Rapsodia del Río de la Plata [1]
Germán Cáceres

Dicen que los ahogados en sus instantes finales evocan fugazmente toda su vida. En estas horas previas a mi operación se me aparecen fulgores de mis grandes momentos, aquellos en los cuales el éxito y la alegría me colmaron de felicidad. Entre ellos figura uno desconocido por el público y el periodismo, que, salvo por esta compulsiva rememoración, no creía que ocupara un lugar tan importante dentro de mis recuerdos.

Esa noche de comienzos de primavera tomé un taxi. La ciudad nocturna carece de esplendor. Está la iluminación de los edificios, espectáculo majestuoso ideal para un skyline, pero las calles se ven desiertas, falta el bullicio de la jornada laboral con la gente casi corriendo para ganarse el sustento. (A la mañana de ese día el sol tenue parecía querer incendiar a transeúntes, automóviles y vidrieras, y había sentido correr por mis venas las ganas de vivir. Tanto que fui a pasear por el Parque y me puse a silbar “I Got Rhythm”.)

Casualmente, el taxi debía bordear el Parque, después de lo cual tomó por la 110 hasta Lenox Avenue y la 142.

Bajé y estaba el característico toldo a rayas verdes verticales, y el atento portero con gorra me saludó. Subí las muy estrechas escaleras, que provocan que uno recele de haberse metido en un club mediocre, temor que al llegar al primer piso queda eliminado ante el impresionante despliegue de lujo y de personas.

Un mozo me condujo a la mesa con un inmaculado mantel blanco que había reservado al lado de la pista-escenario. Unas coristas negras más que dotes de bailarinas enseñaban sus cuerpos sensuales apenas cubiertos por mínimas prendas para evitar la clausura del local. La pista era rectangular y ocupaba el centro del salón. Unos faroles ayudaban a crear un ámbito tan original como exótico.

Estaba tan ensimismado en la apabullante sensualidad de las chicas, que no reparé en la orquesta ubicada al fondo del escenario contra una pared decorada con las siluetas de portentosos rascacielos. Las bellezas se retiraron y un locutor anunció que los músicos iban a ejecutar “Echoes of the Jungle”.

Al percibir los bronces asordinados reconocí el vibrato leñoso del clarinete de Barney, que se deslizaba sobre los acordes de la guitarra de Fred. Allí se encontraban también Johnny, Tricky Sam y Cootie. Si no fuera porque estaba viendo a Johnny con su saxo alto, hubiese jurado que se trataba de un tenor.

Cuando terminó el tema, Duke tomó el micrófono e informó al público acerca de mi presencia, y me señaló. Hubo una ovación y tuve que pararme. Si bien es cierto que en estas situaciones uno siente invadida su privacidad, es innegable que esta ligera molestia se ve ampliamente compensada por la satisfacción de sentirse reconocido y famoso. ¡No sé qué sería de mí si me llegara a faltar!

Duke dijo que en mi honor tocaría la Rhapsody.

Quedé estupefacto. La mejor interpretación que escuché. Fue como si yo la hubiera compuesto para que él la resumiera en esos prodigiosos tres o cuatro minutos. Al estrenarla con la dirección de Paul, la emoción me había embargado, pero ante la versión de Duke las lágrimas me desbordaron porque tuve la certeza de haber ingresado a la historia de la música. Lo de Cootie fue una maravilla, la potencia de su trompeta hipnotizó a la concurrencia, su fraseo melódico alcanzó un vigor apolíneo digno de Satchmo.

En el intervalo pedí un bourbon con la firme decisión de no repetir. Tenía planeado para el día siguiente una dura jornada en el gimnasio y no debía excederme. Una hermosa cigarrera se acercó para ofrecerme los productos que exhibía en su bandeja colgante, pero me negué con una sonrisa.

