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15. Sus últimos recuerdos
Rafael Bolívar
rbolivarg@hotmail.es

 
 
 

Gabriel José de la Concordia García Márquez (1927 -      ) es un escritor, novelista, cuentista, guionista y periodista colombiano. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura. Es conocido familiarmente y por sus amigos como Gabo.

 

Sus recuerdos de Leticia Nazareno

El recuerdo indestructible de su madre Bendición Alvarado

Su madre se pudrió a fuego lento

Los secretos del nacimiento de su hijo

Las penurias de su enfermedad

Rumores de la muerte de su madre

La muerte de su madre

Presagios por la orfandad del patriarca

Funerales de mi madre del alma

Conmemoración de los cuidados de su madre

Los miedos que intentó inculcarle

Recuerdos de su madre durante los funerales

El retrato de su madre joven

Prueba de su identidad

 

Sus recuerdos de Leticia Nazareno 

- Leticia Nazareno, escribía, mi única y legítima esposa que lo había enseñado a leer y escribir en la plenitud de la vejez,

- hacía esfuerzos por evocar su imagen pública, quería volver a verla con la sombrilla de tafetán con los colores de la bandera y su cuello de colas de zorros plateados de primera dama,

- pero sólo conseguía recordarla desnuda a las dos de la tarde bajo la luz de harina del mosquitero,

- se acordaba del lento reposo de tu cuerpo manso y lívido en el zumbido del ventilador eléctrico,

- sentía tus tetas vivas, tu olor de perra, el rumor corrosivo de tus manos feroces de novicia que cortaban la leche y oxidaban el oro y marchitaban las flores,

- pero eran buenas manos para el amor, porque sólo ella había alcanzado el triunfo inconcebible de que te quites las botas que me ensucias mis sábanas de bramante, y el se las quitaba,

- que te quites los arneses que me lastimas el corazón con las hebillas, y él se los quitaba,

- que te quites el sable, y el braguero, y las polainas,

- que te quites todo mi vida que no te siento, y él se quitaba todo para ti como no lo había hecho antes ni había de hacerlo nunca con ninguna mujer después de Leticia Nazareno, mi único y legítimo amor,

- suspiraba, escribía los suspiros en las tiras de memoriales amarillentos que enrollaba como cigarrillos para esconderlos en los resquicios menos pensados de la casa

- donde sólo él pudiera encontrarlos para acordarse de quién era él mismo cuando ya no pudiera acordarse de nada,

- donde nadie los encontró jamás cuando inclusive la imagen de Leticia Nazareno acabó de escurrirse por los desaguaderos de la memoria

El recuerdo indestructible de su madre Bendición Alvarado 

- y sólo quedó el recuerdo indestructible de su madre Bendición Alvarado en las tardes de adioses de la mansión de los suburbios,

- su madre moribunda que convocaba a las gallinas haciendo sonar los granos de maíz en una totuma para que él no advirtiera que se estaba muriendo,

- que le seguía llevando las aguas de frutas a la hamaca colgada entre los tamarindos para que él no sospechara que apenas si podía respirar de dolor,

- su madre que lo había concebido sola, que lo había parido sola, que se estuvo pudriendo sola

- hasta que el sufrimiento solitario se hizo tan intenso que fue más fuerte que el orgullo y tuvo que pedirle al hijo que me mires la espalda para ver por qué siento este fulgor de brasas que no me deja vivir,

- y se quitó la camisola, se volvió, y él contempló con un horror callado las espaldas maceradas por las úlceras humeantes en cuya pestilencia de pulpa de guayaba se reventaban las burbujas minúsculas de las primeras larvas de los gusanos.

