Crimen pasajero
Germán Cáceres

La vio venir corriendo sin ningún motivo, ya que taxis había de sobra: era el primero de una larga cola que ocupaba la cuadra entera.

Se trataba del tipo de chica que le gustaba: unos kilos de más, bien dotada de pechos y esa vitalidad que señalaba sus vehementes ganas de vivir.

Llevaba una remera ajustada y jeans azules, una mochilita colgando de la espalda y una valija de cuero.

–Hasta Paso y Ricchieri, en Ciudadela –ordenó su voz ronca de fumadora.

–¿Vamos por la Autopista? –le preguntó. Estaba muy excedido de peso, pero la grasa se le había amontonado tanto en la cadera como en la abultada papada que convertía su cara en un triángulo.

–Sí, por supuesto.

El hombre conducía pensativo, como si estuviera preocupado por un problema.

–¿Sabés que no ubico las calles? –comentó mirándola por el espejo retrovisor–. Después de bajar en Gaona, ¿hay que doblar a la izquierda o a la derecha?

–A la derecha –explicó la chica lanzando una sonrisa cómplice y a la vez desafiante.

–¿Entonces...? –exclamó el taxista abriendo desmesuradamente los ojos.

–Sí, afirmativo, queda en Fuerte Apache –dijo la chica como sobrándolo.

El taxi estacionó en la calle Lima. El conductor se dio vuelta y con una mirada que exhalaba una inquebrantable resolución gritó:

–¡Yo allí no entro!

La chica frunció el entrecejo mostrando energía.

–No tiene por qué tener miedo. Allá me espera una asistenta social para hacer un reportaje, así que no nos van a tocar.

–No quiero morir asesinado. No sería el primero en entrar en esos monoblocks para no salir nunca más.

–A la asistente social los habitantes de la zona la respetan, es su contacto con el exterior. Están convencidos de que ella quiere ayudarlos.

El hombre seguía serio. Los ojos de la chica emitieron un destello: al parecer había encontrado una solución.

–¿ Y si cuando sale de Fuerte Apache lo acompaña la asistente?

El hombre daba la impresión de haber tomado una decisión.

–Lo máximo que puedo hacer es dejarte a la entrada de Fuerte Apache, justo cuando termina el descampado.

–¡Listo! –respondió la chica no permitiendo que se le escapase esa oportunidad.

El taxi siguió por Lima y luego subió a la Autopista.

–¿Y qué vas a preguntarles a esos villeros?

–Sobre sus graffiti –contestó con entusiasmo–. Esos escritos testimonian sus mitos y también su pertenencia a una tribu social.

–¡Estupideces! –vociferó el hombre con una expresión hostil que remarcaba sus gruesos labios–. Habría que meterlos presos por ensuciar las paredes.

–Sin embargo, el tema debe interesar, sino el diario no me hubiera enviado con la Nikon que llevo en la valija. Quieren un buen material gráfico.

–¡Los diarios y la televisión sólo sirven para tirar basura a la gente!

La chica optó por mantenerse callada. El tipo encendió la radio en una emisora que estaba transmitiendo un tango.

–¡Mirá! ¡Esto sí que vale! –proclamó manejando con la mano derecha mientras lanzaba ademanes aprobatorios con la izquierda–. Es Alberto Castillo y la orquesta de Ricardo Tanturi.

–A mí también me gusta el tango –quiso protestar la chica–. Y voy a proponerle al diario un artículo sobre la década del cuarenta.

–Me alegro.

El paisaje de la ciudad pasaba velozmente por las ventanillas, como si se tratara de una proyección cinematográfica.

Cuando apareció la Autopista del Oeste, el taxista giró hacia la bajada que llevaba a Gaona.

Después de tres tangos más y de atravesar un descampado, el automóvil se detuvo.

–Llegamos –avisó el hombre. Luego agregó–: Son dieciocho pesos más dos del peaje.

La periodista se descolgó la mochila de la espalda, la abrió y sacó una billetera. De improviso, sintió un fuerte dolor de cabeza, como una perforación, y nada más.

El taxista ocultó el revólver en la guantera. Después, agarró la valija con la cámara, quitó el reloj de la muñeca de la chica y –con expresión de asco por lo poco que había– el dinero de la billetera.

Puso el auto en marcha y se metió en una barrio de monoblocks que exhibían sin pudor la ausencia de mantenimiento. Frenó frente a uno de los tantos corredores que conectaban los edificios entre sí al ver que no pasaba nadie.

Descendió del coche, abrió la puerta de atrás y de un solo envión tiró a la periodista en el desolado pasaje. Luego arrancó en dirección a la Capital.

Germán Cáceres
De "Por amor al crimen" - Súbitamente

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