Oliverio Girondo: el viaje hacia la poesía

por Mónica Bueno[1]

 

Resumen

Oliverio Girondo fue un viajero empedernido. Hizo de esta práctica vital, experiencia literaria al punto de transformar la metáfora del viaje en dispositivo de su poética. La forma de su obra como totalidad, como magna ópera, se diseña con varias recurrencias. Una de ellas es el viaje. La figura del viajero recorre sus libros y hace que sus lectores nos transformemos en compañeros de ruta, en seguidores de su vuelo hacia la poesía.

Palabras clave

Poeta - viaje - vuelo - utopía - lenguaje - vanguardia.

Abstract

Oliverio Girondo was an inveterate traveller. Made this life s practice, literary experience to the point of turning the metaphor of the trip in his poetic device. The form of his work as a whole, as magna opera, is designed with multiple recurrences. One of them is the voyage. The figure of the traveller through their books and makes your readers we transform us in companions on the road, in followers of their flight into poetry.

Keywords

Poet - trip - flight - utopia - language - modernism.

“A veces rotundo / A veces muy hondo / se va por el mundo / girando Girondo” escribió Gómez de la Serna. La broma condensa la fascinación de Oliverio Girondo por el viaje. Ciertos hitos de su vida lo demuestran: por ejemplo, siendo muy joven, hace un acuerdo con sus padres que las dos partes cumplen a rajatabla: un viaje anual a cambio de la carrera de Derecho en la Universidad de Buenos Aires. Esta fascinación tiene su correspondencia poética. La experiencia del viaje es para Girondo un dispositivo poético. Si es posible pensar su obra como una “magna ópera” diseñada con líneas de coherencia interna, es la figura del poeta que se trasmuta en la del viajero una de esas líneas que llevan también al lector, como viajero, hacia ese lugar /no lugar de la poesía que es su último libro.

Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, su primer libro, aparece en 1922. Se publica primero en París y luego en Buenos Aires[2]. Tiene el éxito esperado. Como señala Jorge Schwartz, en ese juego de yuxtaposición, de montaje cubista de los poemas, al modo de postales desordenadas, está planteado el gesto de lo nuevo que Girondo perseguía (definición explícita en el manifiesto de la revista Martín Fierro que él escribe: “Todo nuevo bajo el sol”).

Veinte poemas son postales del viaje tradicional a Europa mezcladas con el recorrido por una Buenos Aires más futurista que real, la villa marplatense, recreo de los terratenientes y sus hijos, Dakar o Río de Janeiro[3]. Girondo marca cada postal-poema con la fecha y el lugar pero los textos distorsionan la imagen de la fotografía turística porque los poemas hacen de la mezcla su dispositivo y el desorden de las imágenes yuxtapuestas quiebra la sintaxis del relato de viaje. “Paisaje bretón” es la primera postal que nos arroja. El título indica un modo que el poema defrauda: todo paisaje, nos dice Adorno, es un tema cultural. Sin embargo, Girondo defrauda; no hay contemplación sublime ni diseño romántico del espacio excepcional que involucra al sujeto:

Douarnenez,

En un golpe de cubilete,

Empantana

Entre sus casas como dados,

Un pedazo de mar,

Con un olor a sexo que desmaya (53).

Francine Masiello (1986) señala que en la vanguardia la presencia del sujeto en el texto tiene dos modos: se torna organizador textual o se difumina, se fragmenta hasta desaparecer[4]. En este libro, este sujeto se metonimiza en un ojo que mira y recorta pero esa mirada organiza la disposición de las imágenes que selecciona irreverentemente. La mezcla está también en esos recortes que le permiten fusionar lo sagrado con lo profano, lo público con lo privado y, de esta manera, abolir límites. En este sentido, como señala Beatriz Sarlo, la mirada se torna corrosiva de la moral burguesa (1988: 62-67). Pero también esta mirada se fascina por los resultados de la modernización, por el movimiento de la máquina, por las formas de la tecnología. Desde el título, se marca el cambio en los modos de vida: una nueva forma de lectura acorde con el vértigo de los nuevos tiempos. Los Nocturnos, por ejemplo, resignifican su forma porque fusionan la atmósfera de la noche en la que se basa la trasposición poética (basta pensar en los Nocturnos de Asunción Silva) con la luz eléctrica:

A veces se piensa, al dar vuelta la llave de la electricidad, en el espanto que sentirán las sombras, y quisiéramos avisarles para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los rincones. Y a veces las cruces de los postes telefónicos, sobre las azoteas, tienen algo de siniestro y uno quisiera rozarse a las paredes, como un gato o como un ladrón (59).

En su siguiente libro, Calcomanías, el viaje turístico se centrará en España, la parodia se arma en función de la mirada corrosiva frente a la tradición ajena fundada en una suerte de religiosidad para turistas. “Semana Santa” es un largo poema en prosa que va corroyendo las formas de la liturgia católica en España como una suerte de escenificación absurda. El tono de la parodia subsume los rituales conocidos en las fisuras de una mirada que denuncia la falsa teatralidad de cada uno de los días de esa semana:

Jueves Santo

Es el día en que reciben todas las vírgenes de la ciudad.

Con la mantilla negra y los ojos que matan, las hembras repiquetean sus tacones

sobre las lápidas de las aceras, se consternan al comprobar que no se derrumba ni una

casa, que no resucita ningún Lázaro (126).

Queremos poner el acento en ciertos procedimientos de estos primeros textos: la mezcla, la ruptura de límites, el viaje que implica la mirada corrosiva, un sujeto que se metonimiza en un ojo turístico e irónico y el propósito firme de quebrar las continuidades que indican los lugares de la poesía, de la cultura, de la religión, de la moral. Una mirada moderna donde el futuro tiene más contundencia que el pasado. Borges ironizaba al respecto en la reseña a Calcomanías: “Es innegable que la eficacia de Girondo me asusta”[5]. En 1925, Girondo publica Espantapájaros con un paréntesis interesante “(al alcance de todos)”. Esta aclaración no es gratuita: Girondo lleva el libro a la calle. Más exactamente: hace construir una carroza con un muñeco de papel maché que pasea por la, entonces, angosta 9 de julio mientras bellas señoritas ofrecen el libro. Una operación impecable de marketing. La edición se agota en el día. En uno de sus Membretes Girondo declara: “Un libro debe construirse como un reloj y venderse como un salchichón” (146). El poeta prueba su axioma y lleva la poesía está en la calle, al alcance de todos. Un espantapájaros es un sujeto que no es, es un simulacro, una representación casi paródica del yo. Por eso, Girondo ensaya su estrategia de ruptura frente a la tradicional homologación entre la imagen social del poeta y la imagen textual. Mignolo lo ha señalado con acierto en un artículo ya clásico: la vanguardia quiebra esa recurrente unión entre las dos imágenes. La imagen del yo que se construye en el texto rompe el espejo del sujeto autoral[6].

La metonímica figura del ojo que mira deja paso a un sujeto que se hace presencia en el texto porque se define justamente con predicados impertinentes: soy una patada, un cocktail, una transmigración. Primer paso de un nuevo modo de viaje que dejará de lado las geografías físicas para armar itinerarios por espacios privados u por lugares fantásticos, extraños. Este sujeto hecho de imprecisiones y distorsiones desandará el camino de lo cotidiano, recorrerá los espacios sociales interiores y marcará los vacíos formalismos de los códigos. Una moral encorsetada, una burguesía con telarañas en los ojos. La clave está en el caligrama que abre el libro (“Subo las escaleras arriba / bajo las escaleras abajo" (155)). El viaje se define ahora en un movimiento y en una materialidad en el papel. Este sujeto, además reconocerá sus límites que son los de todos (“yo no sé nada/nosotros no sabemos nada” (155)). Es por eso que no dudará en ceder la voz. En uno de los textos, la abuela define las tanáticas maneras de la costumbre. “Aunque les notemos las alas, carecemos del coraje de llamarlos arcángeles” (183). Nombrar la cosa y en el nombre representarla, por lo tanto, poseerla. Ese parece ser el punto al que nos lleva su poesía: el lenguaje y la representación de mundo.

La mezcla en Espantapájaros adquiere un nuevo cariz porque el viajero se ha redefinido, como vimos, y tiene nuevos atributos. Por un lado el arco del registro poético se extiende desde la forma tradicional del verso en el texto a la ficción narrativa, por ejemplo, en el relato que cierra el libro. En ese arco se conjugan modos de relato de procedencias remotas. Al respecto, Saúl Yurkievich señala con justeza que esta gama variada se construye con modos de tradiciones lejanas: el mito, la fábula, el apólogo son algunas de las figuras a las que Girondo recurre para construir sus textos de “canto-cuento” como los llama Yurkievich[7]. El modo del relato configura la mirada del viajero de una manera disonante por la marca monstruosa, demónica o mítica de lo humano. Veamos algunos ejemplos, en el primero, la forma del conjuro le permite una letanía demonológica y cotidiana al mismo tiempo: “Que los ruidos te perforen los dientes, como una lima de dentista, y la memoria se te llene de herrumbre, de olores descompuestos y de palabras rotas” en el segundo, lo erótico se transforma en terrorífico y lo humano en monstruoso:

Me estrechaba entre sus brazos chatos y se adhería a mi cuerpo, con una violenta viscosidad de molusco. Una secreción pegajosa me iba envolviendo, poco a poco, hasta lograr inmovilizarme. De cada uno de sus poros surgía una especie de uña que me perforaba la epidermis. Sus senos comenzaban a hervir. Una exudación fosforescente le iluminaba el cuello, las caderas hasta que su sexo -lleno de espinas y de tentáculos- se incrustaba en mi sexo, precipitándome en una serie de espasmos exasperantes (189)[8].

En 1935, Girondo publica un texto curioso, un relato que narra el recorrido de un flaneur que mira sin euforia la ciudad modernizada. El narrador nos cuenta la historia de un hombre cansado, con un hartazgo de la modernidad urbana. Nos dice: “Lo veo, recostado contra la pared, los ojos casi fosforescentes” (247). Como ya lo había hecho en el libro anterior, el narrador deja su lugar a ese hombre (las comillas indican la voz de uno en lugar de la del otro). “Europa es como yo -solía decir- algo podrido y exquisito” (250). Más adelante concluye “Aquí en cambio, la tierra es limpia y sin arrugas” (251). Contará entonces su experiencia de viajero y caminante, particularmente el relato de una noche de descubrimiento y revelación hacia los suburbios de la ciudad. El sujeto deja el espacio urbano en un doble sentido: camina hacia los límites y al mismo tiempo se despide de la actitud de celebración de sus textos de juventud. El viaje nuevamente es geográfico pero se ajusta a la cartografía de Buenos Aires. El cruce de la frontera urbana implica el descubrimiento:

Las capitales europeas carecen de límites precisos, se amalgaman y se confunden con los pueblos que los circundan. Buenos Aires, en cambio, en ciertos parajes por lo menos, termina bruscamente, sin preámbulos. Algunas casas diseminadas, como dados sobre un tapete verde, y de pronto: el campo, un campo tan auténtico como cualquiera. Parecería que el arrabal no se animara a distanciarse del adoquinado. Y si un almacén corre ese riesgo, se tiene que enfrentar con la pampa. Durante la noche, sobre todo, basta internarse algunas cuadras para que ninguna luz nos acompañe. De la ciudad no queda más que un cielo ruborizado. (258)

Un campo idealizado donde la representación del espacio descubierto responde a los clishés literarios. Girondo retoma en esta oposición ciudad/ campo una tradición de la literatura argentina (Pensemos sólo en el Fausto de Del Campo y el encuentro de los gauchos en ese espacio intermedio, neutral entre el campo y la ciudad) que se funda en una tensión ideológica y cultural que, como bien ha señalado José Luis Romero, recorre toda la historia de América Latina. Pero como Dahlman en “El sur” hace el recorrido que muda las formas espaciales pero también define la mirada del sujeto.

Persuasión de los días aparece en 1942: a medio camino entre la euforia de los veinte y la madurez, se trata de un momento de replanteos. El poeta recurrirá a las formas poéticas más tradicionales (la estrofa, el ritmo y la rima) y, al mismo tiempo, experimentará la relación entre el vacío y la letra y apuntará al juego de los significantes.

Todo libro de poemas es un diseño donde la manera de entrar y de salir de ese diseño tiene claves, guiños. El primer poema de este, “Vuelo sin orillas”, tematiza ese viaje tenaz del sujeto poético que, hemos visto, tiene flujos y reflujos, pero es siempre la búsqueda de una utopía. Citemos la última estrofa:

Ya no existía nada,

la nada estaba ausente;

ni oscuridad, ni lumbre,

-ni unas manos celestes-

ni vida, ni destino,

ni misterio, ni muerte;

pero seguía volando

desesperadamente. (271)

El tiempo persuade, nos dice Girondo, pero además otorga distancia y muestra las faltas, los errores y las enmiendas. “Azotadme, no lamí la rompiente” (274). Este sujeto se confiesa. Sin embargo, más que un gesto biográfico de mea culpa parece tratarse de una denuncia de su ejercicio poético. Girondo sabe que ha experimentado en la superficie, en las alegres miradas de juventud pero que ese gesto no alcanza. Su viaje por geografías ajenas y propias dará un giro significativo. En “Rebelión de vocablos” es el grito final que muestra la decisión: “basta... no quiero” (352).

El diseño de este libro también guarda claves para entender al viajero y a su búsqueda. Dividido en cinco partes. La primera parte sintetiza los modos de transición. La trágica constatación de la equivocación, como antes veíamos, se conjuga con la certeza del descubrimiento de otro espacio, el campo. Por otra parte, la carencia, la incompletud del lenguaje lo lleva a la experimentación con un estado de la lengua que anula la referencia, que hace estallar los modos de representación (“Es la baba. / Su baba. / La efervescente baba. / La baba hedionda, / cáustica; la negra baba rancia/que babea esta especie babosa de alimañas... (291)).

Esta primera parte se completa con una serie de Nocturnos que le sirven en este caso para definir un sujeto poético que se evapora, que se fragmenta. Un yo que se define por la negatividad (“No soy yo quien escribe estas palabras huérfanas” (295)), cuyo cuerpo se independiza (“sin explicarme cómo esa mano/ es mi mano, / ni saber porqué causa se empeña en disminuirme.” (297)).

La segunda parte encierra un sentido de expiación y transformación de ese sujeto que se niega a sí mismo y cuyo cuerpo le resulta un límite, una traba que debe atravesar. Redefinición de la materialidad del sujeto y puesta a prueba de sus atributos. Los títulos de los poemas dan la pauta de este punto. “Derrumbe”, “Cansancio”, “Hay que compadecerlos”, “Nihilismo”, “Deserción”, “Desmemoria” muestran ese trasvasamiento de los límites que el sujeto poético reconoce: antes el cuerpo, ahora la memoria, la tradición, el espacio, la historia, el lenguaje. Transición decíamos antes, tránsito, abandono definitivo de modos y espacios y conciencia de la búsqueda. El viajero elige un nuevo itinerario que será recorrido utópico, esto es, tensión hacia un espacio que existe solamente en la poesía. Los deícticos juegan en función de ese puente que construye en este libro entre el viajero, el viaje y el lugar que no existe. “El” justamente es el poema donde el pronombre define esa utopía que construirá en el espacio poético (“Esperaba encontrarlo en mi camino” (322)).

Por eso, la última parte comienza con “Espera” y todos los poemas siguientes rondan la formulación de un espacio y un tiempo, mejor dicho, un no-tiempo y un no-lugar. “Lo que esperamos”, otro poema de esta tercera y última parte del libro, nombra ese futuro que encierra lo aún no acontecido y en esa utopía posible está la diferencia del lenguaje:

Y usaremos palabras sustanciosas,

auténticas,

no como esos vocablos erizados de inquina

que babean las hienas al instarnos al odio (...)

sino palabras simples,

de arroyo,

de raíces,

que en vez de separarnos

nos acerquen un poco; (368)

Como en “Rebelión de vocablos” pero en un tono tradicional, el poeta apuesta a quebrar el cerco del lenguaje: nombrar es inventar un mundo y en ese poder absoluto confía Girondo .Es ahora un viajero en la poesía; se ha ido por el mundo, como pedía su amigo Gómez de la Serna, pero por un mundo que tiene sólo densidad poética.

Su próximo libro, Campo nuestro (1945), ubica la utopía en un espacio eglógico, sin duda, literario, construido en la poesía. Se trata de un largo poema donde las imágenes fundan la decisión del viajero. El campo tiene el ritmo “par coeur”, como diría Pascal que es la carencia y el deseo del poeta (“Oyes, campo, ese ritmo? / Si fuera el mío / sin vocablos ni voz te expresaría / al galope tendido” (376)).

El ritmo del silencio y la tensión hacia la nada; la experimentación con el límite y el no-lugar del poema, es decir, En la masmédula (1954), su giro final, la última pirueta del viajero empecinado. Destruir las formas lógicas del lenguaje, vaciar los aspectos más superficiales de la comunicabilidad, abrir la carga de sentido del significante serán sus operatorias básicas. El sujeto está (es) el significante, existe en y por su existencia. Lacan nos lo dice; desde los estoicos se sabe: todo significante se estructura en términos topológicos. Los poemas de Girondo juegan con el límite de esa experiencia.

Gaspar Pío Del Corro señala: “El poeta, que ha venido ejerciendo una poderosa violencia desintegradora, comienza a recoger moléculas y fragmentos, a convocar algo nuevo” (1976: 92). Lo nuevo es la premisa de todo postulado de la vanguardia o del arte moderno -según Adorno-; el manifiesto de Martín Fierro, escrito por Girondo así lo enuncia. Se debe experimentar para lograr atisbar esa categoría inasequible, siempre un paso más adelante. Toda la poética de Girondo se funda en ese gesto. Los avances, las contramarchas, los replanteos son los episodios de esa búsqueda constante. En lo nuevo está la utopía, en la utopía, el lenguaje de la diferencia.

Según John Searle, “hablar un lenguaje es participar en una forma de conducta gobernada por reglas” (1990: 31). En la masmédula, el poeta nos dice: no hay reglas que no se puedan destruir, por lo tanto, no hay formas de vida que no se puedan cambiar.

Como antes señalábamos, el libro anterior buscaba un ritmo, éste apela a los sonidos puros. Aldo Pellegrini reconoce esa “búsqueda de la secreta homología entre sonido y significado” (1967: 43). Es el sonido de la escritura que aparece en este libro con la fuerza de la excedencia. El sonido es la voz de un sujeto que canta y en el canto, existe. Si en los primeros libros, el yo era el organizador textual, luego comienza a difuminarse (recordemos la negatividad del sujeto en Persuasión de los días), ahora es sólo una voz, hasta desaparecer dejando en su lugar al lenguaje como protagonista (“sin estar ya conmigo no ser un otro otro” (408)).

Las operaciones que Girondo realiza para “poner patas para arriba el lenguaje” son variadas (sustantivar verbos, verbalizar sustantivos, destruir conexiones sintácticas, etc.). Estas operaciones tienen dos movimientos -inserto uno en el otro-: destrucción y construcción. En los restos de uno emerge el otro, en las huellas del desastre, la diferencia. El cansado viajero ha arribado a Utopía, ha descubierto su lengua. Elige traspasar el límite y permanecer en la isla, ser en el espacio del poema. El libro se abre con “La mezcla” que tematiza ese procedimiento que se hace operatoria de su escritura poética (“sí / la mezcla con que adherí mis puentes” (403)). La mezcla de las reglas de un lenguaje conocido encierra otro lenguaje que destruye el sentido, porque no comunica en el nivel primero, porque no refiere ni representa.

Sólo hay un no-lugar, el poema. Los otros lugares han sido estancias momentáneas en la persecución de esa utopía pero el poeta sabe de la dificultad por eso nos dice: “Hay que buscarlo en los plesorbos del ocio” (410). Todo no-lugar exige un no-tiempo, toda espera se construye con las dos negaciones. “Sólo esperas que lepran la espera del no-tiempo” (432).

En El pensamiento del afuera Foucault expone la relación del “pensar” con la literatura, ese no-lugar donde la palabra literaria se desarrolla a sí misma en un espacio neutro. Dice Foucault pensando en los textos de Blanchot y a partir de ellos y por ellos, en la literatura:

se trata mucho más de un tránsito al “afuera”: el lenguaje esca pa al modo de ser del discurso -es decir, a la dinastía de la representación-, y la palabra literaria se desarrolla a partir de sí misma, formando una red en la que cada punto, distinto de los demás, a distancia incluso de los más próximos, se sitúa por relación a todos los otros en un espacio que los contiene y los separa al mismo tiempo. (1993: 12).

Este es el trabajo lento y progresivo, lleno de volutas que el poeta ha intentado. Su último libro es su concreción. El lenguaje puesto “fuera de” para Foucault se desprende de toda sujeción. Sin ataduras, el ser del lenguaje aparece en la ausencia del sujeto, la voz es la de un “discurso más allá de todo lenguaje, silencio más allá de todo ser, nada”. Último esfuerzo para una lectura vaciada de referencias. No hay buen sentido porque no hay representación, no hay referencias de mundo pero en la negatividad está el secreto y nos pide que invirtamos las cargas, la exigencia de la inversión se torna dificultosa. La mezcla es la operatoria que le permite desaparecer y los límites más extremos, los de lógica que cercan la relación del lenguaje con el mundo han sido abolidos (“que en voraz queda herrumbre circunroe las parietales costas / abiertas al murmurio del masombra / mientras se abren las puertas” (434)). Los signos de puntuación son modos de limitar el espacio y también establecen un juego de relaciones que implica el tiempo. En este poema que citáramos, “Las puertas”, la desaparición del punto final, semantiza la falta de la marca sintáctica y carga productivamente ese lugar del silencio.

Un no-lugar y un no-tiempo implican un no-yo que se anula en la proliferación del significante (“yo gong/gong yo sin son / un tanto yo San caries con sombra can viandante / vidente no vidente de semiausentes yoes y coyoes” (453)). ¿Cómo no creer que la nihilidad implica la muerte, que la exclusión, la derrota? Pensar la nada de otra manera: no como lo opuesto y complementario del todo sino que como lo otro establecido en la densidad del no-ser. Desafío que el poeta deja a los otros. Su último poema “Cansancio” i ndica el final de su viaje: “y sus remuertas reglas y necrópolis de reputrefactas palabras / simplemente cansado del cansancio / del harto tenso extenso entrenamiento al engusanamiento / y al silencio” (459). Paradójicamente, Girondo graba en un disco este libro. Ya enfermo se preocupa exhaustivamente por la edición fonográfica y, en su lecho de muerte, seguro del cuidado con que se ha llevado a cabo la última empresa, declara: “Entonces, valió la pena”. La última apuesta: la voz. La música del poema para que los significantes ejerzan todo su esplendor. Por eso, preferimos cerrar con “Habría” donde el tiempo verbal nos habla de lo posible (“o envión varón habría que osar izar un yo flamante en gozo / o autoengendrar hundido en el propio ego pozo (...) volver a ver reverdecer la fe de ser / y creer en crear” (448).

Bibliografía

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Estudios de Teoría Literaria, Septiembre 2013, Año 2, Nro. 4    15

Notas:

[1] Docente e investigadora de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Es profesora titular en la cátedra de Literatura Argentina de la carrera de Letras en esa universidad. Se ha especializado en el estudio de la vanguardia argentina, especialmente en la obra de Macedonio Fernández que forma parte de su tesis de posgrado. Dirige el grupo de investigación Cultura y política en la Argentina en el CELEHIS (Centro de Letras Hispanoamericanas) de la UNMdP. Es integrante del proyecto bilateral Márgenes que ha editado la revista del mismo nombre con investigadores de Argentina y Brasil. Entre sus publicaciones: Macedonio Fernández, un escritor de Fin de Siglo, (Genealogía de un vanguardista) (2000), Premio Cuadro de Honor, Corregidor; AA.VV. Diccionario sobre la novela de Macedonio Fernández, Ricardo Piglia (comp.), (2000);Ha sido compiladora de Conversaciones imposibles con Macedonio Fernández (2001); Centro Editor de América Latina, capítulos para una historia (Mónica Bueno y Miguel Taroncher (coords.) (2006). Macedonio Fernández: la vida y la literatura. Itinerarios y escorzos de una poética de la inexistencia (2013).

[2] Las citas de los textos de Girondo corresponden a la siguiente edición: Obras de Oliverio Girondo (1993).

[3] Dice Schwartz: “Hay una deliberada alteración de la secuencia temporal, y por ende, geográfica, destinada a crear el efecto de una geografía discontinua y ubicua, en la que se alternan y cruzan, en vaivenes espacio-temporales, los referentes en cuestión.”. Este montaje cubista se organiza en la desorganización de lo lineal, de la continuidad y desarma también, de esta manera, la primacía de los lugares europeos frente a los locales. El ojo no sólo distorsiona la percepción sino que se permite yuxtaponer las imágenes de las chicas de Flores con las playas brasileñas, el café-concierto en Brest con los dibujos en la arena de Mar del Plata (Schwartz 1993: 140).

[4] “Dos expresiones opuestas quedan determinadas por este programa literario. En la primera se describe un sujeto fragmentado frente a un ámbito de objetos azarosamente dispuestos, en la segunda, el sujeto, a medida que comienza a ordenar las ideas en el texto, se va convirtiendo en una totalidad”. Para Masiello, éstas son las dos formas en que el sujeto se ubica en los textos de la vanguardia. Obviamente esta tensión entre las dos formas tiene combinatorias sumamente interesantes. Los poemas de Girondo muestran ese doble movimiento (1986: 91).

[5] Completamos la cita: “Desde los arrabales de mi verso he llegado a su obra, desde ese largo verso mío donde hay puestas de sol y vereditas y una vaga niña que es clara junto a una balaustrada celeste. Lo he mirado tan hábil, tan apto para desgajarse de un tranvía en plena largada y para renacer sano y salvo entre una amenaza de klaxon y un apartarse de transeúntes, que me he sentido provinciano junto a él. Antes de empezar estas líneas, he debido asomarme al patio y cerciorarme, en busca de ánimo, de que su cielo rectangular y la luna estaban conmigo” (Borges 1994: 88).

[6] Mignolo marca procedimientos para esa operatoria y ejemplica con textos de Girondo y Huidobro (1982: 131-148).

[7] “Creo que Girondo, como otros escritores vanguardistas, vuelve para romper ataduras, a estados narrativos anteriores a la cerrazón del cuento realista o cuento propiamente dicho. Vuelve a las mixturas que provocan una franca interpretación de géneros (de poiesis y diégesis) del contar con el cantar” (1984: 74 y ss.).

[8] Estos textos de Girondo tienen una fusión extraña entre lo erótico y lo monstruoso, decíamos. No podemos dejar de notar la similitud de ese momento del poeta con el mundo erótico de Marosa Di Giorgio y sus personajes mutantes.

 

por Mónica Bueno - Docente e investigadora de la Universidad Nacional de Mar del Plata.

Estudios de Teoría Literaria - Revista digital: artes, letras y humanidades
Revista digital, Año 2, Nro. 4, 2013
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