Borges édito

por Jorge Luis Borges

En su primer número, publicado el año pasado, la ultra-lujosa revista española El Paseante cometía el ultra-timo de anunciar como inéditos varios textos de Borges por el sencillo hecho de que estaban inéditos en España. Sin esta pretensión tan redundante de editar lo inédito —que hubiera sin duda divertido al autor de Pierre Ménard, autor del Quijote— comprobamos con placer que algún papel de o sobre Borges escapa siempre a esa otra pretensión, la de la imposible obra completa. Los papeles que siguen, rigurosamente inéditos en el sur de Australia, son bastante raros y disfrutables para el lector argentino.

Borges y Figari

Entre septiembre y octubre de este año se presentó en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires una exposición dedicada a seis maestros de la pintura uruguaya. El catálogo de la muestra incluía una antología crítica a cargo de Angel Kalenberg; de allí, este texto de Borges, que en 1930 fue prólogo de un libro dedicado a Figari.

Cuando la temeraria hospitalidad de los editores me convidó a molestar esta suficiente demostración de la obra de Figari con un comentario verbal, mi primer movimiento fue de gratitud, mi segundo de aceptación, ini tercero de fuga. Consideré lo intruso de mi voz en materia pictórica, fui visitado de temores que creí razonables. Reflexioné después que la casi inmejorable ignorancia de la pintura que todos me conocen, versa íntegramente sobre la técnica y eso me recordó la única técnica de que poseo algunas noticias: la literaria, me consta, como escritor que soy, que esa encarecida disciplina —contacto de palabras dispares, asombro de metáforas, puntuación ocasional de ternuras, fingimiento de seguridad en lo intelectual por el empleo de fórmulas precisas— es un asequible repertorio de habilidades, de fácil adquisición a plazos y uso agradable, pero indigno de una reverencia mayor. De ese carácter meramente habilidoso de la literatura, nadie suele mucho dudar. Su prueba está en el acento denigrativo de la palabra retórica ; su dilucidación, en el hecho de que siendo literatos todos los hombres —pues argumentar o conmover o narrar no son menos literatura que escribir y suelen producirse mejor-saben lo tratable que es y lo desacertado de imputar difíciles méritos a los versados en ella. Esa presentida insustancialidad de una de las artes —y de la más practicada, vale decir de la de mayores oportunidades de complejidad— abona la presunción de que no son de mayor misterio las otras y de que las retóricas de la plástica, de la música y de la pintura, son tan subalternas como ella. Por eso, creo que mi famosa ignorancia no me descapacita.

He mirado con frecuente amor estas telas. Yo quisiera preciarme aquí (orgullo mínimo) de no incidir en las dos tentaciones de ociosidad que están merodeándome. Una es describir esas telas: vale decir, disipar realidades visuales en palabras meramente aproximativas, operación no menos improcedente que su recíproca de incorporar figuras a un texto, y casi tan arriesgada en su traslación como lo sería la versión en música de un perfume. (Todo es lenguaje: todo puede ser conversación de almas al alma, aunque no falte supersticioso que crea que el andar de George Bancroft es lenguaje menor que la elocuencia del conferencista de turno.) Otra es postular en la obra, lo que solamente es propio de la temática. Admitir, por ejemplo, que cualquier representación de niñas es delicada y de limoneros es agria y de espadas hiere. Yo intentaré, ignoro si con favorable fortuna, optar por equivocaciones distintas.

Figari, pinta la memoria argentina. Digo argentina y esa designación no es un olvido anexionista del Uruguay, sino una irreprochable mención del Río de la Plata que, a diferencia del metafórico de la muerte, conoce dos orillas: tan argentina la una como la otra, tan preferidas por mi esperanza las dos. Memoria es implicación de pasado. Yo afirmo —sin remilgado temor ni novelero amor de la paradoja— que solamente los países nuevos tienen pasado; es decir, recuerdo autobiográfico de él; es decir, tienen historia viva. Si el tiempo es sucesión, debemos reconocer que donde densidad mayor hay hechos, más tiempo corre y que el más caudaloso es el de este inconsecuente lado del mundo. La conquista y la colonización de estos reinos —cuatro fortines temerosos de barro prendidos en la costa y vigilados por el pendiente horizonte, arco disparador de malones— fueron de tan efímera operación que un abuelo mío, en 1872, pudo comandar la última batalla de importancia contra los indios, realizando, después de la mitad del siglo diez y nueve, obra conquistadora del diez y seis. Sin embargo, ¿a qué traer destinos ya muertos? Yo no he sentido el liviano tiempo en Granada, a la sombra de torres cientos de veces más antiguas que las higueras y sí en Pampa y Triunvirato: insípido lugar de tejas anglizantes ahora, de hornos humosos de ladrillos hace tres años, de potreros caóticos hace cinco. El tiempo —emoción europea de hombres numerosos de días, y como su vindicación y corona— es de más imprudente circulación en estas repúblicas. Los jóvenes, a su pesar los sienten. Aquí somos del mismo tiempo que el tiempo, somos hermanos de él.

Hablé de la memoria argentina y siento que una suerte de pudor defiende ese tema y que abundar en él es traición. Porque en esta casa de América los hombres de las naciones del mundo se han conjurado para desaparecer en el hombre nuevo, que no es ninguno de nosotros aún y que predecimos argentino, para irnos acercando así a la esperanza. Es una conjuración de estilo no usado: pródiga aventura de estirpes, no para perdurar sino para que las ignoren al fin: sangres que buscan noche. El criollo es de los conjurados. El criollo que formó la entera nación, ha preferido ser uno de muchos, ahora. Para que honras mayores sean en esta tierra, tiene que olvidar honras. Su recuerdo es casi un remordimiento, un reproche de cosas abandonadas sin la intercesión del adiós. Es recuerdo que se re-acata, pues el destino criollo así lo requiere, para la cortesía y perfección de su sacrificio. Figari es la tentación pura de ese recuerdo. Esas inmemorialidades criollas el mate compartido de la amistad, la caoba que en perenne hoguera de frescura parece arder, el ombú de triple devoción de dar sombra, de ser reconocido de lejos y de ser pastor de los pájaros, la delicada puerta cancel de hierro, el patio que es ocasión de serenidad, rosa para los días, el malón de aire del viento sur que deja una flor de cardo en el zaguán —son reliquias familiares ahora. Son cosas del recuerdo, aunque duren, y ya sabemos que la manera del recuerdo es la lírica. La obra de Figari es lírica.

La misma brevedad de sus telas condice con el afecto familiar que las ha dictado: no sólo en el idioma tiene connotación de cariño el diminutivo. Esa, también, puede ser la íntima razón de su gracia: es uno de los riesgos generosos de la pasión de bromear con su objeto, y es modestia del criollo recatar en burla el sentir. La publicidad de la épica y de la oratoria nunca nos encontró; siempre la versión lírica pudo más. Ningún pintor como Figari para ella. Su labor —salvamento de delicados instantes, recuperación de fiestas antiguas, tan felices que hasta su pintada felicidad basta para rescatar el pesar de que ya no sean, y de que no seamos en ellas— prefiere los colores dichosos. Es enteramente de noticias confidenciales, de magias, de diabluras. Sus protagonistas —el unitario afantasmado por la zozobra, el notorio chaleco punzó del buen federal, el negro que se escondo en la zafaduría, en el coraje y en el bochinche como para que no miren que es negro, el compadre deshecho, relampagueando en líneas quebradas, el paredón sin revocar, el campo, la luna—, viven como en los sueños, sobreviven como en la música de ese ayer. Sólo las tiernas y minuciosas noticias de Carlos Enrique Pellegrini pueden equiparársele.

Esto es lo que yo quería decir. Figari, presente en méritos de luz, está en las páginas siguientes que absuelven este prefacio inútil.

Jorge Luis Borges (Prólogo al libro "Figari", Alfa, Bs. As., 1930.)

Borges y Quevedo

En “La Gaceta" de Tucumán el escritor Adolfo Ruiz Díaz escribe desde Mendoza una encantadora crónica de una charla con Borges donde la quevediana irrupción de una profesora culmina en una reivindicación de Quevedo. La historia empieza en la calurosa noche de clausura de un congreso nacional de literatura argentina en la ciudad de San Juan, en 1984. Ruiz Díaz y su mujer encuentran a Borges semioculto de la multitud tras una gruesa columna. Comienza la cena y...

Los espárragos nos incitaron a hablar de los árabes y del cantor Ziriab que de Bagdad los llevó a España como una delicadeza exótica. La cara de Borges se rejuveneció. En lugar del tráfago irreal de la gente, reaparecía la literatura. (...)

La Andalucía musulmana nos evocó a Séneca y, en seguida, de Córdoba pasamos a Sevilla, a Antonio Machado. Borges no desperdició la ocasión de denigrar un verso del “Retrato”. Eso de “ya conocéis mi torpe aliño indumentario”, recalcó, es horrible; tan horrible como lo que nombra. Allá por 1962 o 1963, en la penumbra de su despacho de la Biblioteca Nacional, se había entretenido en la misma condena. En aquel entonces me atreví a discutírsela. En la segunda versión, casi idéntica, acaricié su recuerdo.

Después de un paseo por traducciones y traductores y de reírnos con una estrofa de Martín Fierro en italiano —“...a quel chi nasce ventrudo / e inutile la ortopedia”— mi mujer reflexionó que era una lástima que nunca hubiéramos trabajado juntos. Borges asintió, pero agregando que siempre estábamos a tiempo. Por ejemplo, podríamos colaborar en una antología de cien sonetos castellanos. Si nuestros gustos diferían, mejor que mejor. Y si nos quedábamos en discusiones, peor para la antología, un subgénero demasiado sujeto a las vanidades del compilador y los azares de la memoria.

Borges pidió un par de huevos pasados por agua. Encareció: “casi crudos”. Mientras los revolvía en un tazón, propuso que empezáramos la antología. La falta de libros era una ventaja. Las bibliotecas nos extravían en pesquisas inútiles y favorecen los escrúpulos pedantes. En este caso, lo verdaderamente difícil consistía en la elección del primer soneto. El se inclinaba por “Delectación morosa”. Lo recitó sin énfasis, con lentitud respetuosa, marcando más la puntuación que el ritmo y la rima.

Después del último verso, sacudió, aprobador, la cabeza. Concedió como cosa trivial, que el primer terceto era recargado, flojo, feo. Pero el final se ponía lindo. En mi papel (sincero) de contradictor, objeté que en ningún poema y menos en un soneto bastan dos o tres versos felices para que figuren en una antología rigurosa como la nuestra. Borges prefirió tomar un desvío. Después de apuntar que el soneto no carecía de hermetismo, resumió una interpretación que le había sugerido Néstor Ibarra. A él no se le había ocurrido, pero le parecía digna de tenerse en cuenta.

El soneto de Lugones era de decidida intención sexual. Expresaba con trasposiciones decorativas la languidez o tristeza, ya observada por los antiguos, que sigue al amor físico. Después de pedir permiso a las señoras, Borges declaró que, según Ibarra, el río de jacinto que fluye hacia la muerte es el semen.

Llegamos a un acuerdo. “Delectación morosa” quedó entre los candidatos sujetos a revisión y pasamos a Quevedo. Como se le debían bastantes sonetos memorables convenía, antes de seleccionar ninguno, establecer un criterio. Dos sonetos como máximo. Más aún, esta regla de admisión valía para toda la antología.

Procedimos a dúo. Un verso cada uno. Me tocó la iniciativa. Lejos de sus entusiasmos juveniles, Borges acogió con reticencias el esplendor arquitectónico de “Miré los muros de la patria mía”. A la construcción externa, perfecta, sin duda, le faltaba la emoción indispensable para que la palabra perdure. Atento a cumplir proezas retóricas, ni Quevedo se había emocionado ni nos emocionaba a nosotros. Inclusive había fallas notorias. “Y del monte quejosos los ganados” no se entendía. Los ganados no se quejan.

Abogar por el soneto me habría obligado a deslindar qué entendíamos por emoción y qué por retórica. ¿Se trataba de una emoción romántica? —un rótulo que Borges hubiera vetado -o de la desobediencia al consejo de Horacio —emociónate para emocionarme—? En suma, la falla achacada a Quevedo ¿procedía de un estado de ánimo o de la infracción a una norma que Horacio tomó de la tradición aristotélica? Prescindí de argumentaciones y apresuré el veredicto. ¿Excluíamos el soneto? “No, no, claro que no. Lo aceptamos, pero sin descartar que encontremos otro mejor más adelante.” Nuestra antología amenazaba con transformarse en una sala de espera o, con más dignidad, en una especie de purgatorio.

Hasta aquí llegó la tarea. Varios movimientos de sillas anunciaban visitas. De la mesa más próxima irrumpió una señora o señorita que se tituló profesora de literatura. De pie, nerviosa, inclinada sobre la oreja del maestro y a una velocidad acelerada, la profesora se declaró devota del “Poema conjetural”. Ahora, aparte del programa, lo estaba explicando en la Escuela de Comercio donde ejercía. Los alumnos estaban deslumbrados. No se atrevía a afirmar, ella era modesta, si su interpretación coincidía con la de Borges. De lo que sí estaba segura era que cuanto decía le salía del alma.

Borges, tratando de alejar su tímpano, no cayó en la trampa. La docente, entregada al entusiasmo de su monólogo, siguió hablando y hablando con fragor creciente. De pronto, anunció que no quería molestar más y, con la promesa de su retorno, se fue a su mesa donde la esperaban dos mujeres expectantes y un chico aburrido. Respiramos. Borges, en tono imparcial, inquirió si estaba ebria. (...) Después, Borges propuso una modificación de la antología. Contra la regla establecida, como única excepción, podríamos incluir tres y no dos sonetos de Quevedo.

Adolfo Ruiz Díaz - La Gaceta, Tucumán, 18-1-1987.

Borges y Móntale

Una monumental iconografía de Móntale recientemente publicada en Milán (Immagini di una vita, Milano, 1986) recupera este breve, borgiano artículo del gran poeta italiano.

La familia Móntale ya vivía en Monterroso, en Liguria, hacia el 1750; no sé cómo vivían; eran quizás pequeños propietarios, agricultores, viñateros. Ignoro que estudios habrá hecho mi padre, pero se que no quena ser campesino, ni agricultor. Tuvo noticia de que en Buenos Aires estaba la banca Rossignoli, que buscaba un empleado. Así se embarcó en un barco de tres mástiles, más parecido a un velero pirata del siglo XVIII que a una nave moderna, y tras un viaje bastante tempestuoso que duró unos tres meses, llegó a Buenos Aires. Apenas llegó, se enteró de que justo en esos días la Banca Rossignoli había quebrado. El muchacho no se amedrentó: volvió a subir al velero que lo había llevado a Buenos Aires y se volvió a Monterroso.

Ese fue el único viaje que hizo mi padre: creo que no conoció ni siquiera Roma. El resto de su vida lo pasó entre Monterroso y su “despacho” en Génova. Si mi padre se hubiera quedado en Argentina, yo hubiera sido un argentino: no hubiera, probablemente, aprendido a hablar bien el italiano y hubiera escrito en español. Hubiera sido un adversario, no un enemigo pero sí un peligroso adversario de Borges, a quien felicito por sus ochenta años. Bueno, el caso es que me ha tocado ser un escritor italiano. No sé si ha sido una buena elección, pero el destino lo ha querido así.

Eugenio Móntale (“Un auversario mancato”, Corriere della Sera, Milán, 1979, traducción: D S.)

Borges y Alfonso Reyes

En julio de este año la Biblioteca Luis Angel Arango, de Bogotá, organizó una gigantesca exposición de libros de y sobre Borges, basada en la colección de Juan Gustavo Cobo Borda, poeta y agregado cultural de la Embajada de Colombia en Argentina. Acompañando la exposición, la Biblioteca editó un catálogo donde se rescataban numerosas críticas de libros firmadas por Borges, originalmente publicadas en la revista ‘‘Síntesis” en 1927 y no vueltos a publicar desde entonces. Vía Bogotá, entonces, esta critica del libro de Alfonso Reyes “Reloj de Sol” (Madrid, 1926)

Gratísimo libro conversado es éste de Reyes, sin una palabra más alta que otra y cuyo beneficio más claro es el espectáculo de bien repartida amistad que hay en su cuarentena de apuntes. Reyes es practicador venturoso de esa virtud de virtudes: la cortesía, y su libro está gobernado por ese mérito. Reyes es fino catador de almas, es observador benévolo de las distinciones insustituibles de cada yo. De tan bien conversarnos de sus amigos, nos amiga con ellos. Desde luego, más prudente es frecuentar las noticias que Reyes nos transmite sobre Valle Inclán, que los orondos y pendulares, párrafos de éste.

Reloj de Sol empieza por una apología de las anécdotas: página emocionada y precisa, que transcribo para que el lector se enamore de ella; y también ¡oh, menesteres dialogísticos del oficio! para comentarla aquí está.

Hay que interesarse por las anécdotas. Lo menos que hacen es divertimos. Nos ayudan a vivir, a olvidar, por unos instantes: ¿hay mayor piedad? Pero, además, suelen ser, como la floren la planta: la combinación cálida, visible, armoniosa, que puede cortarse con las manos y llevarse en el pecho, de una virtud vital.

Hay que interesarse por los recuerdos, harina que da nuestro molino. (Reloj de Sol, página once.)

Hay un semblante falso de contradicción entre ese encarecimiento de los recuerdos y olvido: falso, puesto que recordar una sola cosa cualquiera, es olvidarse de lo demás del mundo. No insistiré sobre esa angostura lineal de nuestra conciencia, ya denunciada por Arturo Schopenhauer; quiero pasar derecho a la anécdota y a su tasación.

En estos días se finge menospreciarla. Sin embargo, la anécdota —no en su primordial acepción de historia secreta, sino en la usual de incidente escrito o narrado, de sección breve operada sobre el destino de un hombre— es la realidad de cualquier poesía y lo que nos gusta. Lo abstraído, lo general, es cosa impoética. El ser, el incondicionado ser (esto Schopenhauer también lo premeditó) no es sino la cópula que une el sujeto con el predicado. Es decir, el ser no es categoría poética ni metafísica, es gramatical. Dicho sea con palabras de la lingüística: el depuradísimo verbo ser, tan servicial que lo mismo sirve para ser hombre que para ser perro, es un morfema, signo conjuntivo de relación; no un semantema, signo de representación. Pensar Alguien hizo algo, no es poético; pensar En uno de los días del tiempo y en uno de los sitios del espacio, un hombre escribió, ya casi lo es; pensar, En una casa de la calle del Parque (esquina Suipacha) un señor alsinista se puso a escribir con letra perfilada estas cosas: En un overo rosao, flete nuevo y parejito... lo es con intensidad. Y es que lo último es anecdótico.

A las anécdotas es costumbre contraponer las imágenes y metáforas; enemistad fabulosa, pues éstas no son más que anécdotas chicas. En ensayo anterior sobre la metáfora, he procurado razonar este parecer.

Reyes ha reformado la anécdota. Su prudente revolución corresponde a la solicitada por Ben Jonson para el epigrama. En vez de sujetar la entera composición a la última línea, al desenlace armado, al rasgo (de antemano) asombroso, Reyes quiere que el agrado de sus anécdotas sea perpetuo. Nunca procedieron así los anecdotistas. Siempre nos propusieron su página, no de gustativa lectura, sino de desconfianza o de impaciencia o de suspensión, para recién justificarse en la última línea y callar. Leerlos tenía más de tarea que de placer. Uno se fatigaba, esperándolos. Reyes no; Reyes nos presenta un momento y hace como si lo dejara vivir. El riesgo de esta suerte de anécdotas desmochadas, de anécdotas sin asombro pero con encanto, sería la insipidez; Reyes ni siquiera ha tenido que precaverse de tal peligro. Alguna —El Gimnasio— es incomparable. (...)

La consideración De microbiología literaria también me está llamando a la crítica. En ella, el escritor se conduele de las palabras venidas a menos o aplebeyadas; de la palabra gracia que ahora significa chiste o chocarrería, de la palabra habilidad que hoy es equivalente de astucia. Esa denigración la operan las malas artes de la plebeyez, que todo lo acomoda a su imagen. Otra, no registrada allí, es la motivada por el abaratamiento de los elogios. Hablo de los elogios gruesos, atropellados, sin valoración, de los que pueden ser tan incómodos y tan zafios como una injuria. ¿Qué decir de la intemporalidad terrible de Dios, si la piedra que perdura muchos años ya es cosa eterna? ¿Qué adjetivación será propia de la divinidad, si un jarrón de barro es divino? Para el gacetillero español. no hay sacerdote sin su virtuosísimo, no hay comerciante sin su probo, no hay señorita sin su bellísima, no hay auditorio sin su numeroso y selecto. Esa constancia casi homérica de los epítetos no es tampoco una seña de exaltación; es alargamiento inútil de las palabras. No es ni conceptual ni emotiva: escribir la bellísima señorita de Tal no es emocionarse con ella ni formular un juicio estético o seudo estético; es —únicamente— nombrarla. En tales casos, la ya inseparable adjetivación hace de prefijo, pero de prefijo haragán. El vocablo señorita se pierde y es desbancado por un neologismo cargoso: bellísima señorita. (A la simulación de las alabanzas corresponde —signo también de mezquindad- la de las injurias. Hay fórmulas, universalmente aplicables, de injuria y tan bochornosa perfección hemos alcanzado que todo marinero borracho, con sólo chapurrear una de esas fórmulas, puede manosear nuestra paz y obligarnos a la pelea, al bastonazo o a la cobardía. ¡Tan convencional es la cosa! Hay literato en Groenlandia que cuando dice Fulano de Tal es un degenerado y plagiario, lo que quiere decir, es: Fulano de Tal no frecuenta la misma confitería que yo y así se lo entienden.)

Releo este afabilísimo Reloj de Sol y una curiosidad clandestina —la misma que ha desordenado más de una vez mis lecturas de Unamuno, de Tomás de Quincey. de Hazlitt— me hace preguntar: Este hombre tan sagaz, tan inteligente de los delicados errores y de los delicados aciertos de todo escrito, ¿creerá de veras en la venerabilidad de las letras, en la perfección durante dos horas? La interrogación es íntima, ya lo sé; voceada en la mitad del día, sin un declive propiciatorio de dudas, parece lastimar el más secreto poder de la inteligencia. Quizá fuera más posible de noche, en esas horas anónimas y alargadas que son los arrabales del alba y en que el atrevimiento de trasnochar se hace discutidor y en la que razona el desgano físico... Indecible o no, mi indiscreción es demasiado íntima para ser satisfecha por otro que Alfonso Reyes, y ése, quién sabe. A lo mejor, él mismo lo ignora. (Hay negocios demasiado íntimos y definitivos para ser tarea de nuestro pecho.)

Hay quien descree del arte —Quevedo, barrunto, fue uno de sus mayores incrédulos— y quien aparenta negarlo y sin embargo firma libros y corrige pruebas reivindica para sí una prioridad, como los dadaístas. Reyes bien puede asemejarse a Quevedo. Esos miramientos con Góngora, esa su piadosa tertulia de Los amigos de Lope, ¿no están insinuándonos que le interesa más la pregustada (posgustada) realidad de esos escritores que la de su tan laureada escritura?

Jorge Luis Borges (en Síntesis, Nro. 1, Bs. As., junio de 1927.)

Borges y Soto y Calvo

Crítica del libro ‘‘Indice y fe de erratas de la Nueva Poesía Americana", de Francisco Soto y Calvo (Samet, 1927, Buenos Aires).

Francisco Soto y Calvo —que no alcanzan entre los tres a uno solo— acaba de simular otro libro, no menos inédito que los treinta ya seudo publicados por él y que los cincuenta y siete que anuncia. No exagero: el nunca usado Soto es peligroso detentador de un cajón vacío, en el que cincuenta y siete libros inéditos nos amagan. Todos los géneros literarios, desde el ripio servicial hasta el plagio fiel y erudito, han sido cometidos por este reincidente sin fin. Se declara autor de una Antología de poetas latinos (dos tomos) y latinea tan mal, que el epígrafe de su libro es esta sentencia:

Ad majorem ARS gloriam en que el nominativo está conchabado, porque sí, para genitivo.

Índice y fe de erratas es libro de alacranerías en duda. El viellard abécédaire campechano que lo amontonó, muestra en sus páginas el dominio perfecto que la rima tiene sobre él. (No, no es de despechado que hablo; su malhumor me hospeda también y mi nombre está con frecuencia inmerecido en sus confusiones.) Su gracia es nula; no alcanza más que para retruécanos madrileños. Escúchenlo:

Luis de la Jara, de escribir

Dejara y nadie lo notara;

Y así pudiérase decir:

—Escribiría De la Jara

Mejor si de escribir dejara

Porque de Jara nos vivir!

Norah Lange, Paco Luis Bernárdez y Guillermo Juan, han sido agredidos por alabanzas de Soto y Calvo.

Jorge Luis Borges (en Síntesis, Nro. 4, Buenos Aires. setiembre de 1927

 

por Jorge Luis Borges

 

Publicado, originalmente, en: Diario de poesía Año 2. Nº 7. diciembre 1987

Link del texto: https://www.ahira.com.ar/ejemplares/diario-de-poesia-n-7/ 

Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas

 

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