido asesinado. Le habían perforado el corazón con tres disparos a quemarropa.

Le pregunté si tenía enemigos o si andaba en algo raro. Una vida sobria y sencilla, dedicada por entero a la pintura, me respondió.

Le avisé que podía rehacer la nota y centrarla solamente en la pintora, pero me explicó que ella había quedado muy perturbada y no pensaba realizar la exposición: era la hija.

Me asombró más este dato que el crimen, pues en mi cerebro ya había empezado a tejerse esta historia sobre la cual no podía influir. El galerista me aclaró que tenían distintos apellidos porque ella usaba el de la madre y, además, no se daban a conocer como padre e hija por razones artísticas.

Aunque entendía que no podía interceder ni modificar la marcha de esta cruenta historia, fui a ver a la pintora. Y me llevé una desagradable sorpresa.

Es evidente que los shocks son disparadores de todos los rollos que asedian nuestra conflictuada persona. La pintora estaba desconocida. De sus encantos sólo conservaba la fragancia del cuerpo. Sus modales eran secos, cortantes, a ratos agresivos. Gesticulaba en alta voz, no sincronizaba ni atendía lo que yo decía: podía caer en una crisis nerviosa en cualquier momento.

Abrevié la charla y fui derecho al grano: le pregunté si recordaba haber observado algo fuera de los común en la vida del padre.

No, definitivamente no. Sólo se limitó a cumplir con su rito de pintar doce horas diarias. Eso era todo. Y agregó que acababa de terminar un retrato que le había dado mucho trabajo. Era de un tipo que tenía toda la apariencia de un ejecutivo. Le pedí que buscara los bocetos, ya que el cuadro seguramente el padre lo debía haber entregado al interesado.

A la semana, la llamé aunque conocía la respuesta. No encontró ninguno de los estudios que ella misma había visto bosquejar por su padre. Tampoco me sorprendió que me contestase negativamente cuando le pregunté acerca del cuadro con un monje, pero en cambio pudo observar la tela del estudiante y la de los libros.

El paso siguiente fue continuar con mi rutina cotidiana. Visitar galerías y entregar críticas a diarios y revistas. E ir programando mi próximo viaje a Europa, para lo cual tenía que preparar un trabajo que interesase a alguna embajada o  universidad del exterior y me concediera un beca, como hizo el Ministerio de Relaciones Exteriores de la República Checa con mi estudio sobre el aporte de Alfons Mucha al arte gráfico. Las notas y los derechos de autor me dan para vivir –soy un eterno solitario y no tengo familia– mientras cuide los centavos como un despreciable avaro.

Lo que sí hice fue dar rienda suelta a mi actividad analítica. O tal vez sea mejor calificarla como fabulatoria. Practiqué algo similar a los que se ve en las películas de espionaje. Los agentes secretos parecen abstraerse de la realidad y, de pronto, atisban una serie de mecanismos y de intrigas ocultos, imperceptibles por parte de la mirada normal.

Y realicé una suerte de pronóstico sobre lo que iba a suceder. Fue el semiólogo norteamericano Charles S. Peirce el que denominó serendipity a esta especie de intuición, que en términos poco científicos puede confundirse con una  adivinanza. Él definió el proceso (que llamó también abducción) como una “peculiar ensalada...cuyos principales ingredientes son su falta de fundamento, su omnipresencia y su valiosa confianza”. 

Por tanto, asocié y enhebré todos los hechos con precisión, y esperé el futuro, que no dudaba de que sería ineluctable.

Claro, los pasos venideros podrían tener lugar el día siguiente o dentro de diez o quince años, porque estos tipos son implacables y omnipotentes: no cejan hasta que logran sus objetivos. Mi interés, por supuesto, no podía mantenerse por tanto tiempo.

Intenté suerte y me discipliné para leer detenidamente el diario, cosa que me aburre bastante, salvo las notas de las páginas culturales y de espectáculos.

No tardó demasiado en aparecer la noticia inevitable. El asesinato de un prominente hombre de negocios. Tenía muchas empresas de los más diversos ramos. Una particularidad de su gestión era no figurar en el directorio de ninguna de ellas. Sostuvo muy buenas relaciones comerciales con la ex Unión Soviética y ahora las mantenía con Rusia. La nota ponderaba su labor empresaria, creativa e innovadora, y hacía mención a su ética irreprochable. Se destacaban las enormes sumas donadas con fines benéficos, y había inaugurado recientemente una fundación para el desarrollo y promoción de las artes. La única singularidad que se encontró en sus antecedentes fue que utilizaba un pasaporte con nombre falso para viajar a Moscú. El periódico suponía que este vicio provenía de sus anteriores viajes, donde tal vez temiera alguna persecución por parte de los comunistas.

El diario remarcaba un hecho curioso, que ilustraba con dos fotografías. El magnate recientemente se había practicado un lifting, que más se asemejaba a una cirugía facial, dado que le había cambiado por completo las facciones.

Fui hasta la casa de la pintora. Mientras el colectivero luchaba febrilmente con un tránsito que parecía ser un reflejo de la locura de los seres humanos, me confesé que anhelaba que la pintora volviera a la normalidad porque había descubierto con sorpresa que me gustaba de verdad. Hacía rato que no idealizaba a una mujer y me sumergía en un paraíso de ensoñaciones, en las cuales vivía situaciones idealizadas y propias del cine de Hollywood de la década del cuarenta.

Abrió la puerta y la desilusión me tomó por asalto. La neurosis estaba haciendo estragos en ella. Su mirada se desbarrancaba en la desmesura, como si presagios malsanos se hubieran apoderado de su mente. Su boca, otrora entreabierta para despertar quimeras y espejismos, eran dos líneas gruesas que sólo se separaban para articular un tic.

Como yo preveía, reconoció al tipo que posó para el padre en la foto que mostraba al empresario antes de hacerse la cirugía facial.

El resto consistió en contarle la historia al juez. Y explicarle cómo se concatenaron los sucesos, para lo cual a la vez de mi intución (o serendipity) utilicé información que extracté de los artículos que publicó la prensa moscovita acerca del caso.

El empresario había realizado varias joint ventures con Rusia. Con la irrupción de la mafia vio un filón descomunal: en pocos años podía hacer más fortuna que la que acumuló en su brillante trayectoria. Había varias bandas que necesitaban lavar las sumas cuantiosas que estaban forjando con el tráfico de drogas y de material bélico. Y se conectó con una de ellas y le propuso fundar en la Argentina un banco para lavar dinero comprando acciones en la Bolsa de Buenos Aires.

Y con el apoyo de esa banda el empresario organizó aquí un banco de inversión.

Se dice que la ambición humana no tiene límites y que termina por perder al hombre y encaminarlo hacia su destrucción. En uno de sus viajes a Moscú se contactó con otra pandilla que le ofreció una participación mayor para el lavado de dinero. Y mintió a sus anteriores socios diciéndoles que el banco no había sido autorizado. Por supuesto que lo constituyó con otra empresa de su grupo, una de esas donde es imposible seguir la cadena de accionistas y de testaferros.

Las cosas parecían que le estaban saliendo bien.

El ego –que siempre lo tuvo agrandado– cobró nuevos bríos y se le dio por organizar una fundación calcada sobre el molde del Rockefeller Center, pero, evidentemente, sin que le diese el cuero para ello. Y se creyó un futuro mentor de las artes.

Y decidió hacerse un retrato que lo representara escribiendo un libro, como si fuera a convertirse en un orientador cultural. Y seleccionó a nuestro pintor. Tal vez lo conoció en una reunión, o por casualidad fue a alguna de sus muestras y le gustó su pintura. No lo puedo adivinar. Allí falla mi serendipity.

Todo marchaba sobre rieles, hasta que uno de sus tantos guardaespaldas le previene que lo estaban buscando unos rusos que hablaban castellano . No por su nombre, sino por una foto. El empresario dedujo que en un descuido suyo, los pandilleros rusos que traicionó le habían sacado una foto. Y anhelaban vengarse.

Una forma de burlar a los mafiosos era hacerse una cirugía facial que lo tornara irreconocible, ya que desconocían sus datos porque siempre había viajado a Moscú con otro nombre. El único rastro ostensible era el retrato que le estaba haciendo el pintor y que podía tomar estado público.

El empresario hasta ese momento no había cometido –o mandado cometer– ningún crimen. De modo que le exigió al pintor –sin darle explicaciones– que cubriese su cuadro con otra pintura, y que, además, no lo exhibiera hasta nuevo aviso. Y le entregó el precio convenido.

Así nació el extraño monje que escribía en un libro.

En ese preciso instante aparecí yo para escribir la nota que me pidió el galerista, y noté un comportamiento extraño en el pintor, a la vez que empecé a torturarme con el relato pesadillesco que comenzaba a dibujarse en mi cabeza. El monje era la clave, y el jardín de insólitas reminiscencias mi fuente de inspiración.

De pronto, sus servicios de seguridad (entre sus ramificaciones comerciales figuraban varias agencias) volvieron a informarle al empresario que los rusos seguían dando vueltas.

Perdió el equilibrio y enloqueció. Y resolvió contratar a dos sicarios de una de sus agencias para que asesinasen al pintor y destruyeran los bocetos y el cuadro.

Los resguardos que tomó el empresario fueron insuficientes. Las mafias son persistentes y tienen buenos asesores que saben seguir la pista de alguien que intenta ocultar su identidad tras la fachada de sociedades anónimas eslabonadas. Finalmente dieron con él y lo liquidaron.

Claro, el juez podrá preguntarse por qué le mando este anónimo. ¿Qué beneficio saco? Ninguno. Tal vez lo haga como dije para cerrar una etapa. O para orientarlo en su pesquisa, aunque jamás va a poder apresar a ningún miembro de la mafia rusa. ¡Ya deben estar en Moscú!

¿Será para evitar que presionado por la opinión publica el juez detenga y condene a un inocente? No creo.

Además, pese a que el asesinato del pintor y del empresario son episodios reales, como lo son la desaparición del retrato del monje y de los bocetos, las que no brindan ninguna certeza son mis deducciones.

Es posible también que cuente esto como una especie de confesión, para olvidarme definitivamente de la pintora, y estar en condiciones de volver en cuerpo y alma a mi terrible circunstancia de solitario que visita museos y galerías y cree ser feliz. Serendipity parece indicarme eso.

Germán Cáceres
De "Por amor al crimen" - Por amor al crimen

Ir a índice de América

Ir a índice de  Cáceres, Germán

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio