“Somos las nietas de las brujas que no pudieron quemar”:

aborto, brujas, parteras, interseccionalidad y soro/doloridad

en textos ficcionales de autoras latinoamericanas actuales
“WeAre the Granddaughters ofthe Witches that You Couldrít Burri”

: Abortion, Witches, Midwives, Intersectionality, and Sorority/Painity

in Fictional Texts by Current Latín American Authors
Ensayo de Fernanda Bustamante Escalona
Universidad de Alcalá (España)

fernanda.bustamante@uah.es

Temporada de huracanes de Fernanda Melchor  (2017)
incluye personajes de la Bruja

Las voladoras, de Mónica Ojeda (2020)
incluye “Sangre coagulada

Las negras de Yolanda Arroyo Pizarro (2012)
incluye “Matronas”

RESUMEN

En este artículo, presento una lectura vinculada a los cuerpos de mujeres parteras que ejecutan el aborto, centrándome en los personajes de la Bruja, en Temporada de huracanes (2017), de Fernanda Melchor; la abuela en “Sangre coagulada” (2020) de Mónica Ojeda, y Ndizi, la comadrona, en “Matronas” (2012) de Yolanda Arroyo. Todas ellas son mujeres adultas que se enfrentan a la sanción social de ser vistas como pecadoras y delincuentes, de ser criminalizadas, de ser brujas. A partir de los personajes de las brujas-parteras y de las interrupciones voluntarias del embarazo presentes en estas obras, analizaré -sirviéndome de los planteamientos de los feminismos decoloniales-, las dimensiones opresivas de género, clase y raza en las que se enmarcan estos abortos “punitivos”, así como las posibilidades comunitarias y sororas de resistencia y de desafío al poder que conlleva la clandestinidad del aborto.

Palabras clave: brujas; parteras; aborto; interseccionalidad; sororidad; doloridad.

ABSTRACT

I present an approach linked to the bodies of midwives who perform abortions, focusing on the characters of La Bruja, from Temporada de huracanes (2017), by Fernanda Melchor; the grandmother from “Sangre coagulada” (2020), by Mónica Ojeda, and Ndizi, the midwife, from “Matronas” (2012), by Yolanda Arroyo. These characters are adult women who face the social sanction of being seen as sinners and delinquents, criminalized, and witches. Therefore, from the characters of the witches-midwives and the voluntary interruptions of pregnancy present in these texts, I analyze -from a decolonial feminist approach-, the oppressive dimensions of gender, class, and race, in which these “punitive” abortions take place. Taking into account, the possible resistance and challenge to power that the clandestinity of abortion entails, for the community and sisterhood.

Keywords: witches; midwives; abortion; intersectionality; sorority.

Cuerpos y prácticas desobedientes: aborto, brujas y parteras literarias

Silvia Federici, en El Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación primitiva (2004), señala que la caza de brujas fue un instrumento clave para la construcción del patriarcado e implementación del capitalismo, en cuanto que “los cuerpos de las mujeres, su trabajo, sus poderes sexuales y reproductivos, [y sus diferentes conocimientos] fueron colocados bajo el control del Estado y transformados en recursos económicos” (237). Así, la caza de brujas -que fue la caza de mujeres desobedientes: curanderas, parteras, adivinas, hechiceras; mujeres que disfrutaban de su sexualidad fuera de los límites del matrimonio y sin el objetivo de la procreación, rechazando la maternidad, etc.- buscó domesticar a las mujeres y negarles el control sobre su propio cuerpo, recluirlas al hogar y labores domésticas, confinarlas al trabajo reproductivo, y con ello excluirlas del trabajo asalariado y la esfera pública, es decir, despolitizarlas y minar su poder colectivo. Esta devaluación de la posición social de la mujer contribuyó a la afirmación de la supremacía masculina: “la caza de brujas fue, por lo tanto, una guerra contra las mujeres; fue un intento coordinado de degradarlas, demonizarlas y destruir su poder social” (259).

Por su parte, Marcela Lagarde, en Los cautiverios de las mujeres. Madresposas, monjas, putas, presas y locas (2005), plantea que en la cultura patriarcal la bruja ha venido a encarnar simbólica y míticamente a la mala mujer, entre otras cosas, porque “posee un saber propio que le da poder” (731) y las mujeres, precisamente, “tienen prohibidos el poder y el saber” (730). De ahí que las brujas sean identificadas como mujeres poderosas que hacen el mal, y que la maldad femenina, que les es propia, se encarne “en el erotismo, la sabiduría y en la alianza de mujeres, aplicadas a desarrollar nuevos conocimientos y a movilizar poderes para modificar el mundo” (732).

Hoy en día observamos cómo los actuales movimientos feministas, a partir de estas ideas, se han reapropiado de la bruja, enfatizando la dimensión política de esta figura, la cual, como mujer perseguida y asesinada por rebelarse contra el modelo patriarcal, capitalista y moral-religioso, es decir, como mujer que opera al margen de la norma, funciona como un cuerpo disruptivo ante el patriarcado y otros sistemas de dominación. De ahí la frase con la que titulo este texto -“Somos las nietas de las brujas que no pudieron matar”-, la cual ha destacado en las pancartas de las marchas del 8M y 25N de los últimos años de la marea violeta/morada, posicionando a la bruja como emblema de la lucha feminista[1].

En la reivindicación de este cuerpo femenino, las escritoras latinoamericanas actuales, desde diferentes aristas y propuestas estéticas, no han dudado en darle espacio en sus escritos a personajes que, en sus caracterizaciones y prácticas, remiten a referentes propios de las brujas y el entorno de la brujería, para, a partir de ellos, articular una crítica al machismo, heterosexismo, violencias de género, capitalismo y colonialismo[2]. Dentro de este entramado de “figuras incómodas para el poder como las adivinas, brujas, videntes, médiums y curanderas” (Reyes s/p), que dan cuenta de la “vitalidad contemporánea de este personaje” (Llurba 125), nos encontramos, a modo metafórico, con el aquelarre de mujeres ardientes que luchan contra el feminicidio en el relato “Las cosas que perdimos en el fuego” del libro homónimo (2016) de Mariana Enriquez (Argentina, 1973), y, más concretamente, con las mujeres de las tres generaciones del clan familiar, que practican brujería y tienen poderes ocultos, de su novela Nuestra parte de noche (2019), entre otros textos de la autora.

En esta misma línea de mujeres que hacen magia, o tienen poderes curativos y una particular relación con la naturaleza, se encuentran la curandera de Distancia de rescate (2014), de Samanta Schweblin (Argentina, 1978); la santera, Esther Escudero, de La mucama de Omicunlé (2015), de Rita Indiana (República Dominicana, 1977); el personaje de Oralia, de Restauración (2019), de Ave Barrera (México, 1980); la joven vidente de Cometierra (2019), de Dolores Reyes (Argentina, 1978); la mujer del fuego y hogueras, Siomara, de No es un río (2020), de Selva Almada (Argentina, 1973); la curandera Feliciana, de Brujas (2021), de Brenda Lozano (México, 1981); la mujer del saco de “La historia incómoda que nos contó Olivia en el día de su cumpleaños”, de La primera vez que vi un fantasma (2018), de Solange Rodríguez Pappe (Ecuador, 1976), o las protagonistas de “Las voladoras” y “Cabeza voladora” del volumen Las voladoras (2020) de Mónica Ojeda (Ecuador, 1988), por nombrar solo algunos ejemplos[3].

Junto con lo anterior, al ser la legalización y despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo una de las principales demandas actuales de las luchas feministas del Sur y su marea verde -por un aborto libre, seguro y gratuito-[4], no podemos pasar por alto, en lo que se refiere a la criminalización de las mujeres, la relación histórica que ha habido entre la ejecución del aborto y las brujas. Así como toda práctica vinculada a la brujería o hechicería, a partir del siglo XVI fue vista como un crimen diabólico, se demonizaron también todas aquellas prácticas femeninas vinculadas al rechazo o impedimento de la procreación, considerándose crímenes reproductivos la anticoncepción, el infanticidio y el aborto. Con ello, la figura de la bruja-partera-comadrona, como mujer vinculada a los quehaceres y saberes reproductivos, fue castigada y perseguida, por lo que comenzó la vigilancia de todas las mujeres que colaboraban poniendo término a embarazos, lo que trajo consigo la masculinización de la práctica médica obstetra, al ser la partera marginada y excluida de ella (Federici 141). De esta forma, la caza de brujas “demonizó cualquier forma de control de la natalidad y la sexualidad no-procreativa” (139), y puso al “cuerpo femenino, el útero, al servicio del incremento de la población y la acumulación de la fuerza de trabajo” (254), situación que se ha perpetuado hasta nuestros días.

