Encuentros
Germán Cáceres

Él se tenía que ir porque la represión arreciaba.

Vivió con ella una espléndida noche de amor, como si los temores e incertidumbres potenciaran los sentimientos y la capacidad de entrega.

Él eligió lo más fácil: Madrid. Y allí tampoco fue demasiado original: cirujeó dedicándose a vender bisutería. Curiosamente, descubrió que tenía talento para diseñar pulseras y collares, y se vinculó con una española que conocía a la perfección el funcionamiento de ferias y mercados donde colocar la mercadería. Se asociaron.

Gordita, tirando a baja y carente de seducción, la española era la típica mujer trabajadora y ahorrativa que piensa poco en disfrutar. Pero desbordaba bondad y ternura, y no la pasaron mal.

Ella se quedó en Buenos Aires sabiendo que él no le escribiría por razones de seguridad. Sería por poco tiempo, el régimen no tardaría mucho en caer. Como había que tener cuidado, se alejó de la política. Entonces conoció a otro muchacho, un estudiante universitario cuya única ambición era recibirse lo antes posible y desarrollar una carrera profesional. A esa altura de los hechos, ella pensaba que lo único que podía exigírsele a una persona era que no fuese fascista. De manera que comenzó a salir con el otro muchacho, y conoció los intrascendentes encantos de la vida frívola: iban primero al cine o al teatro, y después a cenar a un buen restaurante.

Él y la española hicieron buen dinero. No llegaron a convertirse en ricos, pero ahorraron bastante.

Y llegó la democracia a la Argentina. Él debía volver, ése había sido su proyecto y quería cumplirlo, como obligado por un juramento de sangre. Además, la militancia era una vocación, y no tenía como objetivo de vida transformarse en un próspero empresario. Sintió mucha culpa por abandonar a la española y, como una forma de alivio, decidió llevarse menos plata de la que le correspondía.

Ella ahora sí recibió carta de él, en la que le anunciaba su vuelta. Entonces le habló al otro muchacho, o mejor dicho le reveló su pensamiento político: la revolución inevitable que lo cambiaría todo, el sentido de la propiedad y de la justicia social. El otro se asustó, pero no tanto por lo que ella le había confesado, sino porque advirtió que había estado saliendo con una desconocida. Y la dejó.

Cuando él llegó a Buenos Aires, siguiendo una especie de corazonada o de difusa premonición, no la llamó de inmediato. Quería antes saber cómo se estaban desarrollando las cosas en la Argentina.

Se desilusionó. Esa democracia pedestre funcionaba en base a politiquería: no había ningún lugar para la militancia. Y resolvió retornar a España.

Ella, dejándose llevar por un vago presentimiento, prefirió mantenerse expectante esperando su llamado, y no preguntó por él mientras estuvo en Buenos Aires. 

En Madrid él no pudo localizar a la española. Le dijeron que andaba por la costa. Se gastó casi todo lo ahorrado tratando de encontrarla, pero no halló ningún rastro de su antigua socia, como si se la hubiera tragado la tierra. Hasta que se dio por vencido, no la buscó más, y resignado se estableció en un Madrid que ya no se interesaba por sus chucherías.

Ella, enterada que él había regresado a España, intentó comunicarse con el otro muchacho. Pero, claro, éste iba demasiado rápido: ya se había recibido y –con la ayuda económica del padre– estaba cursando un Master en los Estados Unidos. Nunca lo volvió a ver.

Germán Cáceres
De "Por amor al crimen" - Súbitamente

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