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11. El sueño del ciclón
Rafael Bolívar
rbolivarg@hotmail.es

 
 
 

Gabriel José de la Concordia García Márquez (1927 -      ) es un escritor, novelista, cuentista, guionista y periodista colombiano. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura. Es conocido familiarmente y por sus amigos como Gabo.

 

Un guerrero de otras tierras y otra época

El indio descalzo de los buenos tiempos

Sentimiento opresivo de que algo estaba a punto de ocurrir

Era el ciclón

La rebalsa de placidez que sucedió al huracán

Hacía señales de cruces de bendición

La primera piedra de la reconstrucción

En la mansión de los suburbios

Un arduo viaje

El regreso

La siesta el soporífero jueves

Mi compadre de toda la vida

 

Mi compadre de toda la vida

- y sin embargo se preguntaba si tanta confianza y tanta autoridad delegadas en una sola persona no habrían sido la causa de su desventura,

- si no era mi compadre de toda la vida quien lo había vuelto buey

- por tratar de quitarle la pelambre natural de caudillo de vereda para convertirlo en un inválido de palacio

- incapaz de concebir una orden que no estuviera cumplida de antemano,

- por el invento malsano de mostrar en público una cara que no era la suya

El indio descalzo de los buenos tiempos

- cuando el indio descalzo de los buenos tiempos se bastaba y se sobraba solo para abrir una trocha a machetazos a través de las muchedumbres de la gente

- gritando apártense cabrones que aquí viene el que manda

- sin poder distinguir en aquel matorral de ovaciones quiénes eran los buenos patriotas de la patria y quiénes eran los matreros

- porque todavía no habíamos descubierto que los más tenebrosos eran los que más gritaban que viva el macho, carajo, que viva el general,

Sentimiento opresivo de que algo estaba a punto de ocurrir

- y en cambio ahora no le alcanzaba la autoridad de sus armas para encontrar a la reina de mala muerte que había burlado el cerco infranqueable de sus apetitos seniles,

- carajo, tiró las fichas por los suelos, dejaba las partidas a medias sin motivo visible

- deprimido por la revelación instantánea de que todo acababa por encontrar su lugar en el mundo, todo menos él,

- consciente por primera vez de la camisa ensopada de sudor a una hora tan temprana,

- consciente del hedor de carroña que subía con los vapores del mar y del dulce silbido de flauta de la potra torcida por la humedad del calor,

- es el bochorno, se dijo sin convicción, tratando de descifrar desde la ventana el raro estado de la luz de la ciudad inmóvil

- cuyos únicos seres vivos parecían ser las bandadas de gallinazos que huían despavoridas de las cornisas del hospital de pobres

- y el ciego de la Plaza de Armas que presintió al anciano trémulo en la ventana de la casa civil

- y le hizo una señal apremiante con el báculo y le gritaba algo que él no logró entender

- y que interpretó como un signo más en aquel sentimiento opresivo de que algo estaba a punto de ocurrir,

- y se repitió por segunda vez al final del largo lunes de desaliento, es el bochorno, se dijo,

-  y se durmió al instante, arrullado por los rasguños de la llovizna en los vidrios de bruma de los filtros del duermevela, pero de pronto despertó asustado,

Era el ciclón

- quién vive, gritó, era su propio corazón oprimido por el silencio raro de los gallos al amanecer,

- sintió que el barco del universo había llegado a un puerto mientras él dormía y flotaba en un caldo de vapor,

- los animales de la tierra y del cielo que tenían la facultad de vislumbrar la muerte más allá de los presagios torpes y las ciencias mejor fundadas de los hombres estaban mudos de terror,

- se acabó el aire, el tiempo cambiaba de rumbo, y él sintió al incorporarse que el corazón se le hinchaba a cada paso y se le reventaban los tímpanos

- y una materia hirviente se le escurrió por las narices, es la muerte, pensó, con la guerrera empapada de sangre,

- antes de tomar conciencia de que no mi general, era el ciclón, el más devastador de cuantos fragmentaron en un reguero de islas dispersas el antiguo reino compacto del Caribe,

- una catástrofe tan sigilosa que sólo él la había detectado con su instinto premonitorio mucho antes de que empezara el pánico de los perros y las gallinas,

- y tan intempestiva que apenas si hubo tiempo de encontrarle un nombre de mujer

- en el desorden de oficiales aterrorizados que me vinieron con la novedad de que ahora sí fue cierto mi general, a este país se lo llevó el carajo,

- pero él ordenó que afirmaran puertas y ventanas con cuadernas de altura,

- amarraron a los centinelas en los corredores,

- encerraron las gallinas y las vacas en las oficinas del primer piso,

- clavaron cada cosa en su lugar desde la Plaza de Armas hasta el último lindero de su aterrorizado reino de pesadumbre,

- la patria entera quedó anclada en su sitio con la orden inapelable de que al primer síntoma de pánico disparen dos veces al aire y a la tercera tiren a matar,

Y sin embargo nada resistió al paso de la tremenda cuchilla de vientos giratorios que:

- cortó de un tajo limpio los portones de acero blindado de la entrada principal y se llevó mis vacas por los aires,

- pero él no se dio cuenta en el hechizo del impacto de dónde vino aquel estruendo de lluvias horizontales

- que dispersaban en su ámbito una granizada volcánica de escombros de balcones y bestias de las selvas del fondo del mar,

- ni tuvo bastante lucidez para pensar en las proporciones tremendas del cataclismo

- sino que andaba en medio del diluvio preguntándose con el sabor de almizcle del rencor dónde estarás Manuela Sánchez de mi mala saliva,

- carajo, dónde te habrás metido que no te alcance este desastre de mi venganza.

La rebalsa de placidez que sucedió al huracán

En la rebalsa de placidez que sucedió al huracán se encontró solo con sus ayudantes más próximos:

- navegando en una barcaza de remos en la sopa de destrozos de la sala de audiencias,

- salieron por la puerta de la cochera remando sin tropiezos por entre los cabos de las palmeras y los faroles arrasados de la Plaza de Armas,

- entraron en la laguna muerta de la catedral

- y él volvió a padecer por un instante el destello clarividente de que no había sido nunca ni sería nunca el dueño de todo su poder,

- siguió mortificado por el relente de aquella certidumbre amarga mientras la barcaza tropezaba

- con espacios de densidad distinta según los cambios de color de la luz de los vitrales

- en la fronda de oro macizo y los racimos de esmeraldas del altar mayor

- y las losas funerarias de virreyes enterrados vivos y arzobispos muertos de desencanto

- y el promontorio de granito del mausoleo vacío del almirante de la mar océana

- con el perfil de las tres carabelas que él había hecho construir por si quería que sus huesos reposaran entre nosotros,

- salimos por el canal del presbiterio hacia un patio interior convertido en un acuario luminoso

- en cuyo fondo de azulejos erraban los cardúmenes de mojarras entre las varas de nardos y los girasoles,

- surcamos los cauces tenebrosos de la clausura del convento de las vizcaínas, vimos:

­ las celdas abandonadas,

­ el clavicordio a la deriva en la alberca íntima de la sala de canto,

­ en el fondo de las aguas dormidas del refectorio a la comunidad completa de vírgenes ahogadas en sus puestos de comer frente a la larga mesa servida,

- y vio al salir por los balcones el extenso espacio lacustre bajo el cielo radiante donde había estado la ciudad

- y sólo entonces creyó que era cierta la novedad mi general de que este desastre había ocurrido en el mundo entero sólo para librarme del tormento de Manuela Sánchez,

- carajo, qué bárbaros que son los métodos de Dios comparados con los nuestros, pensaba complacido,

- contemplando la ciénaga turbia donde había estado la ciudad y en cuya superficie sin límites flotaba todo un mundo de gallinas ahogadas