A partir de estas ideas, en esta ocasión, presentaré una lectura vinculada a estos cuerpos que ejecutan el aborto, centrándome en los personajes de la Bruja, de la novela Temporada de huracanes (2017), de Fernanda Melchor (México, 1983); la abuela de “Sangre coagulada”, presente en Las voladoras (2020) de Mónica Ojeda, y Ndizi, la comadrona, de “Matronas”, que integra el volumen las Negras (2012) de Yolanda Arroyo (Puerto Rico, 197o)[5]. Todas ellas son mujeres adultas que, en condición de clandestinidad y precariedad socioeconómica, y en entornos rurales y marginales, realizan abortos a niñas, jóvenes y mujeres, mediante métodos medicinales no convencionales-ortodoxos, y se enfrentan a la sanción social de ser vistas como pecadoras y delincuentes, de ser criminalizadas. Me interesa de estos relatos, por un lado, el que le dan cabida, y con ello visibilización, al aborto -el cual, dentro de su clandestinidad, es negado y oculto, mas no por eso no sabido y no practicado- atendiendo a él cómo una práctica que reconoce la necesidad de “liberar a las mujeres de la tiranía de su biología reproductiva” (Belluci 2014: 35), y, con ello, legitima el derecho de las mujeres a ejercer el control sobre sus propios cuerpos. Por otro lado, porque el aborto es un asunto que, si bien tiene en su centro la discusión sobre las violencias de género, no puede comprenderse de forma aislada a otros factores de sometimiento que participan también a la hora de la toma de decisión.

En vista de que en los tres textos los abortos se practican en la clandestinidad, en el caso de los de Melchor y Ojeda, me centraré en lo que esto implica ante situaciones de precariedad y marginalidad socioeconómica, ya que en las obras se denuncia cómo el aborto, al ser un delito clasista, agudiza la opresión de ser mujer en un sistema patriarcal capitalista. Luego, en el cuento de Arroyo, me detendré en cómo el aborto se configura como una estrategia de sobrevivencia y resistencia ante la situación de opresión racial-colonial de las mujeres víctimas de la trata de esclavas. Por lo tanto, a partir de los personajes de las brujas-parteras y de las interrupciones voluntarias del embarazo presentes en estas obras, analizaré las dimensiones opresivas en las que se enmarcan estos abortos “punitivos”, así como las posibilidades comunitarias y sororas de resistencia y de desafío al poder que conlleva la clandestinidad del aborto.

Para ello, me sirvo de los planteamientos de los feminismos decoloniales, en la medida en que la opresión y violencia que atraviesa la práctica del aborto no puede ser comprendida considerando solo la situación de género, la sola condición de mujer, tanto de quienes se lo practican como de quienes lo ejecutan. Esto, a partir la idea de que “el poder patriarcal no se expresa solo en sí mismo, sino que siempre se presenta articulado con otros poderes” (Lagarde, Los cautiverios 92). De esta forma, y siguiendo el marco del sistema moderno-colonial de género que plantea María Lugones (2008), la aproximación al aborto implica considerar las “opresiones múltiples” de las cuales son víctimas estos personajes mujeres, y a la inseparabilidad de las diferentes “marcas de sujeción y dominación” (Lugones 75) presentes, como son la raza, el género, la clase, la edad y la sexualidad, ya que las opresiones no pueden ser pensadas de forma compartimentada o interdependiente (Espinosa 162-163). Es decir, seguiré una perspectiva interseccional (Hill y Bilge; Viveros; Espinosa), entendiendo que la interseccionalidad “sirve de marco para explicar de qué manera las divisiones de raza, género, edad y estatus de ciudadanía, entre otras, sitúan de forma distinta a todas las personas, y de modo especial en lo que se refiere a la desigualdad social global” (Hill y Bilge 25). Por lo tanto, la lectura de los textos que presento a continuación atiende a las imbricaciones de las opresiones, a su entrecruzamiento y vínculo con las relaciones de poder, lo que permite observar las similitudes de los funcionamientos del sexismo con el clasismo y el racismo.

Aborto y opresión de clase: una lectura de Temporadas de huracanes, de Fernanda Melchor y “Sangre coagulada”, de Mónica Ojeda

En la novela Temporada de huracanes (2017), de Fernanda Melchor y el relato “Sangre coagulada” (2020), de Mónica Ojeda, los abortos, realizados por curanderas, se problematizan para denunciar no solo las violencias genéricas del patriarcado, sino, particularmente, el factor de clase. Esto hace que a la hora de abordarlos se haga necesario contemplar las múltiples dimensiones de desigualdad y exclusión en las que se encuentran los personajes femeninos oprimidos, es decir, “los contextos en los cuales las interacciones de las categorías de raza, clase, [edad] y género actualizan dichas categorías y les confieren significado” (Viveros 364).

Situando el marco geopolítico y socioeconómico, cabe destacar que estas narraciones transcurren en lugares rurales y marginados, habitados por personajes sumidos en la miseria y pobreza, donde la violencia estructural y la precariedad (material y moral) son constantes: una llanura costera, en el pueblo “culero” de La Matosa, en la obra de Melchor (donde además se explicita la participación de necroeconomías, de la mano del crimen organizado -trata de blanca, narcotráfico, prostitución y explotaciones varias-); y en una casa aislada en un páramo, que podríamos suponer que queda en un territorio andino, en el cuento de Ojeda (donde las escasas menciones a trabajos remiten a labores de ayuda en el cuidado de animales y cultivos, pagados con trueque).

En este paradigma de relaciones de poder de centro/periferia, se presentan personajes de jóvenes que, sin disfrute de privilegios de clase, sumidos en diferentes dinámicas de violencias sistémicas, comparten, por un lado, el estar alejados de la educación formal (tanto Norma, la niña de 13 años de Temporada... que se practica un aborto, como la joven protagonista-narradora de “Sangre...”, que ayuda a su abuela a realizar los abortos, han abandonado la escuela). En este punto, es de mencionar que en ambas obras se da espacio, ya sea mediante comentarios, o el propio vocabulario de los personajes, a la problematización de la completa ausencia de educación sexual; asunto que, a la hora de analizar el aborto, es, sin duda, relevante. Pero lo es más aún en estos casos, ya que en las historias se les da protagonismo a los abortos de niñas, dando cabida a la representación del embarazo infantil, y con ello de las maternidades precoces. A esto hay que agregarle, también, el hecho de que en ambos textos hay embarazos fruto de violaciones, presentándose así -y siguiendo a Rita Segato- ese otro dispositivo de la violencia patriarcal, relacionado con la “depredación de los territorios”/cuerpos (Segato, Las estructuras y Contra-pedagogías)[6]: “me daba besos distintos a los de la abuela. Besos babosos con mal aliento [...] [a veces] me daba de beber algo amargo que me hacía dormir en los matorrales. Cuando despertaba volvía a casa con cansancio y dolor entre las piernas, pero fingía estar bien” (Ojeda 24) -cuenta la niña del texto de Ojeda; mientras que el narrador de Temporada... comenta que Norma “un día finalmente se dio cuenta de que todo ese tiempo había estado equivocada; que el domingo siete no era la sangre que le manchaba la ropa sino lo que pasaba en el cuerpo cuando esa misma sangre dejaba de brotar” (Melchor 128)[7].

Por otro lado, y de la mano de las violencias estructurales de clase presentes en las obras, los abortos narrados no aparecen como una práctica médica institucionalizada, pero sí habitual y de conocimiento colectivo. De hecho, en los dos textos hay mujeres que colaboran o son quienes llevan a las niñas embarazadas donde las parteras abortistas: “pinche Bruja [...] no te pongas con tus moños ahorita; cuántas veces no me has hecho el paro a mí, a mis chamacas, qué te cuesta, cuánto quieres que te pague” (Melchor 103) -le dice Chabela a la Bruja en Temporada de huracanes al no estar ella tan segura de hacerle el aborto a Norma por encontrarse en un embarazo muy avanzado. Todos los abortos narrados son practicados bajo procedimientos caseros, como el consumo de un brebaje o la manipulación física, sin una adecuada atención de salud. Es decir, las autoras dan espacio y protagonismo, en sus obras, a la representación de abortos clandestinos e ilegales. Si bien, y como veremos, el aborto en ambos textos es articulado a partir de una crítica a las violencias patriarcales, el foco de atención es distinto: en Temporada... está puesto principalmente en la crítica a los riesgos y peligros para la integridad moral, física y la propia vida de las mujeres que se practican un aborto en esas condiciones, en la precarización y vulneración a las que son sometidas; mientras que en “Sangre coagulada” se centra en la importancia del acompañamiento y de la transmisión de los saberes entre mujeres. No obstante, los dos textos, a partir del aborto, nos conducen a pensar en la relación de la marginalidad económica, la reproducción y la ilegalidad, y con ello a cómo en los contextos socio-económicos desventajados, ante los embarazos no deseados, entre ellos los infantiles, no solo hay una completa ausencia de alternativas legales y/o seguras para practicarse un aborto, sino también ausencia de alternativas materiales y psicoemocionales para poder asumir la maternidad, lo que es una muestra más de las desigualdades en los cuerpos de las mujeres y de cómo participa el patriarcado en las propias legislaciones.

Ante este punto, destaca sin duda la novela de Melchor, en la cual el tema de la clandestinidad del aborto es desarrollado de forma más amplia y compleja, dado que Norma luego de expulsar el feto tiene una hemorragia y es dejada por Luismi en el hospital donde la atienden, pero, además, la ponen bajo custodia a la espera de la llegada de la policía por haber abortado, es decir, por haber cometido un delito:

Norma cerraba los ojos de pura vergüenza [...] para no ver las narices fruncidas por el asco de las mujeres de las camas aledañas, ni las miradas acusadoras de las enfermeras, cuando al fin se dignaban a cambiarla, sin desamarrarla ni un solo instante de la cama porque esas habían sido las instrucciones de la trabajadora social: tenerla ahí prisionera hasta que la policía llegara, o hasta que Norma confesara y dijera lo que había hecho, [...] la trabajadora social [no logró] sacarle algo a Norma, ni siquiera cómo se llamaba, ni qué edad verdaderamente tenía, ni qué era lo que se había tomado, ni quién fue la persona que se lo había dado, o dónde era que lo había botado, mucho menos por qué lo había hecho; [...] ni siquiera después de gritarle que no fuera pendeja, que dijera cómo se llamaba su novio, el cabrón que le había hecho eso, y dónde vivía, para que la policía fuera a arrestarlo, porque el muy desgraciado se había largado después de dejarla abandonada en el hospital. [...] no dijo una sola palabra [...] ni siquiera cuando el doctor calvo metió la cabeza entre sus muslos y comenzó a hurgar en aquel sexo que Norma ya no reconocía como suyo, [...] decidieron amarrarla, según que para que se estuviera quieta mientras le metían los fierros, para que no se lastimara, pero Norma sabía que más bien era para que no se escapara (Melchor 100-101; cursivas personales).

En este episodio, que se narra de diferentes maneras a lo largo de la novela de acuerdo con la experiencia de cada personaje, se plasman, desde el aborto, múltiples opresiones a las cuales son sometidas los cuerpos de las mujeres. Por un lado, y relacionado con las consecuencias de la clandestinidad de la práctica, la hemorragia de Norma y su consiguiente hospitalización funcionan como una muestra de la dimensión siniestra de la clandestinidad (Bonaparte), en la medida en que la falta de políticas sexuales (y educacionales) sanitarias preventivas, así como de la correcta atención médica para poder interrumpir un embarazo en condiciones no lesivas para la salud, hace que las mujeres se sometan a abortos de riesgo. No obstante, esto se complejiza mucho más en la figura de las enfermeras, la trabajadora social y la policía -que, en cuanto dispositivos de control y poder, acusan a Norma, la detienen, la obligan a confesar-, ya que en estos personajes se ilustra la penalización judicial e institucional de la práctica del aborto, y con ello de cómo el patriarcado opera dentro de la política criminal y el propio derecho.

Esto nos lleva a pensar lo que supone la institucionalización de los abortos clandestinos en un contexto de ilegalidad. Bárbara Sutton, en “Zonas de clandestinidad y ‘vida nuda’: mujeres, cuerpo y aborto” (2017), plantea que la instauración de la clandestinidad en los estados democráticos arroja luz sobre “cómo está implicada la violencia de Estado en la producción de cuerpos ocultos (particularmente de mujeres) que son expuestos al peligro y que pueden ser ‘matados’ con impunidad” (889). De esta forma, la novela presentaría una crítica a cómo los estados, al imponer restricciones para que los abortos puedan efectuarse con seguridad y libertad, exponen a las mujeres a formas de violencia que amenazan con su integridad y su propia vida, denunciando cómo los estados e instituciones son parte del sistema hetero-patriarcal-capitalista que ejerce violencia y opresión. En este punto, la novela entraría en diálogo con la actual consigna del movimiento feminista, “aborto libre para no morir, anticonceptivos para no abortar”.

Asimismo, y junto con la idea de que “los úteros se [han] transforma[do] en territorio político, controlados por los hombres y el Estado” (Federici 143), cabe agregar que una de las razones que motivó el crimen eje del relato -el asesinato de la Bruja- fue la venganza de Luismi luego de enterarse de que La Bruja le había dado a Norma el brebaje para el aborto, lo que deja entrever cómo al sancionar la decisión, es él quien en su condición de varón, se siente autorizado para determinar si Norma tendría o no que haber llevado a cabo su embarazo, arrebatándole toda autonomía y decisión sobre su propio cuerpo.

Ahora bien, esta crítica a “la doble opresión de la mujer” -la genérica y la de clase- se complejiza en los personajes de Chabela y de la madre de Norma. Ambas ponen en entredicho el andamiaje de la ideología patriarcal de la maternidad. Por un lado, porque explicitan sus arrepentimientos por haber tenido hijos. Esto lo vemos, por ejemplo, cuando la madre de Norma -que tiene seis hijos de diferentes hombres- le insiste en que no debe quedarse embarazada y en que debe “aprender de sus errores” (127), dándole a entender que haber tenido a los hijos fue una equivocación; o cuando Chabela, que se ha hecho varios abortos, le confiesa que “yo nunca quise tener hijos [...] porque esas cosas hay que decirlas, para qué andar haciéndose la mártir, mejor decirlo bien claro y sin pelos en la lengua y que todo el mundo lo sepa: eso de tener hijos está de la verga” (145). En línea con esto, y bajo la defensa de que el arrepentimiento de la maternidad es un sentimiento lícito, Orla Donath, en Madres arrepentidas (2015), señala que históricamente, y en el marco de las violencias patriarcales, se ha legitimado el mensaje del arrepentimiento por haber rechazado a la maternidad o por haberse realizado un aborto, mas no así el arrepentimiento por haber sido madres, por lo que ambos personajes al explicitarlo, y al desvincularse de sus hijos -asumiendo, sin culpa, que rompen con los parámetros de las “buenas madres” asignados por el patriarcado- desmontan las ideas del instinto y amor maternal, y de que ser madres es la razón de ser de las mujeres.[8].

Paralelamente, estos dos personajes vienen a representar a esos cuerpos de mujeres que ponen de manifiesto “la forma específica en la que el capital patriarcal explota y oprime a las mujeres obreras, campesinas, y asalariadas de todo tipo” (Lagarde, Los cautiverios 103), particularmente al ser ambas mujeres de escasos recursos que tuvieron que asumir en soledad la crianza, educación y manutención de sus hijos. Destaco aquí el monólogo y reflexión de Chabela:

todos los chamacos son unas rémoras, unas garrapatas, unos parásitos que te chupan la vida y la sangre y encima ni te agradecen nunca los sacrificios que una a huevo tiene que hacer por ellos. Tú lo sabes bien, Clarita, tú viste cómo tu madre se fue llenando de hijos, uno tras otro, como una pinche maldición, y todo por la pinche jaria, no digas que no; por la pinche calentura, y por pendeja, por creer que los hombres van a ayudarte pero a la mera hora es una la que tiene que partirse la madre para sacárselos de adentro, y partirse la madre para cuidarlos, y partirse la madre para mantenerlos, mientras el cabrón de tu marido se va de pedo y se aparece cuando se le hincha la gana (Melchor 145; cursivas personales).

Atendiendo a la perspectiva interseccional, observamos en este episodio, en la voz de Chabela, la crítica al patriarcado y su ideología de la maternidad, que culpa y criminaliza a las mujeres por ser malas madres, o por practicarse abortos, pero no a los hombres, padres de las criaturas, por ausentarse y desentenderse de la crianza y manutención de los hijos e hijas. Por tanto, Fernanda Melchor vendría a denunciar también, en palabras de Marcela Lagarde, cómo el sexismo ha legitimado que “la maternidad consist[a] en cuidar, [mientras que] la paternidad en reconocer” (Lagarde, Los cautiverios 744)[9].

Por otro lado, son significativos los personajes de las parteras, ya que en ambos casos son caracterizadas sirviéndose, en cierta medida, del arquetipo histórico y literario de la bruja: son mujeres mayores que no se identifican por su belleza, que viven en entornos periféricos, sórdidos y abyectos, que mantienen un estrecho contacto con la naturaleza, los animales y las hierbas medicinales, así como con la sangre y la muerte; y que son reconocidas por sus conocimientos en temas de reproducción. De hecho, son denominadas por los propios vecinos como brujas, lo que es una muestra, sobre todo en los contextos rurales, de esas creencias populares en torno a la hechicería y la magia y su vínculo con las curanderas. Aquí es de destacar las descripciones de los propios abortos, los métodos y reacciones corporales en las mujeres intervenidas, ya que se inscriben dentro de este imaginario de lo monstruoso de la bruja: “La abuela [...] les preparaba un remedio para que vomitaran antes de meterles la mano en el vientre [...] ellas tiraban coágulos y trozos densos sobre la cama. Era como un parto pero al revés. ‘La muerte también nace’, decía la abuela y yo recogía los coágulos como niños pequeños” (Ojeda 22) -narra la protagonista del cuento de Ojeda.

Esta caracterización de la atmósfera de brujería se agudiza aún más en la voz del narrador de Temporada... quien describe el mecanismo del aborto envolviéndolo en referentes propios de una práctica demoniaca:

[La Bruja preparó a Norma] su famoso brebaje, esa cosa espesa y salada y espantosamente caliente por todo el alcohol que la Bruja le había echado, junto con manojos de yerbas y unos polvos que sacó de los pomos cochambrosos y que al final vertió dentro en frasco de vidrio que dejó [...] sobre la mesa, junto a los restos de una manzana podrida que descansaba en un plato de sal gruesa, una manzana atravesada por un largo cuchillo y rodeada de pétalos muertos. [...] Norma se volvió y se dio cuenta de que la Bruja se dirigía a ella [...] ¡Tienes que tomártela toda!, gritaba. ¡Tómatela entera y aguántate las bascas! ¡Vas a sentir que te desgarras por dentro pero aguanta.! ¡No tengas miedo! ¡Tú puja y puja hasta que.! ¡.Y entiérralo! (Melchor 104).

