Memoria práctica
Germán Cáceres

Juro que me había olvidado por completo del asunto, como si nunca hubiera ocurrido.

Lo rescaté de las tinieblas leyendo el diario: la noticia era breve, sólo informaba que él acababa de arribar a Buenos Aires.

Como ya había transcurrido un tiempo prudencial, creí oportuno analizar el episodio con cierta distancia y objetividad.

Curiosamente, me costó determinar en qué circunstancias había nacido nuestra particular amistad. Y recordé que fue César, un periodista, el que nos presentó, aunque tal vez no haya sido lo que se dice una presentación.

César me invitó a tomar un café, y me dijo que un amigo había estudiado cine y filmado varios cortos en la Argentina. Pero, aprovechando su juventud y su soltería, y jugándose el todo por el todo, estaba probando suerte como realizador en Hollywood.

No parece real, pero el hecho es que ya había logrado rodar tres largometrajes de bajo presupuesto (o clase B, como se dice técnicamente). Y siguió con más datos: no vivía en Los Angeles, sino cerca, en San Diego, y se hallaba suscripto a un diario de Buenos Aires por el que se enteraba de las novedades cinematográficas.

Si bien podía decirse que estaba haciendo carrera, no deseaba desvincularse demasiado del país, porque aunque se radicara en los Estados Unidos, no le vendría mal filmar alguna película en la Argentina. Por eso necesitaba comunicarse con alguien que le brindase mayor información sobre lo que pasaba en nuestro cine.

De allí que yo, como cronista cinematográfico, era la persona ideal para enviarle en forma periódica recortes de diarios y de revistas especializadas.

Acepté entusiasmado. Mantener correspondencia con alguien que está filmando en Hollywood es estimulante: despierta en cualquier cineasta, más allá de sus preferencias estéticas, un sinnúmero de fantasías y de ensoñaciones.

En el archivo del matutino donde colaboro descubrí un reportaje que le había efectuado un vespertino en una de sus visitas a Buenos Aires. En una foto tomada de espaldas mientras daba instrucciones a los actores se notaba que era un hombre joven, pero no se veía su cara.

Es insólito que a pesar de habernos carteado por más de un año, no conozcamos nuestros rasgos. Él jamás me envió su fotografía, y yo tampoco la mía.

En la primera carta le mandé los recortes del mes y le decía que tenía encajonados numerosos plots y el guión de un largometraje.

La respuesta fue entusiasta. Me comentó los estrenos que había visto y me propuso que yo hiciera igual, sobre todo si eran filmes europeos, ya que allá llegaban pocos.

Me molestó que no mencionara nada acerca de los plots o del guión. Tal vez ver tanto cine me ha transformado en un ingenuo fabulador que sueña con saltar de cronista a director, como lo concretaron nada menos que Truffaut, Chabrol y Rohmer.

Nuestro correo prosiguió con esta tónica. Y no perdí la oportunidad de acompañarle copia de mi guión.

Pero ni se dignó a comentarme que lo tenía en su poder. Yo no me impacientaba: ya llegaría el momento preciso en que le reclamaría su opinión y le preguntaría si existía alguna posibilidad de filmarlo.

En una de sus cartas me contó cómo había logrado conseguir apoyo económico para sus películas. Ahorraba costos rodándolas en San Diego y sus alrededores, y les proponía a los comerciantes de la zona meter chivos de sus negocios a cambio de una suma de dólares. Y así, reuniendo en cada realización a varios interesados, pudo financiar su breve filmografía.

De pronto, un episodio cambió el ritmo de las cartas y el sentido de nuestra relación.

Una de sus películas había sido grabada en video y podía conseguirse en Buenos Aires. Me dio el título y el seudónimo que había adoptado para que se atribuyera la dirección a un norteamericano y tuviese así mejores posibilidades de comercialización.   

Fui escéptico: me imaginé recorriendo todos los video clubes de la ciudad para finalmente comunicarle que pese a mis esfuerzos no lo había encontrado. Sin embargo, oh sorpresa, en el primero que concurrí lo tenían.

¡Cómo cambia uno cuando ve algo de un amigo! Pensar que a veces me di el lujo de sostener que Woody Allen se repite demasiado y que me tiene cansado con sus personajes de cotillón que claman sus neuras viajando a Venecia o a París. De paso, juzgué decepcionante La edad de la inocencia y vaticiné que Martin Scorsese ya no tenía nada que decir.

Analicé su filme con sumo respeto y benevolente consideración. Claro, no se trataba de un diletante que sólo había visto cientos de películas, o sea del típico bla, bla: ¡él filmaba! Había convocado financistas, sabía manejar una cámara y sus películas se proyectaban en salas cinematográficas.

Las primeras escenas presentaban a una pareja joven al frente de un automóvil descapotable. Mantenían una extensa conversación cargada de referencias a fracasos laborales y a desengaños sentimentales de todo tipo. La verdad es que tanto el muchacho como la chica soportaban sobre sus hombros una flor de neurosis. Más que por los subtítulos en castellano me guié por el inglés de los actores. Al traducirlos se había redactado lo que decían; en cambio, ellos hablaban un inglés espontáneo, muy coloquial. Parecía que mi amigo utilizaba un método similar al de Alejandro Agresti: les daba una idea a los intérpretes y dejaba que improvisaran los diálogos. Además, puso ingenio para enfocar desde distintos ángulos a los protagonistas y al automóvil que avanzaba por una carretera hacia San Diego, de modo que la situación no fuera tediosa. El único reparo era que resultaba inconvincente que los personajes quisieran abandonar California para radicarse en París; creo que es al revés: como señala el filme de Tavernier La carnada, son los lúmpenes parisinos los que divagan con irse a vivir a los Estados Unidos.

Asombraba que la realización obtuviese un clima de opresión y angustia en un ámbito de espacios abiertos como es una carretera rodeada de paisajes. De escribir en una revista sofisticada destinada a cinéfilos, me hubiese lucido sosteniendo que se trata de un magnífico huis clos agorafobo.

De repente, y demostrando que mi amigo se ceñía a las recetas de los guionistas hollywoodenses, se produce un plot point, es decir un giro argumental que concita la atención del espectador.

Los protagonistas comienzan a transitar un poblado –casi seguro de las afueras de San Diego–. No hay más diálogos: sólo una cámara subjetiva que provee el punto de vista de la pareja. Y panorámicas que refieren su caminar parsimonioso. “¿Qué estarán haciendo ahora?” –me pregunté–. “¿Qué miran con tanta atención?”

El estilo se ha vuelto conductista, como si estuviera basado en un guión de Chandler o de Hammett.

Y de nuevo los personajes conversan almorzando en un fast food. Y nos enteramos que están preparando un robo, y así resulta lógico que quieran desaparecer de los Estados Uni-dos y establecerse en París.

Pero lo que menos imaginamos es que el blanco elegido sea ese lugar de comidas rápidas. Y el muchacho se para en una mesa y amenaza a los parroquianos con un revólver mientras la chica se dirige a la caja.

Es imposible no asociar la escena con el asalto que despliega Quentin Tarantino en Tiempos violentos. Las dos películas son de 1994: entiendo que nadie se copió. La solvencia de Tarantino no necesita recurrir a las ideas de un principiante talentoso, y mi amigo posee suficiente muñeca como para no imitar a la mayor revelación de los últimos años.

Luego, salen del local y huyen en el auto. Al parecer por el tamaño de la bolsa que lleva la chica, en la caja había mucho dinero.

Lo que sigue es más convencional. Atrás los acosan dos patrulleros y se entabla un tiroteo. Hay excelentes travellings, pero si uno vio Thelma & Louise, de Ridley Scott, no lo va a maravillar esta persecución. El filme de mi amigo es de escasos recursos, no puede apelar a efectos especiales ni a proezas visuales. La diligencia, de John Ford, un clásico que goza de buena salud y lozanía, es su modelo.

Luego, los patrulleros vuelcan y los protagonistas logran escapar de la policía.

Al rato detienen el coche, y mientras cuentan el dinero se produce el segundo y último plot point del filme.

El muchacho empuña el revólver, mata a la chica y la arroja afuera del auto.

Sucesivas imágenes lo muestran mientras sube al avión y, al final, sentado en una cafetería de París vestido de elegante sport.

Mi carta fue apasionada: el filme era valioso. Su único propósito había sido entretener, pero fue esa humildad la que le permitió concretar una obra de calidad. Ése y no otro fue el objetivo del gran maestro Alfred Hitchcock.

Esperé la respuesta con una ansiedad enfermiza. Estaba orgulloso de cartearme con un tipo tan inteligente.

Si alguna vez él volvía a Buenos Aires, ¡qué panzada de cine nos íbamos a dar! Por lo menos veríamos películas desde las dos de la tarde hasta la una de la madrugada. Después nos iríamos a comer a algún boliche y discutiríamos sobre tal o cual realizador. ¡Qué fiesta maravillosa!

Contra todo lo esperado, la contestación fue desalentadora. No sé, posiblemente haya que hablar de azar o de una extraña coincidencia.

Mi amigo fue poco claro al empezar la carta. Antes se había caracterizado por su capacidad de síntesis y su lenguaje directo. Esta vez necesitó muchos rodeos para explicarse.

La película que yo había visto no era la suya. Tenía idéntico título y el nombre del director era el mismo que el de su seudónimo. Pero eran distintos filmes.

Él trataría por todos los medios de localizar la película que yo le relaté, y me encomendaba que yo ubicara en Buenos Aires la suya. Y me hizo una pequeña sinopsis del argumento.

Una joven profesora de un colegio bilingüe porteño recibe una beca para perfeccionar inglés durante dos meses en una universidad de Phoenix, en Arizona, donde se instala. Allí los fines de semana suele recorrer los hermosos paisajes que la rodean. De paso, practica leyendo novelas de escritores norteamericanos sentada a la sombra de un árbol.

En una de esas lecturas conoce a un pintor de estilo realista y que expone en salas de la universidad. La profesora le cuenta que es casada y que tiene tres hijos en edad escolar. El pintor es mayor que ella, y sus dos hijos varones ya se han independizado: uno está viviendo en Hartford y el otro en Dover. La esposa sufre de tremendas depresiones y a veces se pasa largas temporadas sin levantarse de la cama.

Se enamoran y viven un amor turbulento. Esta pasión es mal vista en la comunidad universitaria.

Finaliza la beca y la joven debe volver a Buenos Aires. Entonces le habla al pintor –que está dispuesto a irse con ella a la Argentina– con suma crudeza. A sus hijos los dañaría una separación. Además, ella quiere a su marido, que es un hombre muy bueno. Y recomienda al pintor que en lugar de quejarse desconsoladamente, saque partido de esta aventura y se busque una nueva pareja en los Estados Unidos.

La película concluye con una imagen de la profesora subiendo al avión e, inmediatamente, una toma del pintor delante de una tela y con los ojos humedecidos.

Por más que lo rastreé no encontré el video de este filme. Mi amigo tampoco pudo hallar en San Diego el que yo vi.

Continué con los envíos mensuales de las fotocopias de los recortes y con los comentarios sobre las películas que más me interesaban. Pero él dejó de escribirme.

Hasta que una carta vino de vuelta porque el destinatario ya no vivía más en esa dirección.

Ya que  había resuelto no comunicarme su nuevo domicilio, consideré que no me correspondía averiguarlo.

Era el fin de la relación. Mil veces me atormenté preguntándome qué le habría pasado...

¿Se habrá perturbado porque un tipo con el nombre y apellidos por él elegidos filmó una película con el mismo título que la suya? ¿O tal vez se sintió hostigado por un presunto doble?

En realidad, el argumento de su propia película era cursi y trivial: ni un Buñuel podría salvarlo. Quizá percibió la superioridad del filme que yo le asigné y se sintió humillado: jamás lograría un producto comparable. Es factible que lo haya visto en los Estados Unidos y me haya mentido afirmando que no lo había podido ubicar.

Y me olvidé de la cuestión. Es que la memoria suele ser práctica. Ya tenemos bastantes recuerdos frustrantes que nos acompañan toda la vida con un dedo acusador, como queriendo destruir los fugaces momentos de felicidad que a veces nos rozan. Basta de evocaciones inútiles que nada significan y que sólo aportan confusión. Por eso la sabia memoria toma la iniciativa borrando las desilusiones.

Germán Cáceres
De "Por amor al crimen" - Detrás de la cámara

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