Intenté reconocer a alguna personalidad del cine o del show business. Aunque el club estaba iluminado con spots, sus haces de luz inclinados no permitían distinguir con nitidez los rasgos de la gente ni tampoco los murales de las paredes. Los hombres llevaban, como yo, rigurosos fracs y las mujeres vestidos cortos y escotados, además de pequeños sombreritos que cubrían sus cabezas como si fuesen una prolongación de los peinados.

Me llamó la atención un tipo impecable que estaba acompañado de dos hombres y de tres mujeres despampanantes. En la mesa se destacaban dos baldes con sus correspondientes botellas de champán. Al parecer estaba diciendo chistes, porque los demás lo escuchaban con sumo interés para luego largarse a reír como desesperados. Es más, las mesas cercanas se mostraban pendientes de lo que el hombre hacía.

En eso notó que yo lo estaba observando y alzó su copa en señal de saludo. La luz del spot le dio de lleno en la cara y pude estudiarla mejor. Si fuera un caricaturista hubiese extraído de su fisonomía tres elementos: el cabello, las cejas y la boca.

El pelo lo tenía literalmente pegado a la cabeza por algún poderoso fijador. Era negro azabache y lucía un reflejo que me hizo evocar los destellos lunares que en ciertas noches suele irradiar el Río Hudson. Las cejas eran espesísimas y propensas a ser dibujadas como las de un gato.

Lo realmente impactante era su sonrisa. Tenía una dentadura que podía servir de paradigma en cualquier Facultad de Odontología. De un blanco puro como el marfil. Yo trazaría en tinta china y con pincel sólo su contorno sin indicar los dientes, de modo que pareciese una mariposa con las níveas alas desplegadas. Los cachetes ostentaban dos marcas en torno a su boca, como si hubiesen cicatrizado de tanto sonreír.

Volvió Duke con su orquesta de diez músicos y finalizó el intervalo.

Se apoderó otra vez del micrófono, y después de decir algunas bromas respecto a su orquesta, invitó al atildado y sonriente individuo a pasar a la pista presentándolo como un ídolo del Río de la Plata. Entonces yo no tenía noción de dónde quedaba aquello, salvo que era en alguna parte de Sudamérica. Más tarde, recurriendo a atlas y a mapas me enteré que Montevideo era la capital del Uruguay y Buenos Aires de la Argentina.

El pésimo inglés del sudamericano obligaba a adivinar lo que quería decir. Por mi parte no pude descifrar nada, excepto que hizo un gesto hacia su mesa y subieron los hombres que lo acompañaban con dos guitarras que fueron a buscar al guardarropa. Dio el nombre de ellos, el suyo propio y el del tema (lo único que saqué en limpio fue que él se llamaba Carlos; luego en mi departamento y con la ayuda de Ira conseguí ubicar el título de la canción: “Mi Buenos Aires querido”).

La mágica voz sumergió al club en un éxtasis como jamás había presenciado. Carlos era, además de un insuperable intérprete capaz de inflexiones melódicas conmovedoras, un auténtico actor que dotaba de expresión dramática a su canto. Cuánto sentimiento y cuánta poesía surgían de esa música denominada tango, que lograba deslumbrar a un auditorio que únicamente había ido para divertirse.

Un rotundo aplauso homenajeó el arte de los tres rioplatenses.

De improviso, Carlos sirviéndose del micrófono me exhortó a ir de nuevo al escenario y me hizo sentar al piano. Uno de sus amigos obedeciendo sus instrucciones fue hasta el guardarropa y trajo una partitura que colocó en el atril.

Era mi “Swanee”. Ataqué el tema con fogosidad y empuje. Los guitarristas no se quedaron atrás. Pero la nota asombrosa corrió por cuenta de Carlos: cantó en su particular inglés con un ritmo que daba la sensación de que su voz se introducía en todos los rincones del club, salía a la calle para recorrer unas cuantas cuadras y, por último, retornaba con un ímpetu arrollador. Estoy de acuerdo que debo dinero y fama a la versión de Al, pero la de Carlos fue substancialmente superior.