- Malos tiempos aquellos mi general, no había secretos de estado que no fueran de dominio público, no había orden que se cumpliera a ciencia cierta desde que fue servido en mesa de gala el cadáver exquisito del general Rodrigo de Aguilar, pero a él no le importaba, no le importaron los tropiezos del poder

Su madre se pudrió a fuego lento

- durante los meses amargos en que su madre se pudrió a fuego lento en un dormitorio contiguo al suyo

- después de que los médicos más entendidos en flagelos asiáticos dictaminaron que su enfermedad no era la peste, ni la sarna, ni el pian, ni ninguna otra plaga de Oriente

- sino algún maleficio de indios que sólo podía ser curado por quien lo hubiera infundido,

- y él comprendió que era la muerte y se encerró a ocuparse de su madre con una abnegación de madre,

- se quedó a pudrirse con ella para que nadie la viera cocinándose en su caldo de larvas,

- ordenó que le llevaran sus gallinas a la casa civil, le llevaron los pavorreales, los pájaros pintados que andaban a su antojo por salones y oficinas para que su madre no fuera a extrañar los trajines campestres de la mansión de los suburbios,

- él mismo quemaba los troncos de bija en el dormitorio para que nadie percibiera el tufo de mortecina de la madre moribunda,

- él mismo consolaba con mantecas germicidas el cuerpo colorado del mercurio cromo, amarillo del pícrico, azul del metileno,

- él mismo embadurnaba de bálsamos turcos las úlceras humeantes contra el criterio del ministro de la salud que tenía horror de los maleficios, qué carajo, madre, mejor si nos morimos juntos, decía,

Los secretos del nacimiento de su hijo 

- pero Bendición Alvarado era consciente de ser la única que se estaba muriendo y trataba de revelarle al hijo los secretos de familia que no quería llevarse a la tumba,

- le contaba cómo le echaron su placenta a los cochinos, señor,

- como fue que nunca pude establecer cuál de tantos fugitivos de vereda había sido tu padre,

- trataba de decirle para la historia que lo había engendrado de pie y sin quitarse el sombrero por el tormento de las moscas metálicas de los pellejos de melaza fermentada de una trastienda de cantina,

- lo había parido mal en un amanecer de agosto en el zaguán de un monasterio,

- lo había reconocido a la luz de las arpas melancólicas de los geranios

- y tenía el testículo derecho del tamaño de un higo

- y se vaciaba como un fuelle

- y exhalaba un suspiro de gaita con la respiración,

- lo desenvolvía de los trapos que le regalaron las novicias

- y lo mostraba en las plazas de feria por si acaso encontraba alguien que conociera algún remedio mejor

- y sobre todo más barato que la miel de abejas que era lo único que le recomendaban para su mala formación,

- la entretenían con fórmulas de consuelo, que no hay que anticiparse al destino, le decían,

- que al fin y al cabo el niño era bueno para todo menos para tocar instrumentos de viento, le decían,

- y sólo una adivina de circo cayó en la cuenta de que el recién nacido no tenía líneas en la palma de la mano y eso quería decir que había nacido para rey,

- y así era, pero él no le ponía atención, le suplicaba que se durmiera sin escarbar en el pasado

- porque le resultaba más cómodo creer que aquellos tropiezos de la historia patria eran delirios de la fiebre,

Las penurias de su enfermedad 

- duérmase, madre, le suplicaba, la envolvía de pies a cabeza con una sábana de lino de las muchas que había hecho fabricar a propósito para no lastimar sus llagas,

- la ponía a dormir de costado con la mano en el corazón,

- la consolaba con que no se acuerde de vainas tristes, madre, de todos modos yo soy yo, duerma despacio.

- Habían sido inútiles las muchas y arduas diligencias oficiales para aplacar el ruido público de que la matriarca de la patria se estaba pudriendo en vida,

- divulgaban cédulas médicas inventadas,

- pero los propios estafetas de los bandos confirmaban que era cierto lo que ellos mismos desmentían,

- que los vapores de la corrupción eran tan intensos en el dormitorio de la moribunda que habían espantado hasta a los leprosos,

- que degollaban carneros para bañarla con la sangre viva,

- que sacaban sábanas ensopadas de una materia tornasol que fluía de sus llagas y por mucho que las lavaran no conseguían devolverles su esplendor original,

Rumores de la muerte de su madre

- que nadie había vuelto a verlo a él en los establos de ordeño

- ni en los cuartos de las concubinas donde siempre lo habían visto al amanecer aun en los tiempos peores,

- el propio arzobispo primado se había ofrecido para administrar los últimos sacramentos a la moribunda pero él lo había plantado en la puerta,

- nadie se está muriendo, padre, no crea en rumores, le dijo,

- compartía la comida con su madre en el mismo plato con la misma cuchara a pesar del aire de dispensario de peste que se respiraba en el cuarto,

- la bañaba antes de acostarla con el jabón del perro agradecido

- mientras el corazón se le paraba de lástima por las instrucciones que ella impartía con sus últimas hilachas de voz

- sobre el cuidado de los animales después de su muerte,

- que no desplumaran a los pavorreales para hacer sombreros, sí madre, decía él,

- y le daba una mano de creolina por todo el cuerpo,

- que no obliguen a cantar a los pájaros en las fiestas, sí madre, y la envolvía en la sábana de dormir,

- que saquen las gallinas de los nidos cuando esté tronando para que no empollen basiliscos, sí madre, y la acostaba con la mano en el corazón,

- sí madre, duerma despacio, la besaba en la frente, dormía las pocas horas que le quedaban tirado bocabajo junto a la cama,

- pendiente de las derivas de su sueño,

La muerte de su madre

- pendiente de los delirios interminables que se iban haciendo más lúcidos a medida que se acercaba a la muerte,

- aprendiendo con sus rabias acumuladas de cada noche a soportar la rabia inmensa

- del lunes de dolor en que lo despertó el silencio terrible del mundo al amanecer y era que su madre de mi vida Bendición Alvarado había acabado de respirar,

- y entonces desenvolvió el cuerpo nauseabundo y vio en el resplandor tenue de los primeros gallos

- que había otro cuerpo idéntico con la mano en el corazón pintado de perfil en la sábana,

- y vio que el cuerpo pintado no tenía grietas de peste ni estragos de vejez sino que era macizo y terso como pintado al óleo por ambos lados del sudario

- y exhalaba una fragancia natural de flores tiernas que purificó el ámbito de hospital del dormitorio

- y por mucho que lo restregaron con caliche y lo hirvieron en lejía no consiguieron borrarlo de la sábana porque estaba integrado por el derecho y por el revés con la propia materia del lino, y era lino eterno,

- pero él no había tenido serenidad para medir el tamaño de aquel prodigio

- sino que abandonó el dormitorio con un portazo de rabia que sonó como un disparo en el ámbito de la casa,

Presagios por la orfandad del patriarca

- y entonces empezaron las campanas de duelo en la catedral y después las de todas las iglesias y después las de toda la nación que doblaron sin pausas durante cien días,

- y quienes despertaron por las campanas comprendieron sin ilusiones que él era otra vez el dueño de todo su poder

- y que el enigma de su corazón oprimido por la rabia de la muerte

- se levantaba con más fuerza que nunca contra las veleidades de la razón y la dignidad y la indulgencia,

- porque su madre de mi vida Bendición Alvarado había muerto en aquella madrugada del lunes veintitrés de febrero y un nuevo siglo de confusión y de escándalo empezaba en el mundo.

- Ninguno de nosotros era bastante viejo para dar testimonio de aquella muerte,

- pero el estruendo de los funerales había llegado hasta nuestro tiempo y teníamos noticias verídicas de que él no volvió a ser el mismo de antes por el resto de su vida,

- nadie tuvo el derecho de perturbar sus insomnios de huérfano durante mucho más de los cien días del luto oficial,

- no se le volvió a ver en la casa de dolor cuyo ámbito había sido desbordado por las resonancias inmensas de las campanas fúnebres,

- no se daban más horas que las de su duelo,

- se hablaba con suspiros,

- la guardia doméstica andaba descalza como en los años originales de su régimen

- y sólo las gallinas pudieron hacer lo que quisieron en la casa prohibida cuyo monarca se había vuelto invisible,

- se desangraba de rabia en el mecedor de mimbre

Funerales de mi madre del alma

- mientras su madre de mi alma Bendición Alvarado andaba por esos peladeros de calor y miseria

- dentro de un ataúd lleno de aserrín y hielo picado para que no se pudriera más de lo que estuvo en vida,

- pues se habían llevado el cuerpo en procesión solemne hasta los confines menos explorados de su reino

- para que nadie se quedara sin el privilegio de honrar su memoria,

- se lo llevaron con himnos de vientos de crespones oscuros hasta las estaciones de los páramos

- donde lo recibieron con las mismas músicas lúgubres las mismas muchedumbres taciturnas

- que en otros tiempos de gloria habían venido a conocer el poder oculto en la penumbra del vagón presidencial,

- exhibieron el cuerpo en el monasterio de caridad

- donde una pajarera nómada en el principio de los tiempos había parido mal a un hijo de nadie que llegó a ser rey,

- abrieron los portones del santuario por primera vez en un siglo,

- soldados de a caballo hacían redadas de indios en los pueblos,

- los arriaban secuestrados,

- los metían a culatazos en la vasta nave afligida por los soles helados de los vitrales

- donde nueve obispos de pontifical cantaban oficios de tinieblas, duerme en paz en tu gloria,

- cantaban los diáconos, los acólitos, descansa en tus cenizas, cantaban,

- afuera llovía en los geranios,

- las novicias repartieron guarapo con panes de difuntos,

- vendieron costillas de cerdo, camándulas, frascos de agua bendita bajo las arcadas de piedra de los patios,

- había música en las cantinas de las veredas, había pólvora, se bailaba en los zaguanes, era domingo,

Conmemoración de los cuidados de su madre

- ahora y siempre, eran años de fiesta en las trochas de prófugos

- y en los desfiladeros de niebla por donde su madre Bendición Alvarado había pasado en vida persiguiendo al hijo embullado con la ventolera federal,

- pues ella lo había cuidado en la guerra,

- había impedido que le caminaran encima las mulas de la tropa cuando se derrumbaba por los suelos enrollado en una manta,

- sin sentido, hablando disparates por la calentura de las tercianas,

Los miedos que intentó inculcarle

- ella le había tratado de inculcar su miedo ancestral por los peligros que acechan a la gente de los páramos en las ciudades del mar tenebroso,

- tenía miedo:

- de los virreyes de las estatuas,

- de los cangrejos que se bebían las lágrimas de los recién nacidos,

- había temblado de pavor ante la majestad de la casa del poder

- que conoció a través de la lluvia la noche del asalto sin haber imaginado entonces que era la casa donde había de morir,

Recuerdos de su madre durante los funerales

- la casa de soledad donde él estaba,

- donde se preguntaba con el calor de la rabia tirado bocabajo en el suelo

- dónde carajo te has metido, madre, en qué manglar de tarulla se habrá enredado tu cuerpo,

- quién te espanta las mariposas de la cara, suspiraba, postrado de dolor,

- mientras su madre Bendición Alvarado navegaba bajo un palio de hojas de plátano

- entre los vapores nauseabundos de los cenagales

- para ser exhibida en las escuelas públicas de vereda,

- en los cuarteles de los desiertos de salitre,

- en los corrales de indios,

El retrato de su madre joven

- la mostraban en las casas principales junto con un retrato de cuando era joven, era lánguida, era hermosa, se había:

- puesto una diadema en la frente,

- puesto una gola de encajes contra su voluntad,

- dejado poner talco en la cara y carmín en los labios por esa única vez,

- le pusieron un tulipán de seda en la mano para que lo tuviera así, así no, señora, así, descuidado en el regazo,

- cuando el fotógrafo veneciano de los monarcas europeos le tomó el retrato oficial de primera dama

Prueba de su identidad

- que mostraban junto con el cadáver como una prueba final contra cualquier sospecha de suplantación,

- y eran idénticos, pues no se había dejado nada al azar,

- el cuerpo iba siendo reconstruido en diligencias secretas a medida que se le desbarataba el cosmético

- y la piel agrietada de parafina se le derretía con el calor,

- le quitaban el musgo de los párpados en las épocas de lluvia,

- las costureras militares mantenían el vestido de muerta como si hubiera sido puesto ayer

- y conservaban en estado de gracia la corona de azahares y el velo de novia virgen que nunca tuvo en vida,

- para que nadie en este burdel de idólatras se atreviera a repetir nunca que eres distinta de tu retrato, madre,

- para que nadie olvide quién es el que manda por los siglos de los siglos hasta en los caseríos más indigentes de los médanos de la selva

Fuente: El otoño del patriarca de Gabriel García Marqués

Enviado por: Rafael Bolívar Grimaldos - rbolivarg@hotmail.es

En Letras-Uruguay desde el 4 de mayo de 2012

 

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