El derecho a la jubilación
Germán Cáceres

A veces, por caminos inesperados, se presentan oportunidades redonditas, listas para que se las agarre, como un bocado apetitoso. Y no hay que dejarlas escapar.

Siempre busqué un encargo grande y definitivo para poder retirarme. Mi trabajo está lleno de riesgos, y si algo sale mal, chau pellejo.

Esa llamada telefónica fue una bendición. Claro que no sólo se trató de un golpe de fortuna: estaban mis antecedentes personales, mi eficacia, la seriedad y contundencia de mis métodos. Por eso me consultaron.

Me citó un tipo sin darme su nombre a las nueve de la mañana en un bar de Carlos Pellegrini y Tucumán. Aseguró que me reconocería.

El lugar –amplio y grato– estaba casi vacío: transcurría febrero y el verano castigaba fuerte. El hombre era alto, de vigorosa contextura –aunque falto de ejercicio– y exhibía una panza a punto de convertirse en ridícula. Posiblemente le diera al trago. En su pelada se escurrían algunos cabellos a los costados, y vestía un correcto traje gris.

Expuso con claridad la propuesta y acepté. Sólo hablamos de las líneas principales y de mi suculenta retribución. Me avisó que al día siguiente, a las siete de la mañana, un Clío rojo me recogería en la esquina de Leandro Alem y Corrientes. ¡Qué manera de madrugar!

Fueron puntuales. Uno iba al volante y otro en el asiento trasero, y me indicaron que me sentara junto al conductor. Éste pasaba los cuarenta, usaba traje azul rabiosamente planchado, y su rostro era impasible, no delataba sentimientos. Una observación más aguda captaría su mirada implacable y esos labios duros como dos tajos cicatrizados.

El de atrás era joven y lucía llamativo sport –camisa estampada y jeans–, como un símbolo de las nuevas generaciones que trituran a las anteriores. No acusaba rasgos de crueldad, pero sus gestos insolentes parecían señalar que se consideraba un ganador.

Aunque la charla del mocoso me impedía mirar con detenimiento por la ventanilla, comprobé que nos habíamos apartado de Leandro Alem e íbamos por Libertador en dirección a la General Paz. Había escaso tránsito y el auto se desplazaba a considerable velocidad.

Me mostró las fotos. El tipo tendría unos sesenta años y pelo enrulado, no del todo canoso. Era regordete, con leve papada, prominentes mofletes y abultados bigotes. Daba la sensación de ser bonachón, pero algo no me convencía y no sabía qué. Al rato lo descubrí: tenía la facha de un tacaño, de esos que controlan hasta los últimos centavos.

Le pregunté quién era el viejo, pero ignoró mi pedido. Insistí, pero siguió hablando de los pormenores del operativo.

En Olivos tomamos por Corrientes hacia Cabildo. La zona era preciosa, con casas de película y una arboleda magnífica, que transmitía la sensación de estar ingresando al paraíso.

Llegamos. La mansión era digna de un magnate. Las paredes recubiertas de hiedra tenían ocho ventanas y el techo de tejas francesas dos altillos. La rodeaba un parque de pinos, y una escalerita de piedra conducía al porche. En el sendero de grava que se abría a partir de la puerta de hierro forjado de la calle, había un flamante Honda gris acerado. Dos tipos estaban recostados contra el guardabarros delantero de la izquierda.

Salió el gordito tacaño, y los tres se metieron en el auto. El gordito se sentó adelante, al lado del conductor.

El Honda tomó por Corrientes y en Maipú giró hacia la Capital. Luego subió a la General Paz hasta la avenida Lugones. Su andar era bastante prudente teniendo en cuenta que circulaban pocos coches.

Después continuó por Avenida Sarmiento y dobló a la izquierda en Libertador. En la 9 de Julio enfiló para el Obelisco. El gordito y el de atrás se bajaron en Diagonal Norte, por donde se encaminaron.

El mocoso me explicó que a la vuelta hacían el mismo recorrido, pero la hora era imprecisa aunque nunca antes de las seis de la tarde.

Al dejarme en Congreso precisaron que pasarían al otro día a la nueve de la mañana por Alsina y Bolívar.

Me puse a pensar quién sería el gordito. ¿Un poderoso empresario? ¿Un alto ejecutivo? ¿Alguien vinculado al tráfico de drogas? ¿O quizá un político? Nunca lo había visto en los diarios, pero no sería la primera vez que nombraban a un desconocido como ministro, y después no enterábamos que había manejado entre bambalinas un montón de decisiones del gobierno.

El Clío estuvo a la hora convenida. Yo también. Todo fue rápido y concreto. Sólo dimos algunas vueltas con el auto. El mocoso me entregó una carterita con la mitad del dinero; el resto lo recibiría al terminar el trabajo. Luego me dio un estuche y un pequeño recipiente metálico. Repasamos los detalles, entre ellos la fecha: faltaban dos días.

La víspera la dediqué a festejar, como si fuera la última cena de un condenado a muerte. Si fallaba, podía despedirme de este mundo.

Almorcé en mi departamento, y me dormí una rotunda siesta. Me bañé y perfumé para encontrarme con Nancy.

Vivía en un apart hotel, cuyo hall invariablemente estaba repleto de turistas (hacía un mes que la conocía).

Apareció con un deshabillé estilo retro. Había puesto un casete melódico y la habitación estaba en semipenumbra. Más que para crear un toque romántico, la difusa iluminación le servía para ocultar el exceso de peso. Una lástima que no se cuidase (no podía controlar sus desbordes de alcohol), porque era bonita. Me había comentado que las tensiones que sufría la impulsaban a beber.

Nancy poseía el don de la conversación. Su charla enlazaba pausas y gradaciones, como la armonía de esos ríos correntosos con rápidos, remansos y cascadas. No abordaba temas importantes: sólo las críticas y quejas de sus familiares pese a la plata que les pasaba, los quilombos con la policía, el arduo trato con los clientes.

Ella gozaba de verdad, lo que hacía no podía ser puro teatro. Había en sus gemidos de satisfacción infinitos matices. Al principio respondía a mis abrazos con delicados susurros; a medida que recorría con besos su piel de fuego, subían de tono sus jadeos. 

Las manos de Nancy eran tersas como el cutis de un bebé, y las frotaba en mi cuerpo con suavidad, o deslizaba los dedos golpeteándome con la punta de las uñas. Mientras sus piernas me atenazaban la espalda, sacudía el cuerpo como si padeciera de convulsiones. Las ráfagas de placer eran insoportables, y sentía que podía quebrarme la cintura. Y, de pronto, llegaba el momento culminante, tan gratificante como liberador.

Cené en un restaurante de lujo. Era un espacioso patio repleto de espléndidas plantas e iluminado por las velas de las mesas. No me importaba la decoración, sino su comida distinta, si se quiere un poco sofisticada. Pedí de entrada crêpes de langostino, luego trucha con salsas y papas. El postre de la casa consistía en helado recubierto de mousse, crema y almendras. Acompañé el festejo con una botella de vino blanco varietal helado. Esa noche debía ahuyentar el insomnio para estar despejado al otro día, y prefería un buen vino a una pastilla.

Me desperté descansado. Después de una ducha, desayuné liviano con yogur y café doble. Abrí el estuche que me había dado el mocoso y saqué la pistola. Era de origen checo; debía provenir del tráfico de armas internacional. Si la policía la encontraba, jamás podría rastrearla. Me llevé el dinero y lo guardé en mi riñonera. Metí el recipiente y un pedazo de papel madera en los bolsillos del saco.

Tomé un taxi que me llevó a la Plaza Libertad. Busqué un Renault Megane porque mi juego de llaves servía sólo para esa marca. Forcé un color azul metalizado, e intenté ir rápido en dirección a Libertador. Me demoré por culpa de unos obreros que estaban reparando la calle.

Quedé con el tiempo justo. En Libertador marché a la carrera y compensé parte del retraso. Tenía pánico de llegar tarde.

Me ayudó el poco tránsito. Entré por Corrientes. Cuando divisé la casa del tacaño, el Honda recién arrancaba.

Lo seguí dos cuadras.

Apreté el acelerador y me adelanté por la derecha. Una vez que estuve paralelo al otro automóvil, empuñé la pistola y disparé a la sien del tacaño. Una explosión de sangre se desparramó hacia todos lados. Al alejarme pasé el brazo por la ventanilla y baleé los neumáticos delanteros del Honda. Perdí el control de mi coche, que recuperé con un volantazo. En el interín contemplé por los espejos retrovisores del costado y del centro cómo el Honda se desviaba y estrellaba contra un árbol. Ni una película conseguía tal espectacularidad.

Me alejé de Corrientes. Luego por Cabildo me dirigí hacia la Capital. Corría el peligro de que la policía ya me estuviera persiguiendo.

Después de atravesar la avenida Lugones, agarré por Sarmiento y abandoné el auto frente al Zoológico. En Plaza Italia subí a un taxi y me hice conducir al Once.

Bajé y antes de tomar otro taxi entré en una confitería. Me encerré en un cuarto de baño. Coloqué la pistola sobre la tabla del inodoro, y le arrojé el ácido sulfúrico contenido en el recipiente. Envolví el arma chamuscada con papel madera y salí.

Arrojé el paquete en una bolsa de basura medio abierta que aguardaba en la acera el paso del camión recolector.

Mientras viajaba a Ezeiza en taxi, mi cabeza sólo pensaba en estar cuanto antes en el aeropuerto y partir.

En el hall del espigón internacional me estaba esperando el primer tipo, el pelado panzón. Se lo veía tenso y preocupado.

Me facilitó un pasaporte y un pasaje de avión para Ciudad del Cabo, vía Río de Janeiro. No tenía que hacerme problemas: al arribar me identificarían para pagarme el saldo del trabajo. Se fue después de desearme suerte.

Me puse en la fila de los trámites de embarque. Aunque el pelado se había ido hacía rato, esperé a que me tocase el turno para recién abandonar la cola.

Subí las escaleras y entré en la confitería del primer piso. Nancy me aguardaba sentada a una mesa. Se paró para besarme. Vestida con pantalón negro y cinturón ancho disimulaba sus kilos. Tenía puesta una blusa de seda blanca, y apenas se había maquillado. Resultó una grata sorpresa: temía que se apareciera con ropa provocativa y me hiciera pasar vergüenza.

Nancy me mostró nuestros pasajes y pasaportes para Caracas. Nos refugiaríamos en Venezuela, país que conozco bastante bien. Hubiera sido suicida volar a Ciudad del Cabo. Cobrar el saldo resultaba tentador, pero ¿y si habían decidido eliminarme? Yo era un testigo peligrosísimo en caso de que la investigación del atentado llegara a complicarse. No quería disfrutar de una buena jubilación en el cementerio. Total, con la mitad que tenía me alcanzaba para un retiro digno.

Hicimos tiempo consumiendo infinidad de porquerías. También almorzamos y tomamos la merienda.

En el avión mi contención cedió, y los nervios se me cayeron encima. Para calmarme acudí al whisky.

No había caso, el delirio me dominaba. Al promediar el vuelo me di cuenta de que me hubiera convenido tomar un sedante, pero era demasiado tarde: ya me había despachado tres whiskies. Curiosamente, Nancy se mantenía silenciosa, aunque me hacía pata con la bebida.

Cuando aterrizamos en el aeropuerto Simón Bolívar, a pesar de mis esfuerzos no había logrado emborracharme. Reservé el hotel a través de la Oficina de Turismo.

Un taxi nos paseó por autopistas aerodinámicas. Caracas es una ciudad supermoderna que intenta imitar a Los Ángeles.

El taxi tardó casi una hora: tropezamos con muchos congestionamientos de tránsito. Había elegido un hotel céntrico y sencillo, no era cuestión de empezar a gastar el dinero en forma estúpida. Queda cerca de la Plaza Simón Bolívar, la principal de Caracas. A su alrededor se alzan la Casa de Gobierno, el Consejo Deliberante, la Catedral y la Casa Amarilla o Cancillería. A dos cuadras está el Palacio de Justicia.

Era temprano, así que nos tiramos en la cama. El insomnio continuó, pero evité apelar de nuevo al alcohol. Envidiaba a Nancy, que dormía a mi lado como un lirón (a ella sí le había hecho efecto el whisky). Contra todo lo esperado, no roncaba, otro punto a su favor.

Para relajarme resolví fumar e interrumpir mi larga abstinencia de seis meses. Registré la cartera de Nancy y no hallé cigarrillos. Pensé que tal vez no había abierto el cartón que compró en el free shop de Ezeiza; lo encontré en su maletín. Pero el susto me paralizó.

No fue por los cigarrillos, sino por la pistola calibre 6,35, de procedencia checa.

Soy de reacciones rápidas, de otra manera hace años que estaría bajo tierra. Cerré el maletín sin tocar nada. De la cartera de Nancy saqué su pasaporte y el poco dinero que traía. Y me fui del hotel hacia la Plaza Simón Bolívar.

Los muy turros pretendían liquidarme. Seguro que me siguieron hasta lo de Nancy para sonsacarle mis planes y proponerle mi asesinato. ¡Y la yegua aceptó! ¡Quería jubilarse de puta a costa mía!

No me convenía matarla con su propia pistola. ¿Qué ganaba? Tener un lío en Venezuela. Del ajuste de cuentas se encargarían ellos: no le perdonarían haberme dejado escapar. Sin plata y sin pasaporte no podría  huir.

Si me tomaba un avión para otro país, tarde o temprano me localizarían por sus contactos internacionales y el conocimiento en fugas y aguantaderos en el exterior. No les daría el gusto.

Me quedaría en Venezuela –¡jamás se lo imaginarían!–, pero no en Caracas, sino en una ciudad pequeña del interior, como Maracaibo o Barlovento. No me trasladaría en una línea importante de ómnibus; iría caminando o en esas combis que llaman “por puesto”, de modo de perderme en el anonimato.

Deseaba tranquilidad, disfrutar de una vida pachorrienta después de tantos años de estrés, ansiedad y miedo.

Y subí al primer “por puesto” que pasó.

Germán Cáceres
De "Por amor al crimen" - Por amor al crimen

Ir a índice de América

Ir a índice de  Cáceres, Germán

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio