Una vindicación de Mark Twain

por Jorge Luis Borges

Mark Twain

El 30 de noviembre de 1835 nació Mark Twain. Hoy, a cien años de esa fecha, debemos vindicar su clara memoria de dos ultrajes parecidos y aun consanguíneos: uno, el de simular que en su obra feliz los momentos de queja o de sarcasmo son los fundamentales; otro, el de quienes lo rebajan a símbolo del artista frustrado y mutilado por el árido siglo diecinueve y por un continente brutal. Ambos errores tienen curso en su patria; conviene denunciarlos antes que se propaguen aquí. Su fuente original debe ser el libro de Van Wyck Brooks: The ordeal of Mark Twain.

En 269 afligidas páginas en octavo mayor, Van Wyck Brooks quiere demostrar que Mark Twain era (potencialmente) un genio, falseado por el negro calvinismo de los 48 Estados Unidos. Nada más europeo y sophisticated que esa imaginación; nada por consiguiente, más tentador para un “intelectual avanzado” de New York City. Nada más conforme, también, a cierta convención internacional. Desde que Charles Pierre Baudelaire se maravilló de que Edgar Allan Poe hubiera nacido en el estado de Massachusetts, nadie puede ignorar que el americano, si novelista o músico o pintor, lo es a pesar de toda América, y aun en contra. Así el consenso de los hombres lo afirma ¿pero será verdad? Regresemos al caso más ilustre: el de Edgar Allan Poe. Infinitamente se ha declarado que ese inventor es accidental en América, y que lo mismo pudo haber “ sucedido en Londres o en Upsala. Yo no puedo asentir. No sólo americano sino yankee, es el terrible y humorístico Poe: ya en la continua precisión y practicidad de sus variados juegos con la tiniebla, con las escrituras secretas y con el verso, ya en las ráfagas de enorme charlatanería que recuerdan a Barnum. (Ese rasgo perdura en sus descendientes: nótese el aire mistagógico y la tipografía sensacional en que M. Edmond Teste se complace).

En el caso particular de Mark Twain, un hecho es indiscutible. Mark Twain sólo es imaginable en América. No sabemos, no podremos nunca saber, lo que América le quitó. Sabemos que le dio Huckleberry Finn y Roughing it y The innocents at home y Tom Sawyer y la vasta ineptitud de la policía que no se fija en el migratorio Elefante Blanco. Reduzcamos a uno todos sus libros y digamos con brevedad: Mark Twain compuso Huckleberry Finn en colaboración con el Mississippi, río americano y barroso. Deplorar esa divina colaboración, hablar de frustraciones y represiones, es como lamentar que la provincia de Buenos Aires falseó de tal manera el genio de Hernández que éste redactó el Martin Fierro. No insisto; la depresiva tesis de Brooks ha sido aniquilada con esplendor por Bernard De Voto, en el apasionado y lúcido libro Mark Twain´s America.

Paso al segundo ultraje de los dos que denuncié al principio. La más grosera de las muchas tentaciones intelectuales, pero también la más fácil y general, es la de pronunciar que una cosa es lo contrario de lo que parece inmediatamente. Si la cosa definida es un humorista, la definición por inversión es inevitable, ya que la imagen de un payaso que ríe — ridi, pagliaccio! — es una obscenidad sentimental que cosquillea de algún modo a las almas. Ni siquiera el feliz y mitológico Mickey Mouse ha quedado ileso. Puedo jurarles que a un poeta español de cuyo nombre no quiero acordarme, le oí decir: “Ese ratón me inquieta, me turba, porque yo estoy palpando en él la tragedia del pueblo americano”. Inútil agregar que en Mark Twain, insigne compatriota de “ese ratón”, idéntica tragedia ha sido “palpada”. Hay circunstancias atenuantes, lo sé. El nihilismo de Mark, su concepción del universo estelar como una máquina perpetua y desatinada, su continua elaboración de apotegmas cínicos o blasfematorios, su vehemente negación del libre albedrío, su amistad con la idea del suicidio, su estudio “del procedimiento más barato y más práctico para acabar de una buena vez con la humanidad’’, su ateísmo fanático, su culto del Ornar de Fitz Gerald, son indudables. También me consta que para los contemporáneos de Freud, la obra más perdurable de un autor son las indiscreciones de sus amigos. Hombre de este singular siglo veinte, sería indecoroso que yo desconociera esos hábitos, y sin embargo... Si algún derecho excepcional a nuestra memoria tiene Mark Twain, es como escritor; si algo buscamos (y encontramos) en sus muchos volúmenes, ello no es precisamente lo trágico. Mark Twain ¡oh recobrado y casi paradójico axioma! era un humorista.

De los procedimientos humorísticos de Mark Twain — como de aquellos de Quevedo, de Sterne y de Rabelais — cabe decir infinitas cosas. Un hecho, sin embargo, es indiscutible: el valor esencial de la novedad, y aun de la sorpresa. A Mark Twain ya no le quedan muchas sorpresas; desde la infancia lo hemos ido gastando, como al coronel Estanislao del Campo y a Eduardo Wilde. Sorprenderse de memoria es difícil. The laughter is gone from it, dice Bernard De Voto de una de las primeras páginas de Mark Twain — y temo que esa confesión de un admirador no sea inaplicable a las últimas. Adelanto una conjetura: el humorismo puramente verbal — el de acumulación e incongruencia — corresponde a la literatura oral, no a la escrita. Tres amigos que se ven con alguna regularidad, acaban por elaborar un dialecto burlesco, una tradición de espléndidas alusiones, una complicación y como potenciación de los chistes. Un hombre sólo no practica esos juegos. Por definición, el lector es un hombre solo. (Daniel Defoe enumera las redenciones, los trabajos, el régimen, los capuchones y paraguas de piel de cabra, los piadosos monólogos, las imprevisiones, las empresas navales y alfareras y hasta los sueños de Robinson Crusoe, de York; pero nada nos dice de sus bromas, de su carcajada eventual ante el Mar Océano. Tratándose de un historiador tan puntual, debemos inferir que no hubo tal cosa).

Si el nihilismo básico de Mark Twain poco ha trascendido a su obra, si de los enormes júbilos que engendró, apenas si nos queda el fantasma ¿a qué fatigar las prensas y el tiempo con esta rememoración infructuosa? Mr. John Macy — The Spirit of American Literature, página 249 — propone una conducta desesperada: “reconocer que ese incorregible bromista es un pensador poderoso y original”. De acuerdo ¿pero qué nombre le reservaremos entonces a William James o al propio Mr. Macy? ¿Acaso el de bromistas incorregibles?... Además, yo preveo que el nudo no es tan gordiano y que podemos prescindir de ese tajo. Mark Twain (importa repetirlo) ha escrito Huckleberry Finn, libro que basta para la gloria. Libro ni burlesco ni trágico, libro solamente feliz. La dicha es mejor que la alegría, releo en una carta de William Blake.

A principios de agosto de 1934, revisé con Adelina del Carril, las pruebas de la versión inglesa de Don Segundo Sombra. Escribí entonces una nota, de la que distraigo este párrafo: “En estas pruebas, he percibido la gravitación y el acento de otro libro esencial de nuestra América, el Huckleberry Finn de Mark Twain. También es libro de una andanza y de una amistad; pero de una amistad en que la baquía está a cargo del chico, y la veneración y la torpeza a cargo del hombre, y de una andanza por el agua incesante del mayor río de la tierra. Lo primero fue imitado por Rudyard Kipling en su novela Kim: otro gran libro consanguíneo de Don Segundo Sombra”. El libro se publicó; Waldo Frank, en las páginas liminares, establece idéntico paralelo entre Don Segundo y Huck Finn.

Si no me engaño, las novelas son buenas en razón directa del interés que la unicidad de los caracteres inspira al autor y en razón inversa de los propósitos intelectuales o sentimentales que lo dirigen. En Kim, la “política” es evidente; básteme recordar esa reveladora apoteosis en que el autor, para recompensar y coronar las arduas travesuras del héroe, le concede un puesto de espía. A Ricardo Güiraldes le adivinamos un propósito partidario: demostrar que el oficio de tropero en la campaña pareja de Buenos Aires — los literatos de la capital le dicen la Pampa — tiene mucho de heroico. Mark Twain, en cambio, es divinamente imparcial. Huckleberry Finn no quiere otra cosa que copiar unos hombres y su destino.

 

por Jorge Luis Borges

Publicado, originalmente, en Revista Sur Año V Nº 14

Buenos Aires, noviembre de 1935

 

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