El mascarón de proa
Germán Cáceres

Esa tarde me llevé una sorpresa con Ezequiel.

A mí me encantaba visitarlo. Vivía en una casa colonial de San Telmo, en cuyo techo había una veleta que era un primor. Se desplazaba con velocidad respondiendo a cada vaivén del viento y, aunque su diseño era convencional y no presentaba ninguna ornamentación, sus continuos movimientos le otorgaban a la vivienda un aura misterioso, como si estuviera sometida a un sortilegio y fuera habitada por duendes. Sucede que la veleta es en sí una suerte de talismán que convoca el hechizo y la magia.

Yo no tocaba el timbre, sino que golpeaba la ventana que daba a la calle, desde donde veía a Ezequiel inmerso en algún cuadro. Éste me abría y me hacía pasar al pequeño y modesto living donde conversábamos tomando café, o vino, o cerveza, y en ciertas ocasiones whisky.

La amistad se remontaba a la época del secundario, cuando éramos compañeros de división. Curiosamente después a él se le dio por el arte y a mi por ser escribano. Estas distintas profesiones circunscribieron nuestro vínculo a esa visita mensual que yo le hacía. Alguien podría decir que no manteníamos una gran amistad, y tendría razón. Sin embargo, no por ello dejaba de ser valiosa y la defendíamos contra viento y marea: por mi parte entiendo que no existen las grandes cosas, sino las mínimas e imperfectas, a las que debemos entregarnos en cuerpo y alma.

No salíamos con nuestras respectivas parejas, en razón de que yo era casado con tres hijos y Ezequiel se conservaba soltero, pese a que mantenía aventuras aisladas y efímeras cuyos pormenores no me comentaba porque según él carecían de importancia. 

Lamentablemente, mi amigo no había podido superar la pérdida de su novia Paloma, ocurrida hace diez años y en plena adolescencia, cuando un aneurisma le quitó la vida. En aquella ocasión estuvo tres meses internado en una clínica. 

Se podría criticar a Ezequiel por no haber encauzado una nueva relación, pero yo que conocí de cerca ese noviazgo puedo decir que se amaron vísceralmente. Algunos opinan que el amor no existe, que es asunto de novelas y de películas, que lo que sí cuenta es el cariño, la necesidad de estar acompañado; pero yo puedo asegurar que Paloma y Ezequiel se entregaron sin límites el uno al otro.

Y ¿cuál fue la sorpresa de esa tarde? Que Ezequiel había comenzado una serie de cuadros basados en Paloma. Aclaro que su pintura no representativa -yo llamaría así a esas manchas de color sobre las que unas líneas intentan insinuar la forma de una persona u objeto-, no termina de convencerme, pues me cuesta identificar el título de la obra con lo que muestra. Admito que soy un lego, pero él nunca recibió un reconocimiento importante.

Resulta que estas representaciones de Paloma eran más ilustraciones que pinturas: a ella se la veía idéntica a la foto que había emplazado Ezequiel en su dormitorio como si se tratara de un altar. Estos nuevos trabajos me gustaban, era una lástima que mi amigo no sacara más provecho de las notables condiciones que tenía para el dibujo. 

A la sorpresa del cambio de estilo y de la serie elegida, se añadió que no en todos los cuadros reproducía a la Paloma que habíamos conocido, o sea lánguida, de cabellos rubios y de mirada extraviada en la inmensidad. En algunos le otorgaba más años: resultaba difícil reconocerla en esa joven de cabello castaño y de expresión firme y resuelta que imaginaba Ezequiel. Como éste exhibía un rostro adusto y prematuramente arrugado, supuse que deseaba que el porte de su novia armonizara con el suyo.

Por esa tarde fue suficiente, y no volví hasta el otro mes.

En ese interregno no se produjeron novedades acerca de mi persona, salvo los continuos tormentos que me provoca mi tarea de escribano: tengo pánico de rubricar algún contrato o escritura dolosos y verme envuelto en un juicio penal. Además, padezco de un insomnio crónico que supongo es de origen familiar: en síntesis, debo concurrir - además de una vez por semana al analista- cada dos meses al psiquiatra para que me recete ansiolíticos y somníferos.

Cuando regresé a la casa de Ezequiel, como era mi costumbre miré hacia arriba para deleitarme con los oscilaciones de la veleta, pero noté que estaba trabada. Era una tarde nublada que impedía que se la distinguiese con precisión, aunque me pareció que se le habían adherido unos papeles impresos.

Golpeé la ventana, me abrió, nos sentamos en el living y, como oscureció vertiginosamente, se nos antojó tomar whisky. Entonces a mi amigo se le soltó la lengua.

Me confesó, en medio de un patético tartamudeo, que esa imagen de Paloma era la que se le presentaba a él, como si fuera un espectro, en sueños, en el taller, en la calle o viajando en colectivo. Afirmó que sólo él la veía, pues las demás personas no se fijaban en ella; además, había comprobado que su figura no tenía consistencia, era sólo una especie de holograma. Y opinaba que al morir debió desprenderse de su cuerpo un ectoplasma.

Quedé tan perplejo que no le hice ningún comentario, y en la sesión de la semana lo consulté con mi analista -un hombre joven pero formal en exceso-, que me dijo que concurría a su consultorio para tratar mis problemas, no los de Ezequiel. No obstante, me aseguró, cortante, que mi amigo sufría de alucinaciones.

Reaparecí a los quince días. En la visita pasada no había tenido tiempo de comunicarle a Ezequiel que la veleta estaba inmovilizada: ahora se hallaba sepultada por una confusa mezcla de papeles, trapos y piolines.

Fui a golpear la ventana pero casi me desmayo del susto: la Paloma actual posaba frente a mi amigo, que muy ensimismado la estaba pintando.

No entré, y de inmediato, desde mi celular, solicité una sesión especial al analista. Me citó ese mismo día, y le conté que vi a Paloma. Me pidió que le dijera con sinceridad qué cantidad de medicamentos estaba tomando. Le confesé que las pastillas que me suministraba el psiquiatra eran insuficientes para mantenerme tranquilo y poder dormir, de manera que yo ingería el doble. Y el analista opinó que esa dosis desmedida solía provocar delirios, diagnóstico que luego confirmó el psiquiatra. De modo que ambos profesionales me conminaron a reducir las píldoras a la mitad, advertencia que seguí al pie de la letra porque estaba bastante asustado. Además, me aconsejaron que espaciara mis visitas a Ezequiel.

Reaparecí a los dos meses. Era invierno y anochecía temprano, de modo que no pude examinar la veleta.

Me acerqué con temor a la ventana, y me extrañó que el taller estuviese a oscuras. Un mal presentimiento me recorrió todo el cuerpo.

Por primera vez toqué el timbre de esa casa. Y esperé.

A la puerta se asomó en pijama un Ezequiel desmejorado.

En tanto se encaminaba hacia el dormitorio explicándome que se había enfermado de los nervios, reparé que el living estaba sucio y desordenado.

Mi amigo se tiró en una cama completamente deshecha; el dormitorio olía a encierro y humedad.

Entonces Ezequiel me reveló que había presentado en varios salones los cuadros de Paloma, y fueron rechazados en todos. Era la primera vez que le pasaba un hecho semejante. Siempre aceptaron sus trabajos y hasta obtuvieron menciones. Se sentía frustrado como artista: reconocía, amargado, que consagrándose a la pintura había desperdiciado los mejores años de su juventud. Y lo que terminaba de hundirlo en esa depresión sin fondo era que el fantasma de Paloma no volvió a aparecer y él suponía que no lo haría nunca más.

No abundé en comentarios con mi analista, dado que nunca dejaba de señalar que yo era el paciente, aunque sí alcanzó a deslizar que la profunda crisis depresiva de Ezequiel tenía como única causa su frustración artística.

Mi amigo continuó empeorando, pese a contar con asistencia médica y recibir la atención de una sobrina soltera que había ido a cuidarlo. Yo estaba preocupado por su salud y, como mi estabilidad psíquica tambaleaba, volví a duplicar por mi cuenta la dosis de pastillas.

Y ocurrió lo peor: un paro cardíaco se lo llevó.

Después de su entierro, fui a la casa de San Telmo a ayudar a la sobrina a embalar los cuadros que él había decidido donar a una escuela de pintura. Mientras los acomodaba, me hice una composición sobre esta historia, olvidándome de las conjeturas del analista.

Ni yo ni Ezequiel padecimos de visiones: los muertos no están sólo en el cementerio, sino que participan del mundo de los vivos. Por eso se habla del más allá, de los espíritus, de la inmortalidad y de la vida eterna. Su permanencia en nuestra realidad se acentúa cuando una pasión profunda los desborda en el instante de morir, como fue el caso de Paloma.

Además, ¿no se dice convencionalmente que el amor es eterno y puede mover montañas? Pues Paloma y Ezequiel seguirán amándose por los siglos de los siglos. Y estoy seguro que yo mismo veré sus imágenes en cualquier momento.

Al salir tuve una sorpresa maravillosa: era verano y un sol rajante me encegueció cuando miré la veleta. Haciendo un esfuerzo pude corroborar que en ella se había corporizado un bello mascarón de proa del que emergía la desnudez de dos amantes unidos por un beso.

Germán Cáceres

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