La relación entre las parteras-abortistas y la figura de la bruja como mujer desobediente y transgresora de la norma se remonta a la caza de brujas en la medida en que muchas de las mujeres que ejecutaban el aborto eran avanzadas en edad, con diferentes conocimientos, que fueron perseguidas por ejecutar estos crímenes reproductivos. En este sentido, destaco la lectura de Federici sobre cómo ellas opusieron resistencia a las opresiones patriarcales, situación que es posible aplicar también a los respectivos personajes:

Las mujeres viejas también eran más propensas que cualquier otra persona a resistir a la destrucción de las relaciones comunales causadas por la difusión de las relaciones capitalistas. Ellas encarnaban el saber y la memoria de la comunidad. La caza de brujas invirtió la imagen de la mujer vieja: tradicionalmente se le había considerado sabia, desde entonces se convirtió en un símbolo de esterilidad y hostilidad (Federici 269).

Precisamente esta perpetuación de la imagen de la partera-bruja, como personificación de la perversión moral (247), como mujer pervertida (268) y, por tanto, como sujeto social peligroso (Federici 275), se observa en las obras en las recriminaciones y sanciones morales que reciben estas dos brujas, ancianas monstruosas, por parte de la comunidad[10]. Si bien, y como hemos visto, en el caso de la novela de Melchor la criminalización del aborto se plasma particularmente en la figura de la asistente social y de las enfermeras, bajo sanciones inscritas en discursos médicos-legales, destaco el cuento de Mónica Ojeda en la medida en que la relación patriarcado-aborto-clandestinidad, y con ello, mujer y delito, se articula a partir de esta imagen de la partera-bruja:

Algunas chicas nos miraban mal, se limpiaban rápido. [...] Se marchaban rápido dejando parte de sus cuerpos con nosotras. Según Reptil eso era porque al otro lado del río contaban que la abuela era una bruja.

Que su cabeza volaba sobre los tejados por las noches. Que ponía sangre coagulada bajo las camas de los dormidos (Ojeda 23).

Vemos cómo los rumores que se corren por el pueblo contribuyen a la representación arquetípica de la abuela-bruja como figura de la maldad, como mujer endemoniada. De hecho, en el cuento se presenta esa sanción pública del ejercicio de la partera en el trato lapidario de los vecinos, el ser vistas como abortistas criminales, que quitan la vida, y con ello, como criaturas horrendas. Así, esa persecución de la que históricamente han sido víctimas, ese proceso inquisitorio, es realizado por su propia comunidad, ilustrándose en todos los momentos que la narradora cuenta que eran agredidas: los “niños [...] cruzaban el río para insultarnos” (24), a la abuela “una vez le lanzaron piedras y le abrieron la frente” (28), y, además de matar a sus animales, les gritaban “‘¡Brujas de mierda!’ [...] ‘¡Saquen la sangre coagulada de nuestras casas!’” (28).

Sin embargo, y como la propia narradora comenta, “las chicas nunca dejan de venir a la finca y los coágulos son de ellas” (28), es decir, es a esta misma mujer abyecta a quien sancionan moralmente, a la que acuden para interrumpir los embarazos no deseados, y es a ella a quien incluso las propias mujeres que requieren de su ayuda condenan y criminalizan. Sobre esto, destaco el fragmento en el que la protagonista cuenta cómo una de las niñas luego de tirar el coágulo “le escupió a la abuela en la cara” (25) y que luego, la madre de la chica le advirtió que tuviera “Cuidado con lo que aprendes” (26), a modo de lección moral después de ser ella misma quien llevó a su hija a la partera. Con esto, la autora problematiza “la hipocresía de la sociedad que auspicia y se beneficia de [los] servicios [de las matronas abortistas], al mismo tiempo que la[s] condena” (Loza 296).[11].

Sobre estas brujas-parteras hay un último punto al cual quiero referirme, que está en estrecha relación con el poder del conocimiento. Si bien en Temporada de huracanes hay un linaje de brujas, siendo la Bruja chica la partera brutalmente asesinada; destaco en el cuento de Ojeda la relación abuela-nieta, ya no solo en lo que se refiere al asumir los cuidados y la crianza, sino a que funciona como una representación de la transmisión intergeneracional de los conocimientos, situación que Ojeda refuerza en el texto mediante la reiteración del uso de verbos vinculados a las acciones de educar-aleccionar y de adquirir conocimientos. La protagonista nos cuenta cómo la abuela le comunicaba que era consciente de que ella le transmitía -transfería, heredaba- esos saberes, marginales y poco reconocidos, pero saberes: “‘Esto es lo único que yo puedo enseñarte’, me dijo un día triste” (26; cursivas personales), “Sólo puedo enseñarte lo que sé” (26). Asimismo, explica cómo su madre la dejó con su abuela para realizar con ella su aprendizaje: “Cuando tenía diez años ella me dejó con la abuela para que aprendiera cosas (2020: 19; cursivas personales), “¡Vas a irte con la abuela a aprender lo básico” (24). A esto se le suma que en reiteradas ocasiones afirma cómo ha adquirido esos conocimientos y los ha defendido, asimilándose a su abuela: “Que he aprendido a ser bruja” (21), “A su lado aprendí [...] a parecer más grande de lo que soy, a imitar su rutina y hacerla mía” (26), “Por esas verdades aprendí a aguantar insultos [...] a meterle la mano a las chicas [...] aprendí a defender a la abuela” (28; cursivas personales).

Vemos, por tanto, cómo en la relación establecida entre estos dos personajes femeninos (abuela/bruja-partera y nieta/bruja-partera en formación) se plasma ese vínculo intergeneracional, en el cual se vela por el cuidado de esa herencia, por darle continuidad a esos saberes que han sido sancionados y oprimidos. Y, simultáneamente, al hacer mención a esa resistencia (presente en los verbos “aguantar” y “defender”) se inscribe esa fuerza del poder colectivo, esa necesidad de tejer redes y lazos políticos solidarios entre mujeres ante las violencias patriarcales: esa sororidad que opera como instrumento de rebeldía (Lagarde, “Enemistad y sororidad” y “Pacto entre mujeres”; hooks, “Sororidad”)[12].

Ante esto, me remito a las ideas de Federici, quien señala que muchas de las brujas eran comadronas o mujeres sabias que ejercían como las “depositarias tradicionales del saber y control reproductivo de las mujeres” (Midelfort en Federici 255), por lo que “la criminalización de la anticoncepción expropió a las mujeres de este saber que se había transmitido de generación en generación” (145). De esta forma, Mónica Ojeda, mediante el actuar comunitario de estos dos personajes -mujeres-seres diabólicas que, desde la ejecución del aborto subvierten el orden social-, representa y reflexiona en torno al potencial político de la desobediencia.

Aborto y soro/doloridad en cuerpos racializados: una lectura de “Matronas”, de Yolanda Arroyo

El relato “Matronas” de la boricua afroqueer Yolanda Arroyo Pizarro, desde su propio título nos conduce a la idea de maternidad y alianza paritaria entre mujeres, ya que, desde ese plural femenino, remite a ese colectivo de mujeres que asiste a las parturientas, y se encarga de los cuidados de salud de las embarazadas, así como de prestar orientaciones en cuanto a la regulación de la fecundidad y la reproducción: las comadronas[13]. Es decir, y siguiendo a Federici, a ese colectivo de mujeres que fue históricamente criminalizado y endemoniado por poseer conocimientos vinculados a la sexualidad y la procreación: las brujas. No obstante, desde una perspectiva interseccional, y en relación con la novela de Melchor y el cuento de Ojeda, en la obra de Arroyo el tratamiento del aborto y de la figura de la partera-bruja complejiza aún más la problemática de las múltiples marcas de opresión y sujeción de las mujeres (Lugones 2008), ya que da protagonismo al cuerpo racializado de la mujer esclava[14].

La autora sitúa el relato entre el siglo XVI y XIX, específicamente en la celda de Ndizi, una mujer negra esclava comadrona, acusada de “desobediencia, conducta desafiante, insolencia, vagancia excesiva, incitación a revueltas y en última instancia, las fugas” (Arroyo 89), y sentenciada a la muerte en la horca por un crimen que se nos revela al final. Ella, en tanto narradora-protagonista, relata sus últimos días antes de morir y lo que fueron sus conversaciones con el sacerdote Fray Petro, quien, aparentemente, la visitaba para darle el sacramento de la confesión. Mediante saltos temporales, desde su infancia libre en la aldea en África junto a mujeres empoderadas a su presente colonial como mujer privada de libertad en una isla del Caribe, se delinea un personaje cuyo cuerpo es atravesado en múltiples dimensiones por la noción de “cautiverio” -cuerpo cautivo por el patriarcado, por la colonialidad, por el capital, por la propia ley. Como parte de esas subjetividades más susceptibles de recibir violencias, de ser vulneradas, precarizadas (Butler), Ndizi, además de ser una mujer orgullosa de sus orígenes y de las enseñanzas que le dio su abuela, reconociéndose así, como un cuerpo que alberga la memoria de su comunidad, es una mujer cuyo cuerpo ha estado determinado por el dolor, al haber sido sistemática y violentamente invadido/colonizado: por los propios “negros [que] iniciaron secuestros hacia otros negros” (Arroyo 82) y la vendieron; por los blancos esclavistas que la torturaron y sometieron a diferentes tipos de flagelaciones; por los capataces que “vuelven a golpearme, a amarrarme y a penetrarme con sus penes rancios” (71); por la(s) nueva(s) lengua(s) que amenazan con que pierda su lengua materna y hacen que sienta que “entro en pánico de lo que he olvidado” (65); por las propias deidades, ya que “Todas nos abandonaron” (82).

Sin embargo, y pese a ello, Ndizi no construye su relato recalcando su condición de víctima, ni da cabida a que sea comprendida desde su indefensión; al contrario, su testimonio explicita su empoderamiento y su rechazo a toda inferiorización o infravaloración tanto de ella como de otras personas como ella. Esto, como veremos, lo plasma ya no solo en sus acciones, sino que también en su discurso. De ahí que le comente a Fray Petro que “el problema de los que oprimen [...] no es la opresión en sí, es la subestimación que hacen del oprimido [...] Ahora somos instigadas a no defendernos porque le pertenecemos al amo. El opresor tiene ese permiso, pero nos subestima” (83-84; cursivas personales).

Ndizi se aleja por completo de la imagen de mujer, de mujer esclava, obediente, sumisa, dócil y servil: no está dispuesta a ceder ante el opresor. Dentro de sus diferentes prácticas de insurrección y transgresiones a la ley, quizás la más evidente sean sus múltiples intentos de fuga y el prestar ayuda para que otros negros se escapen: “Liberé a ladinos, cimarrones y nativos. Y a las comadronas que vienen luchando conmigo” (Arroyo 85-86) -le cuenta al sacerdote. A esto se le agrega el haber aprendido diferentes lenguas, entre esas las del colonizador, y haberse familiarizado con su cultura, pero simulando ser un cuerpo esclavo disciplinado que no entiende el castellano, para desde ahí articular su lucha. Así lo vemos en este episodio en el que le revela al fraile este actuar:

Voy ganando confianza. Vamos todas las que hacen lo mismo que yo, y somos muchas, ganando confianza.

Entonces me inicio ayudando a traer al mundo a los hijos de negras esclavas bozales. Son las negras más difíciles de domar, según los blancos. Yo soy en esencia una de ellas, pero me comporto como ladina. Hablo el español, visto de faldas y enagua aun cuando trabajo de labranza en los campos, sé arrodillarme en las misas y las procesiones de vírgenes católicas inventadas. Nadie sabe que hablo lo que hablan los hausa, o los fulani. Ni que me escondo detrás de las paredes a escuchar el acento de mis amos y sus visitas de milicia, para luego practicarlos en soledad (Arroyo 88).

En este sentido, y siguiendo a Ludmer, observamos cómo el personaje opera con las “tretas del débil”, en la medida en que las tácticas del débil, del subalterno, como estrategias de resistencia, consisten en instaurar otras territorialidades a partir de la combinación de “sumisión y aceptación del lugar asignado por otro, con antagonismo y enfrentamiento” y desde ahí hacer el “retiro de colaboración” (195)[15].

Sin embargo, en esta subversión de Ndizi, que le permite no asumir una posición supeditada, hay otros dos actos de resistencia que caben mencionar: las formas en que se defiende ante las agresiones sexuales y su lucha desde su trabajo como partera. Ambos enfatizan cómo, pese a los tratos brutales e intimidatorios de los que eran víctimas las personas esclavas, con el propósito de amansarlas, atemorizarlas y así someterlas y hacer que tuvieran una actitud pasiva, las experiencias de las mujeres esclavas eran diferentes a las de los varones; de ahí que sus estrategias de insurrecciones también lo fueran. Esto nos lleva a la relación entre opresión, racismo y sexismo. Ante esto, bell hooks señala que “la opresión sexista representaba una amenaza tan real para la libertad de las mujeres negras como la opresión racial” (hooks, ¿Acaso no soy yo una mujer? 25), por lo que “el sexismo aparece como una fuerza tan opresora como el racismo para la vida de las mujeres negras” (39), y es precisamente en este punto donde Yolanda Arroyo articula el eje del relato.

Dentro de los procedimientos para despojar a las mujeres esclavas de dignidad, para deshumanizarlas, intimidarlas y atemorizarlas protagonizó la violación. Angela Davis plantea que los propietarios de esclavos alentaron la utilización terrorista de la violación con el objetivo de poner a las mujeres negras en su sitio” (Davis 33), asimismo, bell hooks dice que “la violación era un método de tortura habitual que los negreros utilizaban para subyugar a las mujeres negras rebeldes. La amenaza de violación o de cualquier otro escarmiento físico inspiraba terror en las psiques de las africanas desplazadas” (hooks, ¿Acaso no soy yo una mujer? 43). Precisamente Ndizi sufre en varias ocasiones de una serie de violaciones, “que dan cuenta del ultraje fálico del régimen esclavista” (Falconí 138). Sin embargo, me interesa atender el episodio en el que le narra a Petro, con detalle, cómo se defendió de las agresiones de su opresor:

Siempre presto atención al rostro de vitalidad o cansancio de aquellos que entran al cuerpo de una mujer sin su permiso, Fray Petro. Así me topé ante el rostro invadido de éxtasis del sereno de la otra cárcel, una tarde en que acababa de forzarme. No respetó siquiera que la sangre de ochún se me estaba resbalando por los muslos de mis días lunares. [...] Echó la cabeza hacia atrás en un gesto de arrobamiento por su eyaculación y se distrajo. Lo mordí. Llevé mis dientes hasta su glande y apreté virulenta, como los cerdos rabiosos. En principio intentó dar un golpe. Acto seguido cayó desorientado y herido, con gran dolor (Arroyo 85).

Destaco cómo ella, una mujer, le narra sus vivencias a un hombre sacerdote, explicitando lo sucedido, sin eufemismos, lo que deja entrever su posicionamiento político (y estético-político en el caso de la autora) de no estar dispuesta a minimizar el impacto de la explotación -racial, sexual- de las mujeres negras. Asimismo, en el marco de la caracterización de este personaje, observamos no solo su acto insurrecto de atacar al violador, sino, sobre todo, cómo lo ataca sin permitir que en su cuerpo el temor funcione como método de amansamiento, pasividad y desmoralización. Es decir, sin permitir ese “objetivo político de la violación” (hooks, ¿Acaso no soy yo una mujer?) de conseguir la lealtad y la obediencia[16]. Por lo tanto, Ndizi, como mujer negra esclava que se resiste a la explotación sexual, viene a ser una mujer que desafía al sistema, “pues su renuencia a someterse sumisamente a la violación representaba una denuncia del derecho del esclavista a ser amo de su persona” (hooks, ¿Acaso no soy yo una mujer? 54).

Ante este punto, y de la mano de la relación colonización-racismo y patriarcado-sexismo, estos diferentes actos de insurgencia de Ndizi permiten entrever, de acuerdo con la lectura de Federici, ese destino común del que sufrieron tanto los indígenas americanos y los esclavos africanos con la bruja, en la medida en que tanto la negritud como la feminidad fueron concebidos a partir de sus “marcas de bestialidad e irracionalidad” (Federici 279), y sus desobediencias fueron brutalmente sancionadas[17]. Esto nos lleva al último aspecto de resistencia del personaje, y que tiene relación con el delito del cual se le acusa: los abortos e infanticidio que practica como comadrona.

Ya hacia el final del relato, cuando a Ndizi está a punto de ser ahorcada ante el público, las últimas palabras que le pronuncia a Prieto revelan su crimen, y luego de ello se asfixia y muere:

Los ahogo en el balde de recolectar placentas, padrecito. Presiono sus negras gargantitas con mis dedos y los sofoco. O los asfixio con sus cordones umbilicales, incluso maniobrando antes que salgan del vientre. La madre no se da cuenta, o lo prefiere, o lo ha pedido [...]. El acto, que puede ser muy sutil, pasa desapercibido por el velador de recién nacidos, que vigila procurando la sobrevivencia del futuro esclavo. Lo burlo. Lo burlamos. [...] No soy la única. Muchas me siguen. Hemos logrado un ejército (Arroyo 94; cursivas personales).

Son varios los aspectos que quisiera destacar del final de la obra. En primer lugar, la similitud entre la condena de las brujas durante la inquisición y la de ella: ambas son muertes públicas que tienen como objetivo enviar un mensaje a esas otras mujeres, potenciales desobedientes, para amedrentarlas y disuadirlas de actuar de forma similar. Esa muerte pública que funciona como “poderoso instrumento de terror y de disciplina colectiva” (Chollet 16). En palabras de bell hooks, que se sirve de los juicios de brujería de Salem para aplicarlos a las mujeres esclavas: “si no se circunscribían a sus papeles pasivos y subordinados serían castigadas, incluso con la muerte” (hooks, ¿Acaso no soy yo una mujer? 57)[18].

A esto se le agrega el crimen en sí del que se le castiga: ayudar a abortar a otras mujeres negras, esclavas africanas como ella, o a asesinar al recién nacido, no precisamente por defender el control del propio cuerpo o la libre decisión de asumir o no la maternidad, sino como acto de resistencia, para evitar el surgimiento de una nueva vida esclava[19]. La autora, así, mediante la experiencia y actuación de Ndizi, problematiza la economía esclavista al poner el foco no en la compra y venta, sino en el cuerpo de las mujeres, y con ello, en cómo la trata de esclavos, mediante la procreación forzada, proveyó de mano de obra cautiva.

Federici plantea que “la condición de mujer esclava revela de una forma más explícita la verdad y la lógica de la acumulación capitalista” (143). Esto se debe a que en el sistema esclavista, y particularmente en los años de lucha por la abolición, ante la amenaza de disminución de la trata internacional de esclavos, se acudió a “la reproducción natural como método más seguro para reponer e incrementar la población esclava doméstica” (Davis 15), lo que hizo que las mujeres esclavas fueran revalorizadas. De esta forma, la cría de esclavos funcionó igual a la cría de animales: las mujeres eran forzadas a parir/criar nuevos trabajadores, pero sin tener ningún derecho legítimo sobre sus hijos, por lo que ellos podrían ser vendidos y apartados de sus madres en cualquier momento. En este sentido, destaco las palabras de Angela Davis cuando señala que a las mujeres esclavas se les arrebató la maternidad, la condición de “madres”, reduciéndolas a ser “paridoras”, es decir, animales de (re)producción: “Puesto que las esclavas entraban dentro de la categoría de ‘paridoras’ y no de la de ‘madres’, sus criaturas podían ser vendidas y arrancadas de ellas con entera libertad, como se hacía con los terneros de las vacas (Davis 15).

Observamos, por tanto, cómo el crimen de Ndizi -que la determina como una partera-abortista-bruja- ataca tanto el dominio sexual-patriarcal de los opresores sobre los cuerpos de las mujeres, como su dominio económico. Ella, como comadrona, es decir, como mujer que acompaña a aquellas que cumplirán la función de madres, se niega a reconocerlas como meras paridoras; al tiempo que, como negra-esclava-comadrona, se opone a perpetuar el sistema esclavista y su reducción de las personas a bienes económicamente rentables, así como bienes física, psicológica y moralmente explotables; y a deshumanizarlas. De esta forma, su resistencia es articulada desafiando al poder desde el propio cuerpo de las mujeres, el cual es, a la vez, donde ejercen violencia hacia ellas.

No obstante, las últimas palabras de Ndizi manifiestan otros factores más de su actuar transgresor: el que ha liderado un alzamiento de mujeres y participado de una alianza establecida entre las mujeres víctimas de la explotación sexual esclava y sus prácticas de resistencia comunitaria. La protagonista, a quien muchas siguen, ha sido “declarada negra sediciosa” (80), es decir, mujer que promueve alzamientos colectivos en contra del orden establecido. De hecho, a lo largo de su relato va dejado entrever la presencia de otras mujeres comadronas, algunas, incluso, encarceladas junto con ella, anticipándonos de esas comadronas-brujas que venían luchando con ella. Así, en su toma de conciencia de las diversas opresiones y sujeciones que atraviesan su cuerpo, y del llamado comunitario a sumarse a ese burlar, a hacer fracasar los objetivos de sus dominadores, ella pasa a identificarse como una “instigadora de revueltas anticoloniales” (Federici 130), y como tal se relaciona con la dimensión política de la bruja. Frente a esto, es importante hacer mención que, sin explicitar la misión perseguida ni la práctica para realizarla, le contó en una ocasión a Petro (en francés, creole, suajili, inglés, francés y castellano) cómo se propusieron armar esa red de resistencia, ese ejército de comadronas, unificando sus experiencias y su lucha: “Nous allons reproduire une armée, kite a kwaze yon lame. Eso me propuse. Eso nos propusimos las mujeres y corrimos la voz en los toques de tambores. Hebu kuzaliana jeshi. [...] Todas las que somos del Congo, y las que somos de Ibibio y las que somos de Seke o de Cabindala respondimos. Les us breed an army. Hagámonos un ejército” (Arroyo 83; cursivas del original, subrayado personal).

Más allá de que sea significativo que la protagonista se apropie de ese colectivo -el ejército-, tradicionalmente patriarcal e integrado por varones, destaca de su sublevación el hecho de que esta no es personal o individual, sino que es colectiva; como tampoco improvisada o impulsiva, ya que en ella se plasma la voluntad de un grupo social que toma conciencia de sí y propone una intervención política para transformar su propia situación (Lagarde Los cautiverios), cual aquelarre[20]. En este sentido, el acto transgresor y de resistencia que hace la protagonista junto a las otras comadronas, es sin duda un acto sororo, ya que da cuenta de esa experiencia de solidaridad entre mujeres, que refuerza la resistencia (hooks, “Sororidad” 84), y de la importancia del “apoyo mutuo para lograr el poderío genérico de todas y el empoderamiento de cada mujer” (Lagarde, “Pacto entre mujeres” 126), como encuentro político activo. No obstante, atendiendo a una perspectiva interseccional, y a que Arroyo sitúa la resistencia en un cuerpo de mujer negra esclava, me parece más adecuado aún comprender esta sublevación demarcada en una sororidad interracial, desde la categoría de “doloridad”, acuñada por la feminista brasileña Vilma Piedade, quien plantea que, en el caso de los cuerpos prietos, no basta con ese pacto político de género entre mujeres, sino que hay que complementarlo con la comprensión, legitimación y visibilización de esa experiencia compartida de ser cuerpos atravesados por la perpetuación de las violencias patriarcales, coloniales, y con ello, de ser cuerpos/subjetividades determinadas por el dolor:

Doloridad, por tanto, contiene las sombras, el vacío, la ausencia, el habla silenciada, el dolor causado por el Racismo. Y este dolor es Prieto. [...] La Sororidad une, hermana pero No basta para Nosotras -Mujeres Prietas, Jóvenes Prietas. Hablo desde un lugar marcado por la ausencia. Por el silencio histórico. Por el no lugar. Por la invisibilidad del no ser. Siendo (Piedade 19).

En relación con lo anterior, y como último punto, no podemos pasar por alto que lo que movió la narración de Ndizi fue la búsqueda de una confesión por parte de Fray Preto; confesión que nunca se concretó, ya sea porque ella se niega a toda colaboración con miembros del poder -donde se ubica Preto en tanto varón y sacerdote-, o porque para ella ese sacramento cristiano carece de todo sentido; pero principalmente porque no tiene nada de qué arrepentirse[21]. Ella está completamente consciente de sus actos, de qué es lo que ha hecho, y de las razones por las que los hizo, por lo que no se lamenta de ellos, como tampoco busca un perdón. Desde su posicionamiento ideológico y su quehacer político, no hay maldad en sus acciones, sino bondad, de ahí que desacredite todo intento de criminalización de ella y sus compañeras. De esta forma se configura como una mujer empoderada, tanto en sus acciones como en su discurso, al punto de que, pese a que se encuentra en cautiverio, en su propia celda ejerce realmente su libertad, la cual radica en el poder decidir cuándo callar y cuándo hablar, así como qué enunciar y cómo hacerlo.

Ante esto, cobra mayor relevancia aún el hecho de que Ndizi no solo sea la protagonista del relato, sino también la narradora de este. De esta forma, su narración en lugar de ser una confesión pasa a ser realmente una declaración, un testimonio sobre la experiencia de la mujer negra esclava, y con ello, Arroyo -mediante la ficción- da paso a la visibilización del papel jugado por las mujeres en la resistencia a la esclavitud (Davis 31). Así, al negarse a privar a la protagonista de una enunciación propia, al rechazar que su narrativa esté mediada, la autora busca darle legitimidad a la voz de ese cuerpo oprimido y silenciado, y con ello hace que “Matronas” se inscriba como texto literario dentro de esas prácticas estéticas-políticas que buscan “evidenciar que las mujeres negras llevan luchando mucho tiempo para ser sujetos políticos, produciendo [prácticas y] discursos contrahegemónicos” (Ribeiro 17).

Salir del cautiverio: el retorno de las brujas en la comunidad de mujeres insumisas

La lectura de la novela Temporada de huracanes y de los cuentos “Sangre coagulada” y “Matronas”, centrada en la representación del personaje de la partera-abortista, atiende a diferentes marcos de opresión y sujeción a los que se enfrentan los cuerpos de las mujeres y ofrece una diversidad de problemáticas.

En lo que se refiere a la representación del aborto, no podemos pasar por alto que los textos literarios, en su condición de artefactos estéticos-políticos-culturales, se inscriben en un contexto histórico, y en este sentido, observamos cómo Fernanda Melchor, Mónica Ojeda y Yolanda Arroyo, al darle cabida a la representación del aborto, manifiestan su rechazo a perpetuar su clandestinidad, su resistencia a continuar silenciando las violencias que lo atraviesan y determinan. De esta forma, las autoras visibilizan el aborto y cómo este proyecta desigualdades en las experiencias de las mujeres, poniendo el énfasis en cuerpos no solo oprimidos sexualmente, sino también en cuerpos, tanto precarizados por las violencias económicas y la desmoralización social, como racializados, marcados por las violencias coloniales deshumanizantes. A partir de ellos, presentan la perversa relación maternidad-capital, ya que los personajes que abortan (y con ello, que consolidan su negativa a ser madres) están inscritos en contextos de economías marginales y sumergidas, como en la novela de Melchor y el cuento de Ojeda, o en economías esclavistas, como en el de Arroyo. Ante esto, los planteamientos de los feminismos decoloniales y su perspectiva interseccional de rechazar interpretar la experiencia común de las mujeres ante el patriarcado, considerando solo al sexismo y no a otras categorías de opresión que tienen un funcionamiento similar a él, como son el capitalismo y el racismo, cobran sentido para aproximarnos a estas obras.

Vinculado a esto, y en lo que se refiere a la maternidad y la interrupción del embarazo, los textos abren paso también a una reflexión sobre el aborto como una práctica no solo vinculada al deseo de liberarse de la maternidad normativa o de decidir cuándo ser madre, sino a una toma de conciencia de las precarias condiciones sociales -ya sea por clase, raza o edad- que participan en la decisión de renunciar a la reproducción. No obstante, y pese a que los argumentos no están del todo centrados en la discusión sobre el control de los propios cuerpos y en el potenciar la autonomía de las mujeres en sus decisiones ante el mandato de la maternidad, sí ponen el foco en denunciar las violencias patriarcales y en demandar por la restitución de la propiedad de los cuerpos de las mujeres, que les ha sido arrebatada. Y es ahí, precisamente, donde la figura de la bruja-partera-abortista cobra protagonismo.

No hay duda de que en la actualidad la bruja goza de una gran vitalidad, al punto de que se habla con orgullo de su retorno. Los actuales feminismos han recuperado esta figura, condicionada históricamente por un drástico moralismo y evidente misoginia, y esta tampoco ha quedado al margen de las actuales propuestas escriturales de las autoras latinoamericanas, quienes, acudiendo a diferentes estrategias de reescritura o reapropiación de este cuerpo desobediente -algunas más simbólicas que otras- han dado cabida a la bruja como motivo literario, para desde ahí establecer la crítica al patriarcado. Esto es una muestra, en palabras de Ana Llurba, de cómo “[e]l arquetipo de la bruja se ha convertido no solo en un potente personaje literario sino también en un símbolo que atraviesa diferentes agendas políticas” (Llurba 119). En línea con lo anterior, en este análisis he atendido a la representación de las mujeres parteras-abortistas, concibiéndolas desde la figura de la bruja, en la medida en que esta opera como símbolo de la mujer históricamente criminalizada por su actuar insumiso e insurrecto, por desafiar el orden patriarcal y capital, y sus mecanismos de opresión y sometimiento.

Considerando los planteamientos de Federici sobre cómo la caza de brujas fue una de “la(s) causa(s) del desmoronamiento del mundo matriarcal [...]. Pues [...] destruyó todo un mundo de prácticas femeninas, relaciones colectivas y sistemas de conocimiento que habían sido la base del poder de las mujeres” (Federici 161), la reapropiación de la figura de la bruja en los textos aquí analizados funciona como un intento por legitimar esos conocimientos ancestrales-Otros, y por alentar la recuperación de los saberes perdidos y criminalizados, los saberes de los que las mujeres han sido privadas. En este sentido, especialmente en los personajes de La Bruja de la novela de Melchor y de la abuela del cuento de Ojeda, se pone en escena esa resistencia a la colonialidad del saber que establece jerarquías epistémicas que favorecen los conocimientos occidentales por sobre los no hegemónicos. Por otro lado, particularmente en “Sangre coagulada” y “Matronas”, vemos cómo se reactiva la figura de la bruja en tanto al poder de su alianza colectiva y de sus sancionadas formas de sociabilidad, movilización y acción política comunitaria, en cuanto prácticas subversivas y de resistencia.

Por lo tanto, acudir a personaje de mujeres brujas contribuye a esos intentos por resignificar o reescribir la Historia -particularmente la de cuerpos que han sido callados y borrados, como es el de las mujeres esclavas-, por reconstruir y visibilizar las genealogías de las experiencias de mujeres y de la lucha feminista; y con ello se busca no subestimar la fuerza simbólica y política de las mujeres.

Mediante la representación del aborto, y los personajes de las comadronas abortistas en estos textos ficcionales de Melchor, Ojeda y Arroyo se problematiza y reivindica la figura de la bruja-partera como legado de saber y poder de las trayectorias de rebeldías y de resistencias de las mujeres; al tiempo que, desde estos cuerpos que practican el aborto, y su soro/doloridad, se complejiza la relación entre la maternidad y las violencias patriarcales, capitalistas y coloniales. De esta forma, y concibiendo la clandestinidad y el cuerpo como el método y espacio donde se ejercen la violencia hacia las mujeres y, al mismo tiempo, como el método y espacio desde donde estas desafían al poder, los personajes aquí analizados presentan alternativas para salir del cautiverio generado por las diferentes opresiones que los atraviesan.

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Notas:

[1] 8M: día internacional de la mujer; 25N: día internacional de la eliminación de la violencia contra las mujeres. Desde hace unos años -siendo de referencia el 2018- diversos colectivos feministas de América Latina han utilizado la expresión “marea violeta” o “marea morada” para convocar durante esos días a marchas, manifestaciones masivas, en contra de las violencias patriarcales y las desigualdades, y por la lucha por la reivindicación de las mujeres.

[2] Para una revisión de textos literarios de autoras latinoamericanas en las que se aborda la presencia de las brujas, sugiero la lectura de la columna “Brujas nuestras”, de la escritora argentina Dolores Reyes, publicada recientemente en el dossier “Magia” de la Revista de la Universidad de México. Asimismo, destaco que en la Feria del Libro de Guadalajara de 2021, las escritoras Dolores Reyes, Ave Barrera y Brenda Lozano participaron en la mesa redonda “Brujas y modernas”, en torno a las brujas en la literatura y en sus propias novelas.

[3] Sobre las brujas en el cuento de Mariana Enriquez, véase “De brujas, mujeres libres y otras transgresiones el gótico en ‘Las cosas que perdimos en el fuego’ de Mariana Enriquez” (2019), de Inés Ordiz Alonso-Collada; y sobre los cuentos de las dos autoras ecuatorianas, el artículo de Anna Bocutti: “‘Espero que lo entienda: un ser así trae el futuro’. Monstruosidad y género en los cuentos de Mónica Ojeda y Solange Rodríguez Pappe” (2022).

[4] Es de recordar que el estado de legalización y criminalización del aborto en América Latina es diverso. A la fecha, diciembre de 2022, en solo ocho países el aborto está despenalizado con sus determinados plazos de gestación (Cuba, Puerto Rico, Guyana, Guyana Francesa, Uruguay, Argentina, México, Colombia). En otros la interrupción voluntaria del embarazo está penalizada sin excepciones (como el caso de El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua, República Dominicana, y Haití), y en el resto los estados lo autorizan, pero con la restricción de causales (que la vida de la mujer esté en peligro, por inviabi-lidad del feto, en caso de que el embarazo sea por violación o incesto, o por factores económicos).

[5] Sobre la representación del aborto en obras ficcionales de narradoras de América Latina de esta generación, y en diálogo con este texto, véase mi artículo: “‘La maternidad será deseada, segura, informada o no será’: el aborto en relatos ficcionales de autoras latinoamericanas actuales” (en prensa, 2023).

[6] Si bien esta no es la ocasión para profundizar en esta violencia, es importante tener en cuenta que Norma fue abusada sexualmente en reiteradas ocasiones por su padrastro, y tras enterarse de su embarazo, ante la culpa por defraudar a su madre, abandona su casa y viaja a la costa para suicidarse tirándose por un acantilado, situación que no realiza; pero sí decide practicarse un aborto, luego de la sugerencia, no carente de insistencia, de Chabela, la madre de Luismi, el chico con quien había comenzado una relación. Por su parte, la niña de “Sangre...” es violada en varias ocasiones por Reptil, el hombre que ayudaba a su abuela, la cual, al comprender que su nieta estaba embarazada de él, no solo le realiza un aborto, sino también envenena a Reptil y lo asesina. En línea con las legislaciones actuales de América Latina, estos abortos de embarazos de mujeres-niñas resultado de violencias sexuales entrarían en aquellos regulados bajo las causales de violación e incesto, no obstante, en los relatos las violaciones son silenciadas, mantenidas en secreto e impunes, y, como veremos, los respectivos abortos practicados en clandestinidad.

[7] El desconocimiento de asuntos biológicos y reproductivos se presenta también en el personaje de Luismi, cuando su padrastro se sorprende de que no supiera lo que era la menstruación: “¿Qué [sic] no sabía que todo aquello era normal, que mes a mes las mujeres sangraban de la cola[?]” (Melchor 65).

