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23. La masacre dantesca con perros cimarrones
Rafael Bolívar
rbolivarg@hotmail.es

 
 
 

Gabriel José de la Concordia García Márquez (1927 -      ) es un escritor, novelista, cuentista, guionista y periodista colombiano. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura. Es conocido familiarmente y por sus amigos como Gabo.

 

Se sintió pobre y minúsculo

El atentado contra ella

Los letreros de los excusados

Reunió de urgencia al mando supremo

Nos escrutó sin clemencia

Acciones para preservarla de amenazas

Se la estaban matando entre las manos

Los perros cimarrones se los comieron vivos

Lo único que quedó de ellos

El recuerdo de aquel miércoles inevitable

Un jardín de magnolias y codornices con una cruz de mármol

Se quedó vagando en la casa vacía

Las visitas perniciosas del embajador Wilson

Una vaca extraviada

Regreso de leprosos, ciegos y paralíticos

La salida de las niñas de la escuela

 

Se sintió pobre y minúsculo

- se sintió pobre y minúsculo en el estruendo sísmico de los aplausos que él aprobaba en la sombra

- pensando madre mía Bendición Alvarado eso sí es un desfile, no las mierdas que me organiza esta gente,

- sintiéndose disminuido y solo, oprimido:

- por el sopor y los zancudos

- y las columnas de sapolín de oro

- y el terciopelo marchito del palco de honor,

- carajo, cómo es posible que este indio pueda escribir una cosa tan bella con la misma mano con que se limpia el culo, se decía,

- tan exaltado por la revelación de la belleza escrita

- que arrastraba sus grandes patas de elefante cautivo al compás de los golpes marciales de los timbaleros,

- se adormilaba al ritmo de las voces de gloria del canto sonoro del cálido coro

- que Leticia Nazareno recitaba para él a la sombra de los arcos triunfales de la ceiba del patio,

- escribía los versos en las paredes de los retretes,

- estaba tratando de recitar de memoria el poema completo en el Olimpo tibio de mierda de vaca de los establos de ordeño

El atentado contra ella

- cuando tembló la tierra con la carga de dinamita que estalló antes de tiempo en el baúl del automóvil presidencial estacionado en la cochera,

- fue terrible mi general, una conflagración tan potente que muchos meses después todavía encontrábamos por toda la ciudad las piezas retorcidas

- del coche blindado que Leticia Nazareno y el niño debían usar una hora más tarde para hacer el mercado del miércoles,

- pues el atentado era contra ella mi general, sin ninguna duda,

- y entonces él se dio una palmada en la frente, carajo, cómo es posible que no lo hubiera previsto,

Los letreros de los excusados

- qué había sido de su clarividencia legendaria si desde hacía tantos meses que los letreros de los excusados no estaban dirigidos contra él, como siempre, o contra alguno de sus ministros civiles,

- sino que estaban inspirados por la audacia de los Nazarenos que había llegado al punto de mordisquear las prebendas reservadas al mando supremo,

- o por las ambiciones de los hombres de iglesia que obtenían del poder temporal favores desmedidos y eternos,

- él había observado que las diatribas inocentes contra su madre Bendición Alvarado se habían vuelto

- improperios de guacamaya, pasquines de rencores ocultos que maduraban en la impunidad tibia de los retretes

- y terminaban por salir a la calle como había ocurrido tantas veces con otros escándalos menores que él mismo se encargaba de precipitar,

- aunque nunca pensó ni hubiera podido pensar que fueran tan feroces como para poner dos quintales de dinamita dentro del propio cerco de la casa civil,

- matreros, cómo es posible que él anduviera tan absorto en el éxtasis de los bronces triunfales

- que su olfato exquisito de tigre cebado no había reconocido a tiempo el viejo y dulce olor del peligro,

Reunió de urgencia al mando supremo

- qué vaina, reunió de urgencia al mando supremo;

- catorce militares trémulos que al cabo de tantos años de conducto ordinario y órdenes de segunda mano

- volvíamos a ver a dos brazas de distancia al anciano incierto cuya existencia real era el más simple de sus enigmas,

- nos recibió sentado en la silla tronal de la sala de audiencias con el uniforme de soldado raso oloroso a meados de mapurito

- y unos espejuelos muy finos de oro puro que no conocíamos ni en sus retratos más recientes,

- y era más viejo y más remoto de lo que nadie hubiera podido imaginar,

- salvo las manos lánguidas sin los guantes de raso que no parecían sus manos naturales de militar sino las de alguien mucho más joven y compasivo,

- todo lo demás era denso y sombrío, y cuanto más lo reconocíamos era más evidente que apenas le quedaba un último soplo para vivir,

- pero era el soplo de una autoridad inapelable y devastadora que a él mismo le costaba trabajo mantener a raya como al azogue de un caballo cerrero,

- sin hablar, sin mover siquiera la cabeza mientras le rendíamos honores de general jefe supremo

- y acabamos de sentarnos frente a él en las poltronas dispuestas en círculo,

Nos escrutó sin clemencia

- y sólo entonces se quitó los espejuelos y empezó a escrutarnos con aquellos ojos meticulosos que conocían los escondrijos de comadreja de nuestras segundas intenciones,

- los escrutó sin clemencia, uno por uno, tomándose todo el tiempo que le hacía falta para establecer con precisión cuánto había cambiado cada uno de nosotros

- desde la tarde de brumas de la memoria en que los había ascendido a los grados más altos señalándolos con el dedo según los impulsos de su inspiración,

- y a medida que los escudriñaba sentía crecer la certidumbre de que entre aquellos catorce enemigos recónditos estaban los autores del atentado,

- pero al mismo tiempo se sintió tan solo e indefenso frente a ellos que apenas parpadeó,

- apenas levantó la cabeza para exhortarlos a la unidad ahora más que nunca por el bien de la patria y el honor de las fuerzas armadas,

- les recomendó energía y prudencia y les impuso la honrosa misión de descubrir sin contemplaciones a los autores del atentado para someterlos al rigor sereno de la justicia marcial,

- eso es todo, señores, concluyó, a sabiendas de que el autor era uno de ellos, o eran todos,

Acciones para preservarla de amenazas

- herido de muerte por la convicción ineludible de que la vida de Leticia Nazareno no dependía entonces de la voluntad de Dios

- sino de la sabiduría con que él lograra preservarla de una amenaza que tarde o temprano se había de cumplir sin remedio, maldita sea.

- La obligó a cancelar sus compromisos públicos,

- obligó a sus parientes más voraces a despojarse de cuanto privilegio pudiera tropezar con las fuerzas armadas,

- a los más comprensivos los nombró cónsules de mano libre y a los más encarnizados los encontrábamos flotando en los manglares de tarulla de los caños del mercado,

- apareció sin anunciarse al cabo de tantos años en su sillón vacío del consejo de ministros

- dispuesto a poner un límite a la infiltración del clero en los negocios del estado para tenerte a salvo de tus enemigos, Leticia,

- y sin embargo había vuelto a echar sondas profundas en el mando supremo después de las primeras decisiones drásticas

- y estaba convencido de que siete de los comandantes le eran leales sin reservas además del general en jefe que era el más antiguo de sus compadres,

Se la estaban matando entre las manos

- pero todavía carecía de poder contra los otros seis enigmas que le alargaban las noches con la impresión ineludible de que Leticia Nazareno estaba ya señalada por la muerte,

- se la estaban matando entre las manos a pesar del rigor con que hacia probar su comida desde que encontraron una espina de pescado dentro del pan,

- comprobaban la pureza del aire que respiraba porque él había temido que le pusieran veneno en la bomba del flit,

- la veía pálida en la mesa, la sentía quedarse sin voz en mitad del amor,

- lo atormentaba la idea de que le pusieran microbios del vómito negro en el agua de beber, vitriolo en el colirio,

- sutiles ingenios de muerte que le amargaban cada instante de aquellos días

- y lo despertaban a medianoche con la pesadilla vivida de que Leticia Nazareno se había desangrado durante el sueño por un maleficio de indios,

- aturdido por tantos riesgos imaginarios y amenazas verídicas que le prohibía salir a la calle sin la escolta feroz de guardias presidenciales instruidos para matar sin causa,

- pero ella se iba mi general, se llevaba al niño,

- él se sobreponía al mal presagio para verlos subir en el nuevo automóvil blindado,

- los despedía con señales de conjuro desde un balcón interior rogando madre mía Bendición Alvarado protégelos,

- haz que las balas reboten en su corpiño, amansa el láudano, madre, endereza los pensamientos torcidos,

- sin un instante de sosiego mientras no volviera a sentir las sirenas de la escolta de la Plaza de Armas

- y veía a Leticia Nazareno y al niño atravesando el patio con las primeras luces del faro,

- ella volvía agitada, feliz en medio de la custodia de guerreros cargados de pavos vivos, orquídeas de Envigado, ristras de foquitos de colores

- para las noches de Navidad que ya se anunciaban en la calle con letreros de estrellas luminosas ordenados por él para disimular su ansiedad,

- la recibía en la escalera para sentirte todavía viva en el relente de naftalina de las colas de zorros azules,

- en el sudor agrio de tus mechones de inválida,

- te ayudaba a llevar los regalos al dormitorio

- con la rara certidumbre de estar consumiendo las últimas migajas de un alborozo condenado que hubiera preferido no conocer,

- tanto más desolado cuanto más convencido estaba de que cada recurso que concebía para aliviar aquella ansiedad insoportable,

- cada paso que daba para conjurarla lo acercaba sin piedad al pavoroso miércoles de mi desgracia en que tomó la decisión tremenda de que ya no más,

Los perros cimarrones se los comieron vivos

- carajo, lo que ha de ser que sea pronto, decidió,

- y fue como una orden fulminante que no había acabado de concebir cuando dos de sus edecanes irrumpieron en la oficina

- con la novedad terrible de que a Leticia Nazareno y al niño los habían descuartizado y se los habían comido a pedazos los perros cimarrones del mercado público,

- se los comieron vivos mi general,

- pero no eran los mismos perros callejeros de siempre

- sino unos animales de presa con unos ojos amarillos atónitos y una piel lisa de tiburón que alguien había cebado contra los zorros azules,

- sesenta perros iguales que nadie supo cuándo saltaron de entre los mesones de legumbres y cayeron encima de Leticia Nazareno y el niño

- sin darnos tiempo de disparar por miedo de matarlos a ellos

- que parecía como si estuvieran ahogándose junto con los perros en un torbellino de infierno,

- sólo veíamos los celajes instantáneos de unas manos efímeras tendidas hacia nosotros

- mientras el resto del cuerpo iba desapareciendo a pedazos,

- veíamos unas expresiones fugaces e inasibles que a veces eran de terror, a veces eran de lástima, a veces de júbilo,

Lo único que quedó de ellos

- hasta que acabaron de hundirse en el remolino de la rebatiña y sólo quedó flotando el sombrero de violetas de fieltro de Leticia Nazareno

- ante el horror impasible de las verduleras totémicas salpicadas de sangre caliente que rezaban Dios mío,

- esto no sería posible si el general no lo quisiera, o por lo menos si no lo supiera,

- para deshonra eterna de la guardia presidencial que sólo pudo rescatar sin disparar un tiro los puros huesos dispersos entre las legumbres ensangrentadas,

- nada más mi general, lo único que encontramos fueron estas medallas del niño, el sable sin las borlas,

- los zapatos de cordobán de Leticia Nazareno que nadie sabe por qué aparecieron flotando en la bahía como a una legua del mercado,

- el collar de vidrios de colores, el monedero de malla de almófar que aquí le entregamos en su propia mano mi general,

- junto con estas tres llaves, el anillo matrimonial de oro renegrido y estos cincuenta centavos en monedas de a diez

- que pusieron sobre el escritorio para que él las contara, y nada más mi general, era todo cuanto quedaba de ellos.

El recuerdo de aquel miércoles inevitable

- A él le habría dado igual que quedara más, o que quedara menos, si hubiera sabido entonces

- que no eran muchos ni muy difíciles los años que le harían falta para exterminar hasta el último vestigio del recuerdo de aquel miércoles inevitable,

- lloró de rabia, despertó gritando de rabia atormentado por los ladridos de los perros que pasaron la noche en las cadenas del patio mientras él decidía qué hacemos con ellos mi general,

- preguntándose aturdido si matar a los perros no sería otra manera de matar de nuevo en sus entrañas a Leticia Nazareno y al niño,

Un jardín de magnolias y codornices con una cruz de mármol

- ordenó derribar la cúpula de hierro del mercado de legumbres y construir en su lugar un jardín de magnolias y codornices

- con una cruz de mármol con una luz más alta y más intensa que la del faro

- para perpetuar en la memoria de las generaciones futuras hasta el fin de los siglos

- el recuerdo de una mujer histórica que él mismo había olvidado mucho antes de que el monumento fuera demolido por una explosión nocturna que nadie reivindicó,

- y a las magnolias se las comieron los cerdos

- y el jardín memorable quedó convertido en un muladar de cieno pestilente que él no conoció,

- no sólo porque había ordenado al chófer presidencial que eludiera el paso por el antiguo mercado de legumbres aunque tengas que darle la vuelta al mundo,

- sino porque no volvió a salir a la calle desde que mandó las oficinas para los edificios de vidrios solares de los ministerios

Se quedó vagando en la casa vacía

- y se quedó sólo con el personal mínimo para vivir en la casa desmantelada

- donde no quedaba entonces por orden suya ni el vestigio menos visible de tus urgencias de reina, Leticia,

- se quedó vagando en la casa vacía sin más oficio conocido que las consultas eventuales de los altos mandos

- o la decisión final de un consejo de ministros difícil

Las visitas perniciosas del embajador Wilson

- o las visitas perniciosas del embajador Wilson que solía acompañarlo hasta bien entrada la tarde bajo la fronda de la ceiba

- y le llevaba caramelos de Baltimore y revistas con cromos de mujeres desnudas

- para tratar de convencerle de que le diera las aguas territoriales a buena cuenta de los servicios descomunales de la deuda externa,

- y él lo dejaba hablar, aparentaba oír menos o más de lo que podía oír en realidad según sus conveniencias,

- se defendía de su labia oyendo el coro de la pajarita pinta paradita en el verde limón en la cercana escuela de niñas,

- lo acompañaba hasta las escaleras con las primeras sombras tratando de explicarle que podía llevarse todo lo que quisiera menos el mar de mis ventanas,

- imagínese, qué haría yo solo en esta casa tan grande si no pudiera verlo ahora como siempre a esta hora como una ciénaga en llamas,

- qué haría sin los vientos de diciembre que se meten ladrando por los vidrios rotos,

- cómo podría vivir sin las ráfagas verdes del faro,

- yo que abandoné mis páramos de niebla y me enrolé agonizando de calenturas en el tumulto de la guerra federal,

- y no crea usted que lo hice por el patriotismo que dice el diccionario, ni por espíritu de aventura, ni menos porque me importaran un carajo los principios federalistas que Dios tenga en su santo reino,

- no mi querido Wilson, todo eso lo hice por conocer el mar, de modo que piense en otra vaina, decía,

- lo despedía en la escalera con una palmadita en el hombro,

Una vaca extraviada

- regresaba encendiendo las lámparas de los salones desiertos de las antiguas oficinas donde una de esas tardes encontró una vaca extraviada,

- la espantó hacia las escaleras y el animal tropezó con los remiendos de las alfombras

- y se fue de bruces y cayó peloteando y se desnucó en las escaleras para gloria y sustento de los leprosos que se precipitaron a destrozarla,

Regreso de leprosos, ciegos y paralíticos

- pues los leprosos habían vuelto después de la muerte de Leticia Nazareno y estaban otra vez con los ciegos y los paralíticos esperando de sus manos la sal de la salud en los rosales silvestres del patio,

- él los oía cantar en noches de estrellas, cantaba con ellos la canción de Susana ven Susana de sus tiempos de gloria,

La salida de las niñas de la escuela

- se asomaba por las claraboyas del granero a las cinco de la tarde para ver la salida de las niñas de la escuela y se quedaba extasiado

- con los delantales azules, las medias tobilleras, las trenzas, madre,

- corríamos asustadas de los ojos de tísico del fantasma que nos llamaba por entre los barrotes de hierro con los dedos rotos del guante de trapo,

- niña, niña, nos llamaba, ven que te tiente,

- las veía escapar despavoridas pensando madre mía Bendición Alvarado qué jóvenes que son las jóvenes de ahora, se reía de sí mismo,

 

Fuente: El otoño del patriarca de Gabriel García Marqués

Enviado por: Rafael Bolívar Grimaldos - rbolivarg@hotmail.es

En Letras-Uruguay desde el 4 de agosto de 2012

 

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