- y no sobresalían sino las torres de la catedral, el foco del faro, las terrazas de sol de las mansiones de cal y canto del barrio de los virreyes,

- las islas dispersas de las colinas del antiguo puerto negrero donde estaban acampados los náufragos del huracán,

- los últimos sobrevivientes incrédulos que contemplamos el paso silencioso de la barcaza pintada con los colores de la bandera

Hacía señales de cruces de bendición

- por entre los sargazos de los cuerpos inertes de las gallinas, vimos los ojos tristes, los labios mustios,

- la mano pensativa que hacía señales de cruces de bendición para que cesaran las lluvias y brillara el sol,

- y devolvió la vida a las gallinas ahogadas,

- y ordenó que bajaran las aguas y las aguas bajaron.

La primera piedra de la reconstrucción

- En medio de las campanas de júbilo, los cohetes de fiesta, las músicas de gloria con que se celebró la primera piedra de la reconstrucción,

- y en medio de los gritos de la muchedumbre que se concentró en la Plaza de Armas para glorificar al benemérito que puso en fuga al dragón del huracán,

- alguien lo agarró por el brazo para sacarlo al balcón pues ahora más que nunca el pueblo necesita su palabra de aliento,

- y antes de que pudiera evadirse sintió el clamor unánime que se le metió en las entrañas como un viento de mala mar,

- que viva el macho, pues desde el primer día de su régimen:

­ conoció el desamparo de ser visto por toda una ciudad al mismo tiempo,

­ se le petrificaron las palabras,

­ comprendió en un destello de lucidez mortal que no tenía valor ni lo tendría jamás para asomarse de cuerpo entero al abismo de las muchedumbres,

- de modo que en la Plaza de Armas sólo percibimos la imagen efímera de siempre,

- el celaje de un anciano inasible vestido de lienzo que impartió una bendición silenciosa desde el balcón presidencial.

En la mansión de los suburbios

· y desapareció al instante, pero aquella visión fugaz nos bastaba para sustentar la confianza de que él estaba ahí:

­ velando nuestra vigilia y nuestro sueño bajo los tamarindos históricos de la mansión de los suburbios,

­ estaba absorto en el mecedor de mimbre, con el vaso de limonada intacto en la mano

­ oyendo el ruido de los granos de maíz que su madre Bendición Alvarado venteaba en la totuma,

­ viéndola a través de la reverberación del calor de las tres cuando agarró una gallina cenicienta

­ y se la metió debajo del brazo y le torcía el pescuezo con una cierta ternura

­ mientras me decía con una voz de madre mirándome a los ojos que te estás volviendo tísico de tanto pensar sin alimentarte bien,

­ quédate a comer esta noche, le suplicó, tratando de seducirlo con la tentación de la gallina estrangulada

­ que sostenía con ambas manos para que no se le escapara en los estertores de la agonía,

­ y él dijo que está bien, madre, me quedo,

­ se quedaba hasta el anochecer con los ojos cerrados en el mecedor de mimbre, sin dormir,

­ arrullado por el suave olor de la gallina hirviendo en la olla,

­ pendiente del curso de nuestras vidas,

­ pues lo único que nos daba seguridad sobre la tierra era la certidumbre de que él estaba ahí, invulnerable:

­ a la peste y al ciclón,

­ a la burla de Manuela Sánchez,

­ al tiempo,

­ consagrado a la dicha mesiánica de pensar para nosotros,

­ sabiendo que nosotros sabíamos que él no tomaría por nosotros ninguna determinación que no tuviera nuestra medida,

­ pues él no había sobrevivido a todo por su valor inconcebible ni por su infinita prudencia

­ sino porque era el único de nosotros que conocía el tamaño real de nuestro destino,

Un arduo viaje

­ y hasta ahí había llegado, madre, se había sentado a descansar al término de un arduo viaje en la última piedra histórica de la remota frontera oriental

­ donde estaban esculpidos el nombre y las fechas del último soldado muerto en defensa de la integridad de la patria,

­ había visto la ciudad lúgubre y glacial de la nación contigua,

­ vio la llovizna eterna, la bruma matinal con olor de hollín, los hombres vestidos de etiqueta en los tranvías eléctricos,

­ los entierros de alcurnia en las carrozas góticas de percherones blancos con morriones de plumas,

­ los niños durmiendo envueltos en periódicos en el atrio de la catedral,

­ carajo, qué gente tan rara, exclamó, parecen poetas, pero no lo eran, mi general, son los godos en el poder, le dijeron,

El regreso

· y había vuelto de aquel viaje exaltado por la revelación de que no hay nada igual a este:

- viento de guayabas podridas

- fragor de mercado

- y este hondo sentimiento de pesadumbre al atardecer de esta patria de miseria cuyos linderos no había de trasponer jamás,

- y no porque tuviera miedo de moverse de la silla en que estaba sentado, según decían sus enemigos,

- sino porque un hombre es como un árbol del monte, madre, como los animales del monte que no salen de la guarida sino para comer, decía,

La siesta el soporífero jueves

· evocando con la lucidez mortal del duermevela de la siesta el soporífero jueves de agosto de hacía tantos años en que:

- se atrevió a confesar que conocía los límites de su ambición,

 

Un guerrero de otras tierras y otra época

­ se lo había revelado a un guerrero de otras tierras y otra época a quien recibió a solas en la penumbra ardiente de la oficina,

­ era un joven tímido, aturdido por la soberbia y señalado desde siempre por el estigma de la soledad,

­ que había permanecido inmóvil en la puerta sin decidirse a franquearla hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra perfumada por un brasero de glicinas en el calor

­ y pudo distinguirlo a él sentado en la poltrona giratoria:

- con el puño inmóvil en la mesa desnuda,

- tan cotidiano y descolorido que no tenía nada que ver con su imagen pública,

- sin escolta y sin armas,

- con la camisa empapada por un sudor de hombre mortal

- y con hojas de salvia pegadas en las sienes para el dolor de cabeza,

- y sólo cuando me convencí de la verdad increíble de que aquel anciano herrumbroso era el mismo ídolo de nuestra niñez, la encarnación más pura de nuestros sueños de gloria,

- sólo entonces entró en el despacho y se presentó con su nombre hablando con la voz clara y firme de quien espera ser reconocido por sus actos,

- y él me estrechó la mano con una mano dulce y mezquina, una mano de obispo,

- y le prestó una atención asombrada a los sueños fabulosos del forastero que quería armas y solidaridad para una causa que es también la suya, excelencia,

- quería asistencia logística y sustento político para una guerra sin cuartel que barriera de una vez por todas con los regímenes conservadores desde Alaska hasta la Patagonia,

- y él se sintió tan conmovido con su vehemencia que le había preguntado por qué andas en esta vaina, carajo, por qué te quieres morir,

- y el forastero le había respondido sin un vestigio de pudor que no hay gloria más alta que morir por la patria, excelencia,

- y él le replicó sonriendo de lástima que no seas pendejo, muchacho, la patria es estar vivo, le dijo,

- es esto, le dijo, y abrió el puño que tenía apoyado en la mesa y le mostró en la palma de la mano esta bolita de vidrio que es algo que se tiene o no se tiene,

- pero que sólo el que la tiene la tiene, muchacho,

- esto es la patria, dijo, mientras lo despedía con palmaditas en la espalda sin darle nada,

- ni siquiera el consuelo de una promesa,

- y al edecán que le cerró la puerta le ordenó que no volvieran a molestar a ese hombre que acaba de salir,

- ni siquiera pierdan el tiempo vigilándolo, dijo, tiene fiebre en los cañones, no sirve.

Fuente: El otoño del patriarca de Gabriel García Marqués

Enviado por: Rafael Bolívar Grimaldos - rbolivarg@hotmail.es

En Letras-Uruguay desde el 4 de mayo de 2012

 

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