[8] Sin que el tema de la maternidad sea el eje de este artículo, es de mencionar también que, en las dos obras, a partir de las complejas relaciones filiales representadas, se da espacio a interrogar las categorías de “malas madres”. Siguiendo a Lagarde, las malasmadres son las mujeres cuya maternidad atenta y critica los estereotipos dominantes de la maternidad, la institución maternal y la noción hegemónica de madre. De esta forma, las fallas, el desamor, la falta de cuidados, el abandono y las agresiones, vienen a ser evidencias de que ciertas madres no pertenecen al ámbito “correcto” del universo maternal. Así, para las diversas ideologías dominantes las malas madres, al igual que las brujas, se ubican en la maldad y en el pecado, en la confusión y en la anomia, o en la sinrazón, en la locura (Lagarde, Los cautiverios 733), y con ello, son una muestra de una disfunción del instinto/amor maternal. En el caso de las obras, esto se manifiesta, en el texto de Melchor, en Chabela que odia a su hijo Luismi, y en la madre de Norma, que considera a todos sus hijos como “errores” y que, de hecho, deja a Norma a cargo de la crianza y cuidados de sus hermanos; también en “Sangre coagulada” de Ojeda, ya que la madre de la protagonista, que trata a su hija de estúpida y tarada (Ojeda 19), la deja con su abuela, quien le dice que “mami me abandonó y que no va a volver” (19).

[9] La situación de padre ausente y crianza llevada en soledad por la madre también se da en la niña protagonista del cuento de Mónica Ojeda quien relata que: “nunca había conocido al mío [a mi padre]” (Ojeda 23).

[10] Vinculado a lo anterior, y la idea de cuerpos monstruosos y execrables, no podemos pasar por alto que La Bruja de la obra de Fernanda Melchor es una mujer transgénero, por lo que la autora a partir de este cuerpo también está dando paso a la desestabilización de los paradigmas y estereotipos de sexo-género.

[11] Si bien no me detendré en ello, es de mencionar el cuidado con el que la abuela atiende a las niñas que acuden a sus servicios, con lo que se pone de relieve la importancia de la atención psicoafectiva en las mujeres que se realizan un aborto, presentándose la bondad en la abuela, en ese cuerpo condenado a lo demoníaco: “La abuela siempre las trataba bien. Les acariciaba la cabeza y les preparaba un remedio para que vomitaran antes de meterles la mano en el vientre” (22), “Según la abuela alguien tiene que meter la mano con cuidado allí donde duele. Alguien tiene que acariciar la herida. Por eso ella mete la mano muy adentro de las chicas y me enseña a acariciar bien” (25-26).

[12] En esta relación de mujeres ejecutoras del aborto y la maternidad y su dimensión subversiva, así como condición sancionada, no deja de ser significativo, por un lado, que la abuela representa a esos cuerpos de mujeres de sexualidad en edad no reproductiva, y, por tanto, asociados a la bestialidad de la no maternidad. Como mujer en edad mayor se relaciona con la imagen negativa que ha recibido la mujer vieja, envejecida, quien no solo ha perdido su fecundidad sino que también su seducción, identificándose con lo feo, lo amenazador, lo diabólico, con la bruja arpía (Chollet). Mientras que la niña, en lugar de ser una potencial colaboradora de esa maternidad “colectiva” (La-garde, Los cautiverios 390, 391), que se plasma en el ayudar en los cuidados, es colaboradora de la no-maternidad: no es adiestrada/instruida en esa maternidad lúdica, con la muñeca o haciéndose cargo de sus hermanos, lo que es otra forma de violencia pedagógica al servicio de la ideología patriarcal de la maternidad -como se da en el caso del personaje de Norma de la novela de Melchor-, sino que avanza en la construcción de otra feminidad.

[13] Es importante destacar la relación etimológica entre ambas palabras: matrona (mater + sufijo “ona” que alude a “que tiene funciones de”) y comadrona (“co” de unión o junto con + mater + “ona”).

[14] El cuento forma parte del volumen las Negras, el cual está compuesto por tres relatos que tienen de protagonistas a mujeres negras esclavas, centrándose en diferentes entornos y dinámicas de opresión y resistencia: el barco negrero (“Wanwe”), la celda (“Matronas”) y la hacienda de los amos (“Saeta”). Como es propio de la propuesta escritural de la autora, el libro se inscribe dentro de los feminismos decoloniales, antirracistas. De hecho, ya en su propia dedicatoria se plasma su posicionamiento, el cual va en diálogo con los de Angela Davis (Mujer, raza y clase) y bell hooks (¿Acaso no soy yo una mujer?), entre otras, en cuanto a realizar una crítica a la historiografía que, de forma misógina y patriarcal, ha invisibilizado la experiencia de las mujeres negras, entre ellas las esclavas, o la ha igualado a la de los hombres negros, atendiendo solo a la marca de opresión racial pero no a la de género, a la patriarcal. Así, el paratexto funciona como un reclamo a darles a las mujeres negras su lugar en la Historia, y en la historia de la resistencia: “A los historiadores / por habernos dejado fuera. / Aquí estamos de nuevo... / cuerpo presente, color vigente, declinándonos a ser invisibles./ rehusándonos a ser borradas” (Arroyo 7).

[15] Ante este punto, vinculado a la relación palabra-poder-insurrección, es de destacar no solo el reconocimiento por parte de Fray Petro del poder que implica su conocimiento del castellano, lo que se plasma en el episodio que le tapa la boca para que los capataces no la escuchen hablando con él en esa lengua, guardándolo como un “secreto” entre ellos; sino también que Ndizi, junto con ser cocinera, trabajadora de caña y comadrona, es también traductora entre los esclavos. Aquí destaco el gesto de Arroyo de visibilizar las lenguas dominantes, esclavas y aborígenes ya no solo haciendo mención a ellas en el relato sino, sobre todo, dándoles cabida en el propio habla de Ndizi a partir de fragmentos en cursivas, por ejemplo, cuando Petro le pregunta por los niños y ella traduce la palabra desde lengua africana, al inglés, al francés: “enuncia algunos fonemas espaciados [.] Construye frases con la conjunción de una palabra que parece ser mtoto, / m.’to.to / child/petit nené, o algo parecido” (Arroyo 74).

[16] Esto va en línea con el momento en el que le cuenta al sacerdote cómo junto con otros esclavos concluyeron que “lo mejor es morir, antes que humillarnos al opresor” (75), considerando hacer un “suicidio compasivo”, con lo que transmite su rechazo a todo mandato de sometimiento.

[17] Si bien este asunto no se aborda en el relato de Arroyo, cabe mencionar que las personas negras y los indígenas del Caribe, de la mano de sus creencias y rituales, se les reconoció por el sello de “diabólico”: “El destino común de las brujas europeas y de los súbditos coloniales está mejor demostrado por el creciente intercambio, a lo largo del siglo XVIII, entre la ideología de la brujería y la ideología racista que se desarrolló sobre el suelo de la Conquista y de la trata de esclavos. El Diablo era representado como un hombre negro y los negros eran tratados cada vez más como diablos” (Federici 273).

[18] De hecho, la protagonista cuenta quiénes son los asistentes que la observan y cómo el ser humillada genera satisfacción para algunos, presentándose esa criminalización colectiva también presente en las otras dos obras: “lugartenientes, capitanes de barco, hacendados y sus esposas, púberes y chiquitines con miras a heredar alguna hacienda, una docena de negras comadronas acusadas por primera o segunda vez y los oficiales que las observan censuradores con la esperanza de que escarmienten. Una nodriza de bebé blanco me rapa el cabello frente a todos. Los dueños que han perdido mercancías por mi culpa, aplauden” (92-93; cursivas personales).

[19] Al respecto Angela Davis señala que “Los abortos y los infanticidios eran actos de desesperación que no obedecían a un rechazo al proceso biológico en sí de la fecundidad, sino a las condiciones opresivas de la esclavitud” (Davis 206), esto entraría en diálogo también con los abortos de los relatos de Melchor y Ojeda, inscritos en circunstancias socioeconómicas precarias y vulnerables.

Por otro lado, el actuar de Ndizi dialoga con el de las protagonistas, también esclavas, de las novelas Yo, Tituba, la bruja negra de Salem (1986) de Maryse Condé, que aborta a su hijo no nato para no llevarlo al mundo de la esclavitud; y Beloved (1987) de Toni Morrison, que asesina a su hija para evitar que la regresen a la plantación; entre otras.

[20] De acuerdo con la propuesta autorial de Arroyo, en esa red de mujeres esclavas a la que les da cabida en su relato, plasma esos principios comunitarios fundacionales del feminismo negro contemporáneo, que “redefinieron la comunidad africana de la diáspora” (Federici 180).

[21] Cabe mencionar, por una parte, que Petro le reconoce que él y otros “nos hacemos pasar por colaboradores de la corona” (Arroyo 81) y le dice sus verdaderas intenciones, las cuales no son buscar su confesión sino que “documentar esta violencia que se ha desatado en la humanidad [...] esta histórica bestialidad” (81). De ahí, quizás, la decisión de Ndizi de no endulzar su relato. Sin embargo, Petro mismo, como otra subjetividad en insurrección, desde su modelo hegemónico, no logra legitimar o comprender la rebelión de ese ejército de comadronas-brujas. Así lo manifiesta Ndizi cuando percibe que el fraile no comprende que ninguna de ellas está arrepentida, sino que orgullosas de su labor: “La comadrona a mi lado llora y él se confunde. Piensa que llora por los niños muertos” (74; cursivas personales).

 

Ensayo de Fernanda Bustamante Escalona
Universidad de Alcalá (España)

fernanda.bustamante@uah.es

 

Publicado, originalmente, en: Letral, Núm. 30 (2023)

Letral es una publicación académica del Proyecto I+D+i LETRAL

Departamento de Literatura Española, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada

Link del texto: https://revistaseug.ugr.es/index.php/letral/article/view/26840

 

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