El mal y el animal, impotencia y profundidad a partir de una visión de Clarice Lispector

por Erik Del Búfalo
Universidad Simón Bolívar, Caracas (Venezuela)

ekbufalo@gmail.com
 

Resumen:

El mal es un asunto casi olvidado de la modernidad. Este olvido del mal, cuya esencia escapa a la razón instrumental, opera no obstante como una zona oscura y misteriosa donde vendrían a asentarse los fundamentos más conspicuos de la modernidad: la razón totalizadora y el imperativo moral en su forma más dialógica o dialogante. El mal en última instancia es la no transparencia de lo real, idea qué contradice toda pretensión de ilustración. Esa opacidad coincide con lo inorgánico de un animal, lo impensable de una vida. A partir de algunos pasajes de la obra narrativa de Clarice Lispector, ahondaremos en la naturaleza del odio y de su relación al mal y al animal. Finalmente diremos cómo la literatura tiene un lugar privilegiado para la comprensión del mal.

Palabras clave: vida, mal, animal, Aristóteles, Lispector.

Abstract:

Evil is a matter almost forgotten in modernity. This forgetfulness of evil, whose essence outflows the instrumental reason, operates nonetheless like a dark and mysterious zone where would come to settle the most conspicuous foundations of modernity: the totalizing reason and the moral imperative in its dialogical or conversational form. Evil ultimately has not transparency on reality, and this is an idea that refutes any principle of the Illustration. That corresponds to the inorganic opacity of an animal, the unthinkable of a life. After some passages of the fictional work of Clarice Lispector, we delve into the nature of the relationship between evil and animal. Lastly, we turn in how literature has a privileged place for the understanding of evil.

Key words: life, evil, animal, Aristotle, Lispector

I. El puente

Quien escucha hablar del mal en el contexto de la teoría, la ciencia o el campo académico puede ser llevado inmediatamente al terreno del escepticismo, cuando no de la mayor desconfianza ante una noción que suena a la más pura charlatanería. ¡Y no sin razón! Qué palabra tan antigua, tan poco moderna, tan lejana del pensamiento crítico. El mal pertenece a la esfera del pensamiento mítico y religioso y resuena en el contexto de cualquier episteme contemporánea a rancia reliquia del oscurantismo más remoto.

Todo el proyecto de nuestra modernidad, ya secular para nuestros días, se ha encargado de asociar el mal con alguna forma de ignorancia o de falta de conocimiento, y haciendo esto lo ha convertido en el fantasma marginal de la sinrazón, de los prejuicios, de las tradiciones. Desde Spinoza y el racionalismo hasta las teorías posestructuralistas, el mal como principio es inaceptable porque supone de suyo una región de lo real absolutamente impenetrable, impensable e injustificable. Asumir la “existencia del mal” es ubicarse de inmediato prácticamente en el ámbito de la irracionalidad moral y de allí, en el fanatismo político o religioso e, incluso, terrorista. Ignorancia, locura, pulsión o banalidad son los términos con los cuales se conjuga, sublimándolo, la presencia del mal de nuestra inteligencia contemporánea. Ya en la tradición filosófica el mal se encuentra generalmente asociado a la “falta”, en el sentido de no ser, de la privación de ser; por ello, el mal no constituye un tema de la ciencia ni el pensamiento, sino la ausencia o el desprecio de ese tema. El mal se presume sin positividad alguna, y así como la consciencia, se presenta siendo pura negatividad, negación del Ser, pero también ausencia de un lugar más allá del Ser. De modo que la ceguera es mala porque es privación de la vista, el vicio es malo porque es ausencia de virtud y el mal en sí mismo es entendido solo como la negación del Bien. Este misma visión hace eco en el pensamiento cristiano: el mal es pecado, falta de obediencia al orden, a las leyes de Dios. Desde el punto de vista filosófico o teológico el mal es simplemente negación de lo real, no algo que sea real por sí mismo. El mal es lo que no puede ser, pero este no poder es la manifestación de un Bien que no fue. Visto así, “la caída” del ser adánico, o más bien, lo que llamamos el hombre de la caída, es la manifestación de un ser que no pudo ser según su designio primero. El hombre es la falta de Adán, no Adán tal cual era. Toda la tradición occidental incluyendo al cristianismo, que no es otra cosa que el judaísmo helenizado, nos habla de que no somos lo que debimos haber sido y que el Bien es ser algo que aún no somos. Desde “el andrógino” de Platón hasta el “superhombre” de Nietzsche hemos sido un puente, un tránsito, un pasaje desde algo que no fue a algo que debemos ser pero que seguramente nunca seremos.

Puesto así, evidentemente del mal no podemos tener un concepto ni siquiera hacernos una tesis, como apunta Rüdiger Safranski (Cf. 2005:12). Del mal solo alcanzamos tener un relato; o dicho de otro modo, el relato, es decir el juicio de lo que fue o de lo que no fue, representa aquello que puede mostrarnos mejor los avatares del mal. Por ello, no es casual que con la decadencia, en el siglo XVIII, de la gran narración cosmológica propia de las religiones haya aparecido el romanticismo y un siglo después “la literatura” haya inventado la figura del intelectual con el “Yo acuso” de Émile Zola. La figura del intelectual como el último moralista ya suplanta la idea del mal por la del simple prejuicio social. La historia, en el sentido del relato que también es la Historia, aparecida primero como evangelio —el año cero de Cristo— y devenida luego imagen, pobló las pantallas de los cines y los televisores del siglo XX. Religión, literatura y espectáculo no fueron sólo los pilares de los aparatos ideológicos sino también de los grandes relatos sobre “el mal”.

La misma Hannah Arendt plantea en forma de relato, casi de crónica biográfica, la labor “desapasionada”, imaginaria, ficcionada, el problema de la banalidad del mal; es decir, el mal “sin interés propio”, el mal como mediocridad del espíritu, como embrutecimiento de masas y como insensibilidad burocrática. En Eichmann en Jerusalen, leemos, por ejemplo, un fragmento de un tono novelado, que es parte del texto mayor, donde la palabra “relato” aparece innumerables veces: “La desilusión de Eichmann se debía, principalmente, a que en su nuevo empleo tendría que comenzar de nuevo desde el último peldaño, y su único consuelo consistía en saber que otros habían cometido el mismo error que él.” (2012:27).

El mal no se puede explicar, solo se puede narrar como un personaje literario o como una atmósfera novelesca. En medio de esta imposibilidad de razonamiento y demostración, como relato, el mal toma, no obstante, un curioso lugar en la construcción de toda visión del mundo, el lugar de un “puente” entre ser y nada, entre pasado y presente, entre el vacío de la razón y la plenitud del juicio moral. Entre caída y esperanza, la negación del mal es el último consuelo.

2. El ojo del animal

Pero mucho antes de este consuelo, tenemos que remontarnos al primer “error”, la primera falta. En efecto, la consecuencia más primaria, aunque indirecta, de la aparición del mal es la creación del animal. El “error” de Adán es la condena de todo lo viviente, es la introducción de la falta en la misma vida; es la vida cuyo único horizonte es la muerte, siendo la muerte, además, únicamente la privación de la vida, una nada, un sin lugar, un sinsentido. Después de castigar a la serpiente condenándola a arrastrarse por el mundo y sentenciando a la primera mujer a parir con dolor, Yahvé condena a Adán a trabajar y a labrar la tierra que desde ese entonces será “maldita” (“maldita la tierra por tu causa”)[1] Maldecir quiere decir en este contexto que las palabras se dirigirán a las cosas con una vocación de yerro, de desorden, de caos, de impotencia, de mal. En el no poder decir sino malamente la verdad consiste la reprensión divina del hombre caído y con ese maldecir deberá labrar un mundo condenado a la fragilidad. El animal, reivindicado por el pensamiento moderno, por el mecanicismo cartesiano, el animal puramente máquina, es igualmente una palabra antigua, que en su origen es contraria a la biología, a la ciencia de la vida, como la entenderíamos hoy. Pues lo que caracteriza al animal es estar justamente “animado”, tener un ánima. El animal es un ser cuya ánima no participa del lenguaje, un ánima opaca, oscura, “negra” en su transparencia, incomprensible para nosotros: un alma sin relato. El animal no dice, el hombre está condenado a un maldecir.

Como no tiene relato, el animal no puede pecar aunque esté condenado. El animal es la ausencia del mal en la vida. El hombre, en cambio, tiene el mal como primera fuente de su inteligencia. Spinoza lo dice claramente hablando de la noción de “libertad”, es libre arbitrio, capacidad de elegir entre el bien y el mal, pero esta capacidad viene del mal mismo, de la caída y del fratricidio. Todo el lenguaje religioso es prueba de ello. “Dios, con sus palabras y razones, quiso únicamente adecuarse a la inteligencia de Caín” (Tratado Teológico-político, Cap. II, § 53).

La vida del animal pertenece a la zoología, es decir a la vida que no es biológica, que no se sabe vida, que no está organizada por el discurso, por el logos. Esta disyunción de la vida, como aparece en Aristóteles, y recientemente explicada por Girogio Agamben, se encuentra en el centro de nuestra imposibilidad de pensar el mal, pero por ello mismo puede ser la puerta de su esclarecimiento. Esclarecimiento que solo permite la impotencia:

Mientras que el fuego sólo puede arder y los otros vivientes pueden sólo su propia potencia específica, pueden sólo este o aquel comportamiento inscripto en su vocación biológica, el hombre es el animal que puede su propia impotencia (2009: 64).

Si el hombre es un animal que tiene conciencia de su impotencia y esta conciencia es su poder, el animal, como bien apunta Bataille, es nuestra “profundidad” (1973: 30-31). La profundidad aquí significa aquello que “se me escapa” dentro de mí aunque me sea absolutamente familiar, este eco con “lo siniestro”, el unheimlich de Freud, la inquietante extrañeza de lo que nos rodea, de lo conocido, no se encuentra afuera de nuestra propia mirada: la profundidad aquí es exterior, la vemos en el mundo o en nuestra imagen en el espejo como algo incomprensible, indefinible que se nos escapa. El animal es la vida que se escapa dentro de nosotros y fuera de nuestra voluntad. Poder realizar la impotencia significa entonces poder atravesar la profundidad, ese vacío en lo profundo, y no lo profundo mismo, es el signo del sujeto, de la libertad. El animal aparece así como el horizonte interior de nuestro límite, de nuestra finitud y el lugar en nosotros del dolor y la muerte. Pero el “mal” no viene del dolor sino de la libertad. Y es aquí donde el animal emerge como la coartada moderna del mal. En el mundo griego, el animal y el hombre son contemporáneos, existen desde siempre: el hombre para Aristóteles es un animal (un ser animado) que lleva en su esencia, es decir que arrastra consigo, en su materia, al lenguaje ( ζωον  λόγον έχον ), para el antiguo testamento el animal —como opacidad de la vida— es el resultado de la maldición de la tierra y por ello es posterior al hombre (en el Génesis todos los animales vivían de las plantas, recordando la Edad de Oro del Paraíso[2], y sobre ellos el hombre que no es un animal, sino un ser a imagen de Dios)[3] En nuestra ideología moderna el hombre es un animal entre otros animales y de hecho es producto de la animalidad en tanto ésta evoluciona, somos un simple animal evolucionado. El hombre, de esta manera, se vuelve, deviene inmanente al animal, aunque “superior”, un animal más y a la vez un animal que se sabe animal. Pero, no en el sentido de Aristóteles, pues también para él, la parte del alma que pertenece al logos no pertenece a su vez al movimiento (es decir a la corrupción) y, por ello, no pertenece tampoco a la naturaleza biológica sino a lo divino (los animales son capaces de tener phronesis y aesthesis pero no episteme por ejemplo)[4] De hecho, le debemos a Aristóteles, más que al judaísmo, esta tensión entre animalidad y divinidad cuyo campo de batalla es el hombre y que la Iglesia católica tomará como suya. Resumiendo, solo después del darwinismo —es decir, desde hace relativamente poco tiempo en términos históricos— el hombre es posterior al animal. Y es en ese sentido donde la idea de que el animal es nuestra profundidad es totalmente comprensible.

"El búfalo” de Clarice Lispector

Si bien la pérdida de la naturaleza especial del hombre, que se ha hecho inmanente al animal en la modernidad, es explicado por Kafka, pues la humanidad cuya dignidad es igual a la del animal le corresponde la misma vida sin sentido, el animal vuelve a marcar la transcendencia del hombre en Clarice Lispector. ¿No es, de hecho, de algún modo, La pasión según G.H. la antítesis de La metamorfosis? En efecto, en Kafka el hombre es la inmanencia entre lenguaje y vida sin lenguaje es una intensidad que a su vez es indefinible salvo como un dudoso coleóptero. En cambio, la cucaracha de Lispector no es un coleóptero más, es la imposibilidad de que la vida sea reducida a lo orgánico. Hay algo de la trascendencia de la muerte, de la pura visión descarnada, en la sustancia vital que emana de un bicho, pero que no pertenece a ese bicho ni a nadie. Es la visión de la humanidad pura, sobrenatural, que se ve sin vida, sin cuerpo, es la existencia fuera del mundo.

En el cuento de Lispector, “El búfalo”, una mujer, que ha sido rechazada por el hombre que ama, visita el parque zoológico con el fin de encontrar algún animal que se haga partícipe de su dolor y que le enseñe a “encontrarse con el propio odio”, para “aprender a odiar para no morir de amor”. Sólo que “era primavera” y todos los animales parecían refocilarse en la fruición de ser sí mismos. Hasta que, de pronto, se topó con un búfalo negro, tan negro que no tenía rostro, “un cuerpo ennegrecido de tranquila rabia”. Un cuerpo, sin rostro, un puro cuerpo con ojos. Y en la mirada de aquel búfalo la mujer encuentra por fin el odio íntimo que la lleva a la privación de sí misma, a su desfallecimiento, a su evanescencia, pues el odio es un dolor en la nada, pues el odio no quiere ser el odio de nadie, sino el odio de sí mismo, el odio sin rostro, el odio profundo, el odio máquina, el odio impersonal. No poder atravesar la profundidad de la impotencia termina en odio, el odio viene así del fracaso de no entender la propia impotencia.

Maurice Blanchot, comentando Las elegías de Duino de Rilke, nos muestra cómo la mirada del animal sobre “lo abierto”, lo que es indefinido porque es ilimitado, es aquel que está “libre de morir”, en contraposición a nosotros “que solo vemos la muerte”, pues nuestra vida está cerrada sobre nuestros propios límites (1955:189). Esto es, la vida sometida a tener siempre nuestro propio rostro, que cuando es rechazado por otro, queda fijado en ese horror narcisista sin poder escapar. El odio es lo contrario del amor, en el sentido que es privación de amor; es decir, privación del otro. En el odio solo podemos ser nosotros mismos hasta el horror: no podemos ver nada más, no podemos estar en el lugar de nadie más, no podemos ser otra persona. El amor es la necesidad de sobrepasar este límite, pero su fracaso nos hace morir doblemente, pues no sólo se nos impide lo ilimitado fuera de nosotros, sino que también se petrifica lo indefinido de nuestro interior, dejándonos, como Eurídice, expectantes de una salvación imposible. El mundo entero pierde su profundidad y como pura superficie aplasta todo sentido. Es aquí que el mal encuentra en este portentoso animal aquello que no fue, pero pudo ser; esto es, un amor imposible que se ha vuelto imposibilidad del amor a secas. El odio no es banal, Eichmann no odiaba a los judíos, según su testimonio “kantiano”, solamente ejecutaba su deber, cumplía órdenes, se hacía parte de una gran máquina administrativa que también es una bestia sin rostro pero con ojos; ojos que lo ven todo. El mal en Eichmann era no poder dejar de ser Eichmann. El mal de la mujer de “El búfalo” no era la falta de amor sino la imposibilidad de dejar de ser ese odio que solo era ella. Esa es la profundidad que marca “el búfalo negro” en nosotros. Lo contrario del amor no es su privación —el odio— sino el mal, nuestra incapacidad ante la impotencia en la resquebrajadura de toda profundidad: desvanecer, negar al otro en nuestra propia falta y solo quedarnos, como en el relato de Lispector, “de pie, en un sueño profundo”; hasta desmayar y que todo se pierda.

Notas

[1] Gén. III, 17.

[2] Gén. I,30.

[3] Es importante señalar aquí que si los animales fueron creados “un día” antes que el hombre, el hombre es anterior al tiempo, pues estaba junto al logos. En efecto, el evangelio helénico de Juan, pone al logos (el verbo) al principio de las cosas y el hombre que siendo a “imagen y semejanza” de Dios ya estaba concebido antes de la creación (Juan, I, 10), es por ello que Cristo, el “logos encarnado” salva también a Adán en un acto que está fuera del tiempo.

[4] Aristóteles, Partes de los animales: I 1, 641a 3 3-b 10.

Referencias Bibliográficas

Agamben, Giorgio (2009). Desnudez. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora.

Arendt, Hanna (2012). Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal. Buenos Aires: Lumen.

Bataille, George (1973). Theorie de la religión. París: Gallimard.

Blanchot, Maurice (1955). L’espace littéraire. París: Gallimard.

Lispector, Clarice (2002). Cuentos escogidos. Madrid: Alfaguara.

Safranski, Rüdiger (2002). El mal o el drama de la libertad. Barcelona: Tusquets.

 

Erik del Búfalo
ekbufalo@gmail.com

Universidad Simón Bolívar, Caracas (Venezuela)

Publicado, originalmente en: Voz y Escritura. Revista de Estudios Literarios. N° 24, enero-diciembre 2016.

SABER-ULA, Universidad de Los Andes - Mérida - Venezuela

Link del artículo: http://www.saber.ula.ve/bitstream/123456789/43243/1/articulo2.pdf

 

Clarice Lispector en Letras Uruguay

 

Editado por el editor de Letras Uruguay (autorizado, el día 22 de agosto del 2017, por el autor)
echinope@gmail.com / https://twitter.com/echinope

facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

Círculos Google: https://plus.google.com/u/0/+CarlosEchinopeLetrasUruguay

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

Si desea apoyar la labor cultutal de Letras- Uruguay, puede hacerlo por PayPal, gracias!!

 

"#Literatura #latinoamericana seleccionada en http://acervoyatasto.com los mejores #libros nuevos y usados"

 

Ir a índice de ensayo

Ir a índice de Erik Del Bufalo

Ir a página inicio

Ir a índice de autores