El público, más que aplausos, emitía alaridos. A una indicación de Carlos, el guitarrista puso otra partitura. Los esfuerzos por comprender a Carlos me facilitaron la memorización del nuevo tema: “Volver”, un tango.

Empecé a ejecutarlo siguiendo estrictamente el texto musical, pero mi temperamento pudo más y le añadí algo del estilo stride. Carlos mechó su canto en español con palabras en inglés. Yo me envalentoné y me puse a vocalizar en scat. El público batía palmas y estaba dispuesto a invadir la pista para bailar. En eso apareció Johnny con más swing que nunca y nos envolvió con su fraseo pródigo y ondulante. Cuando se sumergió en un extenso glissando, su riqueza sonora probó que estaba habitado por un ángel.

Abandoné el piano, corrí hasta la mesa de los sudamericanos y casi forcé a una de las chicas a salir a bailar.

Era la más hermosa y sugestiva. Con el sombrero aplastado y confundiéndose con su flequillo, parecía una encarnación aggiornada de Cleopatra. Yo nunca había bailado tango, pero tenía bien presente los aureolados movimientos que acometía Rudy en sus películas, así que la sostuve de la cintura y ella hizo un doblez que le permitió tocar el suelo con las manos. El público celebró mi danza y varias parejas ya se disponían a irrumpir en la pista, cuando Carlos las detuvo para iniciar con otra chica un baile a la sudamericana, ese estilo tan peculiar que vuelve epiléptico el cuerpo de la cintura para abajo.

Al final la concurrencia no aguantó más y se lanzó a bailar. Por supuesto a mi manera, es decir según las pautas de Rudy.

Agotados, Carlos y yo dejamos el escenario y nos dirigimos a su mesa, a la que se habían acoplado las de alrededor.

Lo que sobrevino fue una catarata de carcajadas y de champán. Porque Carlos era una máquina de pedir botellas. Y me olvidé de la sesión gimnástica del día siguiente. Antes de caer desmayado por el alcohol, no desperdicié la oportunidad de proponerle lo que se había ido formando en mi mente desde que lo escuché cantar.

Quería viajar al Río de la Plata para conocer Buenos Aires y Montevideo. Allí me nutriría de sus costumbres y de su música. Y compondría una obertura, o una rapsodia, o un concierto para piano y orquesta. O mejor una ópera, con letra de algún amigo de Carlos para que éste asumiera el papel principal.

Carlos estuvo de acuerdo, y afirmó con vehemencia que había que unir las músicas de los distintos pueblos en una sola. O sea: jazz, guajira, rumba, zamba, tango, flamenco, etcétera, todo junto.

Nos comprometimos a continuar en contacto para materializar el proyecto. Y perdí el conocimiento.

Después lamentablemente sólo me comuniqué con Carlos a través del teléfono. Sin embargo, nos manteníamos firmes en nuestra meta. Pronto tuve que trasladarme a Folly Beach para terminar Porgy and Bess.

Luego ocurrió la desgarrante e inesperada muerte de Carlos en un accidente de aviación. Como tributo a su genialidad, formulé la promesa de llevar a cabo nuestro propósito de fusionar todos los géneros musicales.

Y ahora en Hollywood, cuando estoy gozando del mayor de los sucesos y haciendo planes para viajar al Río de la Plata, me vienen las amnesias, los dolores de cabeza y los desvanecimientos. Se trata de un tumor.

Pero después de evocar la calidez y humanidad que escuché esa noche a través de Carlos, de Duke y de sus muchachos, no hay duda de que tanto los músicos de aquí como los de allá no me necesitan y no tardarán mucho tiempo en concretar nuestras ideas en sonidos.

[1] Recibió Mención de Honor en el Concurso Internacional de Ficción sobre Carlos Gardel, Montevideo, Uruguay, 1996.

Germán Cáceres
De "Por amor al crimen" - Coda

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