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26. Las colegialas del anciano general
Rafael Bolívar
rbolivarg@hotmail.es

 
 
 

Gabriel José de la Concordia García Márquez (1927 -      ) es un escritor, novelista, cuentista, guionista y periodista colombiano. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura. Es conocido familiarmente y por sus amigos como Gabo.

 

Otra muerte de uno de sus dobles

La niña del mazo de claveles empapados

Las vacas del quiosco de la música

Las niñas de la escuela contigua

La adolescente seducida 

Mi exilio y mi regreso

El tropel de colegialas

El regalo del embajador Streimberg

Desangrados por los empréstitos

Después de los tiempos malvados de José Ignacio Sáenz de la Barra

El transmisor individual y el circuito cerrado de televisión

Las putas del puerto

El nuevo edificio de tres pisos frente al mar

 

Otra muerte de uno de sus dobles

- Ahí estaba, pues, como si hubiera sido él aunque no lo fuera, acostado en la mesa de banquetes de la sala de fiestas

- con el esplendor femenino de papa muerto entre las flores con que se había conocido a sí mismo en la ceremonia de exhibición de su primera muerte,

- más temible muerto que vivo

- con el guante de raso relleno de algodón sobre el pecho blindado de falsas medallas de victorias imaginarias de guerras de chocolate inventadas por sus aduladores impávidos,

- con el fragoroso uniforme de gala y las polainas de charol y la única espuela de oro que encontramos en la casa

- y los diez soles tristes de general del universo que le impusieron a última hora para darle una jerarquía mayor que la de la muerte,

- tan inmediato y visible en su nueva identidad póstuma que por primera vez se podía creer sin duda alguna en su existencia real,

- aunque en verdad nadie se parecía menos a él, nadie era tanto el contrario de él

- como aquel cadáver de vitrina que a la medianoche se seguía cocinando en el fuego lento del espacio minucioso de la cámara ardiente

- mientras en el salón contiguo del consejo de gobierno discutíamos palabra por palabra el boletín final con la noticia que nadie se atrevía a creer

La niña del mazo de claveles empapados

- cuando nos despertó el ruido de los camiones cargados de tropa con armamentos de guerra cuyas patrullas sigilosas ocuparon los edificios públicos desde la madrugada,

- se tendieron en el suelo en posición de tiro bajo las arcadas de la calle del comercio, se escondieron en los zaguanes,

- los vi instalando ametralladoras de trípode en las azoteas del barrio de los virreyes

- cuando abrí el balcón de mi casa al amanecer buscando dónde poner el mazo de claveles empapados que acababa de cortar en el patio,

- vi debajo del balcón una patrulla de soldados al mando de un teniente que iba de puerta en puerta ordenando cerrar las pocas tiendas que empezaban a abrirse en la calle del comercio,

- hoy es feriado nacional, gritaba, orden superior,

- les tiré un clavel desde el balcón y pregunté qué pasaba que había tantos soldados y tanto ruido de armas por todas partes

- y el oficial atrapó el clavel en el aire y me contestó que fíjate niña que nosotros tampoco sabemos,

- debe ser que resucitó el muerto, dijo, muerto de risa, pues nadie se atrevía a pensar que hubiera ocurrido una cosa de tanto estruendo,

- sino al contrario, pensábamos que después de muchos años de negligencia él había vuelto a coger las riendas de su autoridad

- y estaba más vivo que nunca arrastrando otra vez sus grandes patas de monarca ilusorio

- en la casa del poder cuyos globos de luz habían vuelto a encenderse,

Las vacas del quiosco de la música

- pensábamos que era él quien había hecho salir las vacas que andaban triscando en las grietas de las baldosas de la Plaza de Armas

- donde el ciego sentado a la sombra de las palmeras moribundas confundió las pezuñas con botas de militares

- y recitaba los versos del feliz caballero que llegaba de lejos vencedor de la muerte,

- los recitaba con toda la voz y la mano tendida hacia las vacas que se trepaban a comerse las guirnaldas de balsaminas del quiosco de la música

- por la costumbre de subir y bajar escaleras para comer,

- se quedaron a vivir entre las ruinas de las musas coronadas de camelias silvestres y los micos colgados de las liras de los escombros del Teatro Nacional,

- entraban muertas de sed con un estrépito de tiestos de nardos en la penumbra fresca de los zaguanes del barrio de los virreyes

- y sumergían los hocicos abrasados en el estanque del patio interior

- sin que nadie se atreviera a molestarlas porque conocíamos la marca congénita del hierro presidencial que las hembras llevaban en las ancas y los machos en el cuello,

- eran intocables, los propios soldados les cedían el paso en los vericuetos de la calle del comercio que había perdido su fragor antiguo de zoco infernal,

Las niñas de la escuela contigua

- no podía concebir el mundo sin el hombre que me había hecho feliz a los doce años

- como ningún otro lo volvió a conseguir desde las tardes de hacía tanto tiempo en que salíamos de la escuela a las cinco

- y él acechaba por las claraboyas del establo a las niñas de uniforme azul de cuello marinero y una sola trenza en la espalda pensando madre mía Bendición Alvarado cómo son de bellas las mujeres a mi edad,

- nos llamaba, veíamos sus ojos trémulos, la mano con el guante de dedos rotos que trataba de cautivarnos con el cascabel de caramelo del embajador Forbes,

La adolescente seducida 

- todas corrían asustadas, todas menos yo, me quedé sola en la calle de la escuela cuando supe que nadie me estaba viendo y traté de alcanzar el caramelo

- y entonces él me agarró por las muñecas con un tierno zarpazo de tigre y me levantó sin dolor en el aire y me pasó por la claraboya con tanto cuidado que no me descompuso ni un pliegue del vestido

- y me acostó en el heno perfumado de orines rancios tratando de decirme algo que no le salía de la boca árida porque estaba más asustado que yo,

- temblaba, se le veían en la casaca los golpes del corazón, estaba pálido, tenía los ojos llenos de lágrimas como no los tuvo por mí ningún otro hombre en toda mi vida de exilio,

-  me tocaba en silencio, respirando sin prisa, me tentaba con una ternura de hombre que nunca volví a encontrar,

- me hacía brotar los capullos del pecho, me metía los dedos por el borde de las bragas, se olía los dedos, me los hacía oler, siente, me decía, es tu olor,

- no volvió a necesitar los caramelos del embajador Baldrich para que yo me metiera por las claraboyas del establo a vivir las horas felices de mi pubertad

- con aquel hombre de corazón sano y triste que me esperaba sentado en el heno con una bolsa de cosas de comer,

- enjugaba con pan mis primeras salsas de adolescente, me metía las cosas por allá antes de comérselas, me las daba a comer,

- me metía los cabos de espárragos para comérselos marinados con la salmuera de mis humores íntimos,

- sabrosa, me decía, sabes a puerto, soñaba con comerse mis riñones hervidos en sus propios caldos amoniacales, con la sal de tus axilas,

- soñaba, con tu orín tibio, me destazaba de pies a cabeza, me sazonaba con sal de piedra, pimienta picante y hojas de laurel

- y me dejaba hervir a fuego lento en las malvas incandescentes de los atardeceres efímeros de nuestros amores sin porvenir,

- me comía de pies a cabeza con unas ansias y una generosidad de viejo

- que nunca más volví a encontrar en tantos hombres apresurados y mezquinos

- que trataron de amarme sin conseguirlo en el resto de mi vida sin él,

- me hablaba de él mismo en las digestiones lentas del amor

- mientras nos quitábamos de encima los hocicos de las vacas que trataban de lamernos,

- me decía que ni él mismo sabía quién era él, que estaba de mi general hasta los cojones, decía sin amargura, sin ningún motivo, como hablando solo,

- flotando en el zumbido continuo de un silencio interior que sólo era posible romper a gritos,

- nadie era más servicial ni más sabio que él, nadie era más hombre,

- se había convertido en la única razón de mi vida a los catorce años

Mi exilio y mi regreso

- cuando dos militares del más alto rango aparecieron en casa de mis padres con una maleta atiborrada de doblones de oro puro

- y me metieron a medianoche en un buque extranjero con toda la familia y con la orden de no regresar al territorio nacional durante años y años

- hasta que estalló en el mundo la noticia de que él había muerto sin haber sabido que yo me pasé el resto de la vida muriéndome por él,

- me acostaba con desconocidos de la calle para ver si encontraba uno mejor que él,

- regresé envejecida y amargada con esta recua de hijos que había parido de padres diferentes con la ilusión de que eran suyos,

- y en cambio él la había olvidado al segundo día en que no la vio entrar por la claraboya de los establos de ordeño,

El tropel de colegialas

- la sustituía por una distinta todas las tardes porque ya para entonces no distinguía muy bien quién era quién en el tropel de colegialas de uniformes iguales

- que le sacaban la lengua y le gritaban viejo guanábano cuando trataba de cautivarlas con los caramelos del embajador Rumpelmayer,

- las llamaba sin discriminar, sin preguntarse nunca si la de hoy había sido la misma de ayer,

- las recibía a todas por igual, pensaba en todas como si fueran una sola

El regalo del embajador Streimberg

- mientras escuchaba medio dormido en la hamaca las razones siempre iguales del embajador Streimberg

- que le había regalado una trompeta acústica igual a la del perro con la voz del amo con un dispositivo eléctrico de amplificación

- para que él pudiera oír una vez más la pretensión insistente de llevarse nuestras aguas territoriales a buena cuenta de los servicios de la deuda externa

- y él repetía lo mismo de siempre que ni de vainas mi querido Stevenson, todo menos el mar,

- desconectaba el audífono eléctrico para no seguir oyendo aquel vozarrón de criatura metálica

Desangrados por los empréstitos

- que parecía voltear el disco para explicarle otra vez lo que tanto me habían explicado mis propios expertos sin recovecos de diccionario que estamos en los puros cueros mi general,

- habíamos agotado nuestros últimos recursos, desangrados por la necesidad secular de aceptar empréstitos

- para pagar los servicios de la deuda externa desde las guerras de independencia

- y luego otros empréstitos para pagar los intereses de los servicios atrasados,

- siempre a cambio de algo mi general, primero el monopolio de la quina y el tabaco para los ingleses,

- después el monopolio del caucho y el cacao para los holandeses,

- después la concesión del ferrocarril de los páramos y la navegación fluvial para los alemanes,

- y todo para los gringos por los acuerdos secretos que él no conoció sino después del derrumbamiento de estrépito y la muerte pública de José Ignacio Sáenz de la Barra

- a quien Dios tenga cocinándose a fuego vivo en las pailas de sus profundos infiernos,

- no nos quedaba nada, general, pero él había oído decir lo mismo a todos sus ministros de hacienda

- desde los tiempos difíciles en que declaró la moratoria de los compromisos contraídos con los banqueros de Hamburgo,

- la escuadra alemana había bloqueado el puerto,

- un acorazado inglés disparó un cañonazo de advertencia que abrió un boquete en la torre de la catedral,

- pero él gritó que me cago en el rey de Londres, primero muertos que vendidos, gritó, muera el Kaiser,

- salvado en el instante final por los buenos oficios de su cómplice de dominó el embajador Charles W. Traxler

- cuyo gobierno se constituyó en garante de los compromisos europeos a cambio de un derecho de explotación vitalicia de nuestro subsuelo,

- y desde entonces estamos como estamos debiendo hasta los calzoncillos que llevamos puestos mi general,

- pero él acompañaba hasta las escaleras al eterno embajador de las cinco y lo despedía con una palmadita en el hombro,

- ni de vainas mi querido Baxter, primero muerto que sin mar,

Después de los tiempos malvados de José Ignacio Sáenz de la Barra

- agobiado por la desolación de aquella casa de cementerio donde se podía caminar sin tropiezos como si fuera por debajo del agua

- desde los tiempos malvados de aquel José Ignacio Sáenz de la Barra de mi error

- que había cortado todas las cabezas del género humano menos las que debía cortar de los autores del atentado de Leticia Nazareno y el niño,

- los pájaros se resistían a cantar en las jaulas por muchas gotas de cantorina que él les echara en el pico,

- las niñas de la escuela contigua no habían vuelto a cantar la canción del recreo de la pajarita pinta paradita en el verde limón,

- la vida se le iba en la espera impaciente de las horas de estar contigo en los establos, mi niña,

- con tus teticas de corozo y tu cosita de almeja,

- comía solo bajo el cobertizo de trinitarias,

- flotaba en la reverberación del calor de las dos picoteando el sueño de la siesta para no perder el hilo de la película de la televisión

- en que todo ocurría por orden suya al revés de la vida, pues el benemérito que todo lo sabía no supo nunca

El transmisor individual y el circuito cerrado de televisión

- que desde los tiempos de José Ignacio Sáenz de la Barra le habíamos instalado primero un transmisor individual para las novelas habladas de la radiola

- y después un circuito cerrado de televisión para que sólo él viera las películas arregladas a su gusto en las cuales no se morían sino los villanos,

Las putas del puerto

- prevalecía el amor contra la muerte, la vida era un soplo, lo hacíamos feliz con el engaño

- como lo fue tantas tardes de su vejez con las niñas de uniforme que lo habrían complacido hasta la muerte

- si él no hubiera tenido la mala fortuna de preguntarle a una de ellas qué te enseñan en la escuela y yo le contesté la verdad que no me enseñan nada señor,

- yo lo que soy es puta del puerto, y él se lo hizo repetir por si no había entendido bien lo que leyó en mis labios

- y yo le repetí con todas las letras que no soy estudiante señor, soy puta del puerto,

- los servicios de sanidad la habían bañado con creolina y estropajo,

- le dijeron que se pusiera este uniforme de marinero y estas medias de niña bien y que pasara por esta calle todas las tardes a las cinco,

- no sólo yo sino todas las putas de mi edad reclutadas y bañadas por la policía sanitaria,

- todas con el mismo uniforme y los mismos zapatos de hombre y estas trenzas de crines de caballo que fíjese usted que se quita y se pone con un prendedor de peineta,

- nos dijeron que no se asusten que es un pobre abuelo pendejo que ni siquiera se las va a tirar

- sino que les hace exámenes de médico con el dedo y les chupa la tetamenta y les mete cosas de comer por la cucaracha, en fin, todo lo que usted me hace cuando vengo,

- que nosotras no teníamos sino que cerrar los ojos de gusto y decir mi amor mi amor que es lo que a usted le gusta,

- eso nos dijeron y hasta nos hicieron ensayar y repetir todo desde el principio antes de pagarnos,

- pero yo encuentro que es demasiada vaina tanto plátano maduro en la cosiánfira y tanta malanga sancochada en el fundillo

- por los cuatro tísicos pesos que nos quedan después de descontarnos el impuesto de sanidad y la comisión del sargento,

- qué carajo, no es justo desperdiciar tanta comida por debajo si una no tiene ni qué comer por arriba, dijo,

- envuelta en el áurea lúgubre del anciano insondable que escuchó la revelación sin pestañear pensando madre mía Bendición Alvarado por qué me mandas este castigo,

- pero no hizo un gesto que denunciara su desolación sino que se empeñó en toda clase de averiguaciones sigilosas

El nuevo edificio de tres pisos frente al mar

- hasta descubrir que en efecto el colegio de niñas contiguo a la casa civil lo habían clausurado desde hace muchos años mi general,

- el propio ministro de educación había provisto los fondos de acuerdo con el arzobispo primado y la asociación de padres de familia

- para construir el nuevo edificio de tres pisos frente al mar donde las infantas de las familias de grandes ínfulas

- quedaron a salvo de las asechanzas del seductor crepuscular

Fuente: El otoño del patriarca de Gabriel García Marqués

Enviado por: Rafael Bolívar Grimaldos - rbolivarg@hotmail.es

En Letras-Uruguay desde el 23 de agosto de 2012

 

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