Pasajeros en tránsito
Germán Cáceres

Redactaré un informe, es la única manera de organizar los sentimientos que me rebasan. No espero que sea leído porque ni siquiera puedo escribirlo; sólo intento tranquilizar mi ánimo, lograr un orden interior.

Dejaré de andar con rodeos e iré al grano, por nada del mundo quiero ser misterioso. Me remontaré a un año atrás, es suficiente, no tiene sentido hablar de mi noviazgo con Perla (fue rápido y hermoso: nos casamos enseguida).

Perla es eficiente y exitosa, va tres veces por semana al gimnasio, se cuida en las comidas y empilcha de primera. Está siempre impecable, nunca se la ve cansada aunque no para un minuto y corre a mil por hora.

Tiene una empresa de soft enlatado que brinda servicios a contadores y a abogados. Maneja un capacitado equipo de analistas de sistemas, y últimamente está informatizando la clínica privada más importante de la Capital.

No le voy en zaga en desarrollo profesional, ostento valiosos aciertos imponiendo marcas y productos, así como negociando franchisings. Mi consultora de marketing cuenta con excelentes asesores multidisciplinarios, y no ceso de captar clientes de fuste. Gano tanto o más que Perla: nuestra caja de seguridad desborda de dólares y contamos con una pequeña fortuna en títulos y acciones.

Mi  vida era casi perfecta. Casi porque estábamos por cumplir el segundo año de casados y no teníamos chicos. No le encontrábamos la vuelta al problema. Si Perla quedaba embarazada, frenaría su empresa justo en el momento en que se expandía. Era un pecado.

Habíamos pensado en un batallón de niñeras y mucamas para aliviarle el trabajo, pero aun así su negocio recibiría un golpe fatal. Yo también estaba sobre exigido por la profesión, y pese a que las demandas que tiene un padre son menores que las de la madre, a mí ya no me quedaban energías para un esfuerzo adicional.

Regresaba de trabajar en medio de estas reflexiones, cuando, al cruzar la placita que está a dos cuadras de casa, y mientras atravesaba el trecho sombrío que aparece entre los dos faroles sin luz, surgió un hombre de mediana edad. Su mirada era fría, acerada, y los ínfimos pelos que exhibía en la cabeza le otorgaban un aire ridículo. Pensé que iba a decirme algo; en cambio, sacó una pistola y me disparó en la frente.

Fue inesperado. ¿Por qué me había matado? No tenía enemigos y el tipo se fue sin robarme.

Me dio mucha bronca, se había tronchado una vida promisoria.

Observé mi velatorio, mi entierro, los llantos de Perla. Yo veía a los demás, pero ellos no a mí, y tampoco percibían mis ruidos. Me había convertido en un ente inmaterial.

Después de muerto uno se entera de su condición recién cuando un colega se lo explica. Hay una especie de sobrevida que dura nueve meses. Esto ya lo había anunciado José Saramago en una novela cuyo título no recuerdo, y que no terminé de leer por falta de tiempo. El escritor la pegó de carambola, o tal vez se lo comentó algún espíritu, aunque nuestra capacidad de comunicación con lo vivos es limitada.

Soy un fantasma, como cualquier ser humano al fallecer. Nuestra razón de ser la desconozco, pero jamás quisimos asustar a los pobres terrícolas. El miedo que provocamos quizás se origine al exacerbar el infinito terror que sienten los seres humanos ante su próxima desaparición. Porque este ensayo de muerte, este tránsito fugaz por la ultratumba, en vez de fortalecernos nos acobarda; tememos la nada más que cuando estábamos vivos.

Ciego de rabia y rencor, quise averiguar la causa de mi asesinato. Habituado a recurrir en mi consultora al profesional idóneo, juzgué que sería oportuno apelar a un detective privado.

No fue fácil hallarlo. Escasean los fantasmas, es una simple cuestión aritmética. Si sólo vivimos –es una forma de decir– nueve meses, si en la tierra aumentó la longevidad y hay más nacimientos que muertes, es lógico que nuestra población sea exigua.

El detective había sido al morir un cincuentón bajo, excedido de peso y con un físico que delataba que su paso por el planeta no fue gratificante. Se llamaba Patricio, y después que le expuse el caso opinó que había que comenzar siguiendo a Perla.

Me pareció un grave error, fruto de una típica deformación profesional, pero acostumbrado a hacerme valorar como consultor –respeto que reclamaba para mi gente– no osé cuestionarlo, aunque me contenía por espetarle que lo único que había hecho en su vida anterior eran seguimientos, y de allí no salía.

Nos convertimos en los perros falderos de Perla. Los escritores policiales aluden al aburrimiento soporífero de esta desagradable tarea, pero para no cansar al lector resumen el procedimiento en unas líneas o a lo sumo en varias páginas. Nosotros, por el contrario, consumimos horas y horas viendo cómo mi esposa elaboraba programas de computación, tomaba datos en la clínica privada, concurría a las clases de gimnasia, almorzaba apurada en un autoservicio y cenaba en casa mirando televisión.

Estas esperas me angustiaban. Si en la tierra la brevedad de la vida nos impele a correr ansiosos para aprovecharla, la efímera existencia ectoplasmática nos colma de zozobra. No queremos perder ni un minuto, continuamente nos reprochamos haber malgastado el tiempo.

De improviso, Perla quebró su rutina y se dirigió a un barrio por el que nunca había transitado hasta ahora. Y entró en un hotel.

En el penumbroso hall la aguardaba un hombre mayor que yo. Lo reconocí: era Gerardo, el dueño de la clínica.

No fui a la habitación. Hubiese sido demasiado masoca, hasta morboso verlos en la cama. El revés era durísimo; me sentía humillado, un estúpido que pensaba tener un hijo mientras la esposa le metía los cuernos. Y lo peor era la impotencia de no poder actuar. Si estuviera vivo podría separarme, buscar otra clase de mujer, iniciar una nueva vida, romperle la cara a ambos.

Patricio –ajeno a mis emociones– se limitó a aconsejar que observáramos a Gerardo.

Más allá de mis celos, Gerardo era un tipo apuesto que rondaría los cuarenta. El también atendía su físico: nadaba quinientos metros en pileta cuatro veces por semana. Vestía cuidando el detalle, se notaba que sus trajes eran hechos a medida.

Conocí a su esposa Flavia: era una señora atractiva y elegante, que le llevaba unos años a Perla. Ellos tampoco tenían hijos.

Vigilar a Flavia fue más entretenido. Ella asistía a seminarios culturales (de pintura impresionista, de música barroca y otros por el estilo) y estudiaba francés. Asimismo, se castigaba con gimnasia en aparatos.

Una tarde Flavia hojeaba un libro de escultura renacentista en su departamento. Se hallaba sentada en un sillón en L que se extendía a lo largo de dos paredes contiguas. Los almohadones eran amarillos, así como la pintura de la sala. Un cuadro no figurativo con vigorosas texturas de bermellón y otro con brazos de azul cobalto contrastaban con la claridad del ambiente. De pronto, se oyó el portero eléctrico. Flavia atendió y luego esperó cerca de la puerta que el visitante llegara y tocase el timbre.

Flavia abrió e irrumpió el tipo de mirada de hielo, el mismo que en la placita me mandó a este otro mundo.

No pudimos hacer nada: el criminal sacó la pistola y le disparó un tiro entre los ojos.

La sorpresa nos inmovilizó. Cuando salimos detrás del asesino, éste nos había sacado suficiente distancia como para entrar en su automóvil y arrancar a toda velocidad.

No cabían dudas, se trataba de un sicario enviado por Perla y Gerardo. Comprobé que yo había sido un tarado al enamorarme de una delincuente creyendo que era una mujer buena.

Aunque Gerardo y Perla se gustasen, esto lo hicieron por plata. Con una separación Perla hubiera perdido la mitad del auto, del country, del departamento y –lo principal– la mitad de lo que teníamos guardado en la caja de seguridad. La clínica de Gerardo era una mina de oro y el arreglo con Flavia le hubiese resultado demasiado caro.

Fuimos a esperar a Flavia al cementerio, donde nacemos a esta segunda vida. Me presenté e intenté explicarle la situación, pero ella me conocía. Lo supo todo desde el principio.

 ¿Por qué había tolerado esa infamia...? Por las razones de siempre. Confiaba que el asunto con Perla fuese algo pasajero y que pronto se le pasaría. Todo fue por no haberle dado un hijo; si hubiera logrado quedar embarazada a través de un tratamiento, estaba segura de que Gerardo se hubiese olvidado de Perla. Además, había mucho dinero de por medio como para separarse a tontas y a locas.

Se había equivocado grueso y deseaba vengarse. No aceptaba la resignación, y se le ocurrió un plan.

Debo aclarar que esta experiencia de espíritu no es atormentada como la mía o la de Flavia. Yo tuve la mala suerte de ser asesinado en plena juventud con el agravante de constatar que mi supuesta dicha terrestre había sido falsa. Los demás fantasmas, por ejemplo Patricio, la pasan bárbaro.

La sal reside en el sexo. No lo practicamos entre nosotros, sino con los vivos (otra prueba irrefutable de que el erotismo es esencialmente carnal). Sin que los terrícolas se den cuenta, podemos toquetearlos a nuestro antojo. Así Patricio tiene debilidad por las bellas modelos, y se muestra insaciable. Para él, los nueve meses de regalo son el anhelado paraíso, y no pide más: si esta etapa es el final definitivo, paciencia.

Los orgasmos espectrales explicarían los súbitos accesos libidinosos que nos suelen acometer en la Tierra. Durante las cópulas los espíritus emiten energía que se impregna en las zonas erógenas de los humanos, que se enardecen sin ningún motivo aparente.

Hasta ahora fue la mujer la que más sufrió las consecuencias de la represión sexual, por eso cuando se convierte en duende se descontrola y no pierde oportunidad, de allí que sean los hombres quienes experimentan más frecuentemente estas excitaciones.

Flavia y Patricio continuaron espiando las andanzas de Gerardo y Perla (yo no podía, me sentía ultrajado). Evidentemente, la policía no investigaba ya que era obvio vincular esas dos trágicas muertes; sin embargo, no resultaba tan sencillo descubrirlos, pues nadie imaginaría que frecuentaban hoteles de pésima categoría, cercanos a las estaciones de ferrocarril.

El tiempo se deslizaba implacable. Y la ansiedad aumentaba: apenas me quedaban dos meses de vagabundeo ectoplasmático. El horror que se puede padecer por el desenlace irrevocable se acrecienta al saber con certeza el momento en que sucederá. En la aventura terrestre uno tiene conciencia que va a morir, pero desconoce cuándo y cómo. El fantasma tiene noticia del día, hora, minuto y segundo del categórico borrón.

Patricio trajo la novedad. En la habitación del hotel escuchó la conversación de Perla y Gerardo sobre su presentación en sociedad como pareja: irían juntos a la fiesta de casamiento de la hija del jefe de Traumatología de la clínica.

La recepción tuvo lugar en un cálido salón con paredes revestidas de madera. Primero se sirvieron canapés y saladitos con whisky, tragos largos y gaseosas. Luego se pasó a un restaurante con pista de baile. Entre plato y plato se disponía de un paréntesis para que la gente bailara.

Las mujeres exageraban con las pilchas: aunque no era una fiesta de categoría, no faltaron los vestidos de largo.

La bronca me impidió fijarme en Perla. Igual mi atención la devoró una pelirroja de cabello recogido, del que se escapaban dos mechones que le cubrían las orejas y otro que le acariciaba un ojo. El fulgor felino de su mirada era acompañado por dos cejas pobladas. Más abajo, se erigían la nariz perfecta, algo aniñada, y los labios gruesos que potenciaban su voluptuosidad.

Su vestido negro era prácticamente un body, y el escote insinuaba una tersa piel nívea y unos senos erguidos y prometedores. Rojas medias de redes adornaban sus piernas. Era un monumento a la hembra.

Gerardo la vio y acusó el impacto; fue la señal para que Flavia aplicara su plan. Se refregó con su ex esposo en forma asquerosa, como una ninfómana fuera de control. Era un espectáculo: lástima no poder filmarlos.

El perturbado Gerardo –perdido su sentido de la realidad– invitó a la pelirroja a bailar; entonces llegó mi turno para restregarme gustosamente con ella.

Ambos se lanzaron a la pista apretadísimos. Los invitados interrumpieron el baile para contemplar el escándalo. Por último, Gerardo se la llevó. De continuar lo hubieran concretado allí mismo.

Ahora sí reparé en Perla. Estaba reventada, había sufrido una de esas derrotas conclusivas, que no admiten recuperación. Sus ojos relampagueaban de odio.

Al otro día nos trasladamos a la clínica, y aconteció lo previsto. El personal observaba atónito a Perla que gritaba como poseída por un rito satánico a la par que rompía instrumentos (llegó a tirar un teclado por la ventana). Gerardo intentó detenerla y ella lo trompeó. No tardaron en endilgarse sus engaños y adulterios.

Me retiré: no aguantaba tanta degradación. Era una fija que los asesinatos saldrían a relucir, pero me tenía sin cuidado. Les habíamos malogrado el arreglo y con eso bastaba.

Mi amistad con Flavia se intensificó al esfumarse Patricio. Los espíritus no mueren como los humanos. En la tierra queda el cadáver como constancia de que alguien existió y se alojó en el cuerpo sin vida. Patricio no dejó rastro de su paso por la espiritualidad: se desvaneció como un fundido cinemato-gráfico.

A mí me resta un mes de sobrevida y a Flavia cuatro. Nuestro ánimo se recuperó: no nos solazamos con los atributos sexuales de los terrícolas, pero percibimos el futuro con optimismo. Pensamos que en la tercera etapa debe estar el auténtico edén, no en este episodio fugaz de fantasmas. Claro que los sinsabores padecidos nos obligan a vislumbrar el paraíso con realismo: seguro que se vincula con lo terrestre. A pesar del dolor y de la fiebre que impera en este maldito planeta, es la única vía que tenemos los ex humanos para conectarnos con la felicidad.

Germán Cáceres
De "Por amor al crimen" - Apariciones

Ir a índice de América

Ir a índice de  Cáceres, Germán

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio