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Entre El fortín y la casa
(Villa de La Concepción Año 1843)
Walter Bonetto

– ¿A qué hora volvés hoy Damian? 

– No lo sé Narcisa. Estamos trabajando mucho con la nueva gente que viene a poblar La Villa. Han venido más de treinta familias

– ¿Y a dónde las llevan?

– A todas les dan una fracción de tierra y por doce años no les cobran impuestos. Las ubican entre el arroyo y el río, al oeste. 

– ¿Cerca de nuestra casa vieja, donde desgraciaron a mi padre?

– Sí, casi en el mismo lugar, en aquel sector.

– ¡Aaaay!... Dios los guarde de las invasiones, pobre gente… van a estar sin protección.


El miedo que sentía Narcisa por las invasiones era un pesar que siempre la perseguía. Organizar su familia era para ella y su esposo un verdadero desafío en donde sentían muchas inseguridades pero también trabajaban con gran valor y esperanzas. Sintieron una gran emoción cuando llegó el primer hijo al que bautizaron con el nombre de Mariano. El parto fue en la casa, solamente Rosa lo atendió, es que en las tolderías había ayudado a parir a varias indias y cautivas y en aquel trajín aprendió lo básico y elemental para esos menesteres. El chiquito fue cobrando vida pero mientras éste asomaba al mundo la situación de sus padres se complicaba. Damián perdió su puesto en la policía, es que un nuevo jefe había entrado, y con él, sus hombres de confianza.

– ¿Cómo viviremos ahora?

– No te preocupes tanto, me iré de carrero, o trabajaré con la hacienda en alguna estancia, pero viviremos, algún trabajo voy a encontrar.

No había alcanzado a tomar los mates de la mañana con su mujer cuando apareció un asistente del Comandante del cuartel con una orden refrendada por el Juez de Pedaneo.

– ¡Damián!...buen día. 

– Buen día amigo…Quiere bajarse y tomar un mate.

– No, Damián, te traigo una orden para que te presentés mañana en el cuartel. –quedó pensativo el joven y asustada Narcisa, devolvió al niño a los brazos de su madre y fue hacia el recién venido.

– ¿Cómo puede ser? 

– ¡No lo sé!, pero aquí está la orden, con la firma del Juez y del Comandante.

Se le tensó el rostro al joven. Miró a su mujer que tenía el chiquito en brazos, miró a su suegra en el patio que había escuchado todo pero disimuladamente seguía trenzando mimbre sin levantar la cabeza.

– La pucha…caramba ¿Pero y a qué se debe?

– No lo sé Damián, es que precisan soldados en los fortines.

– Hablá por favor para que te quedés en el cuartel de la Villa y que no te lleven. –dijo muy preocupada Narcisa.

– No te preocupés, voy a hablar con el Comandante. 

Inquieto y presuroso se fue Damián a la comandancia y ahí aguardó un rato hasta que lo atendieran. 

– ¿Me estabas esperando muchacho?... ¡Pasá, pasá!

– ¡Si señor!, es por la orden de enganche y leva, yo acabo de salir de la policía, y tengo mi mujer con un crío de meses.

– ¡Ajaaa!, ¿uno solo nomás? ¿Y por qué te asustás?, si en vez de policía serás soldado.

– Es que yo no lo pedí señor.

– Mirá muchacho, nadie pide ser soldado en esta pampa y menos en estos tiempos, a los soldados los incorporamos porque los indios están presente… ¿sabés?, y hay que tener a los milicos; por eso yo di la orden para que vos te incorporés, nos vas a venir bien. Sé de tu conducta y valía.

– ¿Y cómo voy a mantener a mi familia?

– Tendrás tu sueldo, no será para tanto… pero algunos patacones son.

– ¿Y cúal será mi destino señor?

– El Fortín de Santa Catalina. 

Se quedó helado el hombre y por un momento nada hablaba. El comandante se acarició la mejilla con la mano derecha mientras calculaba la reacción de su visitante y no le bajaba la mirada.

– Por favor señor, ¿no me puede dejar en la Villa?

– Mirá muchacho, no empecemos mal. No estás incorporado y ya querés elegir destino. El soldado no elige destino, y en aquel Fortín, hay más de veinte hombres cansados que quieren volver a la Villa. Los debemos relevar.


Damián sabía que no valía la pena discutir con la autoridad y menos a un mando militar. Ya estaba decidido sería imposible hacer cambiar la decisión del Comandante. Sabía que la vida del Fortín era dura, pero bueno, había que apechugar el destino, vaya a saber hasta cuándo. Le dolía mucho todo esto, no tanto por él, sino por Narcisa.

– ¿Cuándo podré volver, señor, del Fortín?

– Muchacho, no empezaste a ir y ya pensás en volver. ¿No te parece que está fuera de lugar tu pregunta?

– Está bien señor, lo que pasa es que mi mujer y mi hijo quedan solos.

– La mayoría de los soldados tienen ese problema. Yo también lo tuve mucho tiempo, y sin embargo acá me ves. Tu mujer se la arreglará, como tantas mujeres se las arreglan, y si vos tenés conducta, volverás. No te estoy desterrando, te estoy destinando a un Fortín carajo. –dijo con severidad el Comandante, mientras enroscaba su cigarro y lo encendía con insistencia.

– Mañana a las siete te presentás al Sargento Peña, él será tu jefe y con él vas a Santa Catalina.


Tremenda, difícil situación de explicarle a su mujer esta manera tan repentina de quedar incorporado al ejército, no durmieron esa noche, se amaron, se acariciaron y se consolaron. Narcisa terminó dándole fuerzas y prometiéndole que se sabría cuidar. Le decía todo lo que lo quería y precisaba. Damián a cada rato dejaba los brazos de su mujer para ir a contemplar a su hijo dormido profundamente en la cuna de mimbre que le había trenzado su suegra.

– No te preocupés demasiado yo me voy a arreglar. Vos sos el que te tenés que cuidarte, el tiempo pasará pronto y volveremos a estar juntos. 

Al final la despedida emocionada y triste. Trataron de alargar la noche todo lo que pudieron pero el día apareció inexorablemente como para sumergirlos a este nuevo desafío de los tiempos; la emoción los embargaba, el “cuidate y te quiero” no se cayeron de sus labios.


Solitas quedaron las mujeres, aunque trabajo no les faltaba y los problemas también surgían. Una mañana aparecieron en la casa de Narcisa y Rosa, el jefe de policía don Martín Quenón, junto con un funcionario designado por el gobierno, Pedro Bargas.

– Señora, buenos días. Andamos por su casa para pedirle que nos presente los títulos de esta propiedad, usted sabe que el gobierno está empeñado en repoblar La Concepción (1843) y debe tomar nota de todos los títulos de los vecinos para hacer un relevamiento.

Narcisa no sabía qué responder. Rosa tuvo un mal presentimiento, fue hacia adentro y al ratito trajo unos papeles con la firma del Alcalde, donde constaba el número de lote asignado y las medidas de frente y largo expresadas en varas. Además constaba que “a esta propiedad la recibía como una tenencia precaria en renuncia temporal de la otra de mayor valor ubicada en la misma villa (sobre la cuadra 3 del terreno 7, la que era de mayor valía y mejor ubicación) que le correspondía por testamento a su hija Narcisa, la cual había pertenecido a la familia de Bruno Maldonado y la joven mujer era la heredera, pero como estaba ocupada cuando la reclamaron se habían hecho estos arreglos. Los dos funcionarios revisaron los papeles y aparentemente encontraron los títulos en regla, pero al final don Pedro Bargas le dijo:

– Señora, usted está debiendo los impuestos de los últimos años de esta casa que le dio el gobierno ¿Usted cómo los podría pagar?

– No sé señor… pero yo no puedo.

– ¿Cuánto le estamos debiendo? –preguntó preocupada Narcisa.

– Y tres años, son casi ochenta pesos fuertes. – se miraron las mujeres y al final Rosa le contestó.

– Señor, nosotras somos pobres, no conocemos esa cantidad de dinero, tres vacas es todo lo que tengo.

Se miraron los hombres, después de pensar unos instantes Pedro Bargas respondió de manera conciliadora:

– Y bueno señora, si usted no puede pagar, nosotros lo que podemos hacer es regalarle un nuevo terreno más a las afuera, y por doce años estará libre de impuestos. Ahí usted se podrá hacer un rancho y nos dejará esta ubicación para quien venga y pueda pagar los impuestos.

– ¡Señor!, somos dos mujeres solas con una criatura y a esto lo hemos hecho nosotras; no nos pueden echar de este lugar ¡Es nuestro! – dijo preocupada Narcisa, mientras acomodaba a su niño en los brazos.

– ¿Sabe qué pasa mujer?, el gobierno está repoblando la Villa del Río Cuarto y tiene que tomar medidas.

– Señor, ¡usted no está repoblando!, pretenden echarme de mi casa y de mi tierra. –dijo con gran amargura Rosa.


– Señor ¿puedo hablar con el Juez por este asunto? – preguntó Narcisa.

– Sí, pero no sé lo que pretendés.

– Que me devuelvan la propiedad que don Bruno Maldonado me dejó en herencia, la que con muchas artimañas después que volvimos de la tolderias no me la devolvieron.

– ¿Y cuál es la diferencia?

– ¡Es mucha la diferencia! ¿Ustedes no la conocen?

– ¡No!, no la conocemos.

– Bueno les digo: la propiedad de don Bruno Maldonado que yo heredé conforme al testamento que está depositado en la iglesia y que también hay títulos en el gobierno, está libre de impuestos, y es de mayor valor de la que ustedes me asignaron.

– Sí, pero esa propiedad está ocupada por los Echenique y como es tan grande, en una parte va a funcionar la Escuela Pública.

– Y va a funcionar a costa de lo que me quitaron a mí, ¿y todavía me quieren cobrar impuestos?, además de haberme llevado a mi marido a la frontera y dejarme desprotegida, vaya justicia la que quieren hacer ustedes. Yo quiero hablar con el Juez, con el sacerdote y me iré a Córdoba para hablar con el Obispo, y si es necesario con el mismo Gobernador para que me devuelvan mi propiedad, así yo les dejo ésta que ustedes quieren. –dijo con mucha decisión la joven mujer. 

– ¿Y usted, tiene título de lo que reclama?

– ¡Por supuesto que lo tengo! El título original firmado por el mismo Marqués de Sobremonte cuando asignó las propiedades; con los años don Bruno Maldonado compró cuatro terrenos que habían sido de los donados por la familia Soria para que el Rey de España les otorgara el título de Villa Real. Y uno de esos terrenos y la casa, al morir don Bruno soy yo la dueña y tengo el título. 

– ¿Me lo puede mostrar?

– Sí, le puedo mostrar la copia pero no entregárselo, ¿sabe?. El original del título tiene resguardo en la Parroquia y la gobernación. Ahora me gustaría mostrárselo frente al Juez.

– Está bien, está bien, veremos cómo podemos arreglar este problema.

– Señor, lo mejor sería que nos devuelvan la casa.

– ¿Pero usted, no la quiere vender?

– ¡No! ¿Por qué piensa eso? Jamás se me cruzaría de venderla, la queremos habitar. Es nuestra herencia, ¿sabe? 

Narcisa no era de doblegarse en el primer intento. Ni la iban a llevar por delante tan fácilmente. Siempre se acordaba lo que don Bruno le había explicado a toda la familia del derecho de la propiedad y recordaba que cuando don Bruno hablaba estaba obligada a prestarle atención. Luchó por la casa y consiguió que los Echenique pagaran un derecho por ella del valor de una vaca gorda por mes haciendo dos pagos al año al mismo Juez de Pedaneo, mientras que la municipalidad debía pagar quince vacas por año y no le debían cobrar impuestos de la casa en donde vivían. Con la municipalidad el arreglo fue fácil, en cambio con los Echenique las cosas se complicaron, pero Narcisa no cedió en ningún momento y llevó el caso ante el Juez.


– Es una barbaridad que deba pagar a esta gente por el derecho de vivir.

– Usted no tiene derecho de vivir en lo ajeno don Echenique ¿O usted no sabe acaso que la casa donde vive no es suya? ¡Es mí propiedad!, porque la heredé con la sangre de mi familia, la que me adoptó. Usted sabe todo, pero es más fácil hacerse el desentendido.

– ¡Eeeeh, pará un poco muchacha! Sos muy mocosa para llevarte el mundo por delante. Parece que nunca te pegaron una buena cachetada –dijo ofuscado don Echenique. 

-¡Vaaaaya… caballero educado! El mundo por delante se lo lleva usted, apropiándose de algo que no es suyo y viviendo de lo ajeno. Si usted es un hombre de fortuna como dice ¿para qué quiere mi casa? Claro… mi casa es cómoda, grande, bien ubicada, y está libre de impuestos. ¿Qué le parece?

– Yo soy un hombre honesto, qué carajo. –pegó un grito y un puñetazo en la mesa.

–Demuéstrelo entonces y devuelva lo ajeno, o usted se cree que me va a apabullar con su prepotencia. –le gritó más fuerte Narcisa, desafiándolo con la mirada.

– Que atrevida y mal educada que es esta mujer.

– ¡Está equivocado! No soy ni atrevida, ni mal educada, estoy defendiendo lo que me corresponde, porque usted me la usurpó. Y lo voy a defender hasta la muerte, ¿sabe?. Le pido que me la devuelva o que me pague la renta que le fijaron. Haga lo que usted quiera, pero sepa que no es su casa.

El Juez intervino, pidió calma y ratificó a don Echenique que era así. Debía devolver la casa o pagar la renta, no había otro acuerdo y ya la justicia se había expedido dándole la razón a Narcisa.

Como última arma esgrimida por Echenique, argumentó que al darle posesión de la casa donde estaban viviendo Rosa y Narcisa, ella renunciaba a la tenencia de la propiedad heredada. Pero el juez le recordó que “la renuncia era temporaria” no permanente, por lo tanto quedó sin argumento y debió refrendar el acta de acuerdo; si no lo hacía, sabía que lo desalojarían con la policía y los soldados. El péndulo de la suerte jugó ahora para el lado de Narcisa. Esta demostró valor y agallas para pelear por lo suyo, y si no lo hubiera hecho, sin duda la hubieran desplazado más hacia la pobreza y el peligro de los ranchos marginales, en donde las defensas no protegían a nadie durante las invasiones. Por otro lado con el decreto de repoblación que había emitido el gobierno de Córdoba en este año (1843) se manejaban algunos intereses bien calculados y hasta negocios un tanto oscuros que permitían “hacer arreglos”, para ubicarse en el mismo centro de La Concepción, lo que se preveía que se debía favorecer en dar un espacio promisorio a futuros comerciantes y hacendados y esto en gran medida lo lograban desplazando algunas familias humildes de menor estatus que ocupaban “sin necesidad” según las autoridades, algunos de aquellos lugares de privilegio; además había gente importante que se venía a radicar si le daban espacios adecuados en el centro, y eso es lo que buscaban, sacar hacia las afuera “familias que les molestaban”.

Walter Bonetto
walterfbonetto@yahoo.com.ar

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