Consejos para no olvidar

Me pidieron que redactara consejos para olvidar al hombre o a la mujer “equivocados”.

Quise saber dónde hallar las diez tablas con las mágicas recetas para cancelar en el alma una pena extraordinaria o arrancar ese sabor amargo de las entrañas.

Joaquín Sabina asegura en una canción, que tanto la quería a la pérfida que tardó en aprender a olvidarla diecinueve días y quinientas noches. Otros varones acuden a las bebidas espirituosas, le dedican la última curda, se les “pianta” un lagrimón y escriben un tango mitológico. También están los que, como Silvio Rodríguez, ruegan que los sorprenda una luz cegadora, un disparo de nieve, o que por lo menos se los lleve la muerte, y están aquellos como Serrat, que hacen catarsis dedicándole un himno como el tema: Lucía.

Algunas mujeres practican, como un manotazo de ahogado, los cambios estéticos (nuevo peinado y color de cabello, distinta ropa o manera de vestirse), hacen cursos de aprendizaje insólitos, viajan y viajan por el mundo, o si no les alcanza la plata para tanto, simplemente inician terapia psicológica.

Y las más prácticas, que son la mayoría, se buscan otro tipo y listo.

Finalmente están aquellos, de sexo indistinto, que ansían encontrar a un científico como Howard, el vejete piola que inventó la máquina que borra de la memoria el amor equivocado, tal como se muestra en la última película de Jim Carrey,  Eterno Resplandor De Una Mente Sin Recuerdos.

De pronto, mientras empezaba a redactar esa posible lista de sugerencias para gambetear el sufrimiento, mis neuronas me enfrentaron a una inesperada remembranza, una anécdota extemporánea que yo creía sepultada. Tenía yo once años cuando en el aula donde cursaba la escuela primaria apareció de visita una inspectora docente. La funcionaria era muy alta y la rememoro con un gesto adusto y una mirada terrible. Me eligió para pasar al frente y temblando me acerqué a la pizarra.  Una vez allí me pidió con su tono de emperador romano que resolviera una simple cuenta de multiplicar, pero yo estaba tan confundido por el miedo que esa señora me inspiraba, que no pude hacerlo. Sentía mi cabeza totalmente vacía, sin conocimientos previos. Entonces ella sentenció duramente: “Alumno, si usted no puede ejecutar esta operación matemática en quinto grado, yo debería mandarlo de nuevo a primero, ya mismo”.  Con la sangre aún congelada por aquella imagen, me pregunto hoy si en la vida nuestros cambios cualitativos, es decir, la tan famosa evolución, la alcanzamos precisamente si logramos re-significar las experiencias pasadas y no al revés, cuando volvemos a tropezar con la misma piedra por haberlas enterrado. 

Entonces, en vez de olvidarlo, sugiero agradecer en silencio al amor equivocado, porque nos enseñó todo lo que no queremos volver a vivir nunca más. Si no, quizás corremos el riesgo de descubrir que Dios es aquella inspectora que me retó a mi, aquella vez, cuando era chico.

Luis Buero

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